Ante los luctuosos acontecimientos ocurridos, ha sido inevitable sentir la ira e indignación que precede al duelo, planteándonos cuestiones de cómo es posible llegar a esta situación o qué clase de tipos son estos fanáticos. Todas estas divagaciones que nos llegan cuando apretamos el puño hacen recordar alguna de tantas crónicas negras patrimonio de la humanidad (no todo lo bello es patrimonio), como podrían ser los hechos que vivieron los supervivientes del naufragio más conocido hasta el hundimiento del Titanic: los desastres del Batavia.
Durante el siglo XVII, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, una organización comercial tan poderosa como un Estado, hacía la ruta del este en busca de especias. Sus establecimientos en Insulindia dictaban unos ocho meses de maretazos en galeones vagos y panzudos, con grandes bodegas como las del Batavia. Concretamente, hacia el momento de su partida en octubre de 1628, el buque transportaba 341 almas, 24 cañones y 250.000 florines de argento. Al cargo, el intendente de comercio Francisco Pelsaert quien, aun siendo persona de tierra adentro, tenía mando sobre el patrón Ariaen Jacobsz, por lo que las fricciones estaban servidas.
A la compañía únicamente le importaba navegar presto y manteniendo la carga segura, lo que provocaba ciertas disonancias en la bicefalia del barco. Y para colmo, los mandamases competían como leones marinos por los favores de Lucrecia, una joven heredera que debía reunirse con su marido en las colonias. También existían ciertas diferencias entre la tripulación. La aristocracia de popa tenía tres platos calientes al día, mientras que para el resto sólo había galletas duras y tocino rancio.
Naufragio y régimen de terror
Con todo el polvorín bien cargado, el Batavia combó el cabo de Buena Esperanza y encauzó los alisios del sudeste, cuando una madrugada de junio un buen golpe alertó a la tripulación. Se habían desviado del rumbo, ahora las cuadernas del Batavia reposaban sobre el arrecife de Houtman Abrolhos, a un centenar de kilómetros de Australia. Tras evacuar a la tripulación en un islote cercano, los dos lugartenientes (como uno no se fiaba del otro) botaron una chalupa y largaron amarras en busca de salvamento.
Ante el vacío de poder, Jeronimus Cornelisz, boticario de profesión, ayudante de Pelsaert y huido por una condena de sectarismo, se hizo nombrar autoridad gracias a su gran elocuencia. Y es así como poco a poco Jeronimus, a base de engaño y contando con algo de chusma, instauró un régimen de terror y masacre que doblegó hasta al más honrado. Su cinismo y gratuidad llegó a tal punto que ordenó la ejecución de 6 de los 7 hijos del pastor, mientras hacía de su gentil anfitrión durante la cena. Por supuesto, para el fanático los bebés y los enfermos eran estorbos, las mujeres esclavas sexuales y los oponentes, infieles que debían ser ejecutados o confinados a otra isla. Fueron éstos últimos los que armados con piedras y mucho coraje resistieron hasta la llegada del salvamento. Pelsaert llegó e hizo justicia. Apretó la soga y partió de nuevo para Holanda con medio centenar de supervivientes, no sin antes recuperar la carga del pecio.
Nada justifica los medios
Hay algo inquietante en esta historia, ese extraño estremecimiento que produce la miseria humana, aquella que surge ante la catástrofe y el fanatismo. Aquella que aflora cuando nos despojan de las vestiduras de la ética. La obcecación es algo inherente al género humano. Ni la política de la compañía, ni la diarquía coja de abordo, ni la rivalidad amorosa entre capitanes, ni tan siquiera las creencias sectarias del boticario y mucho menos, las desigualdades sociales en el barco, desataron la caja de los vientos. El fanatismo es algo más viejo que la política o la religión. Más viejo que el islam, el cristianismo o cualquier otro credo. Más viejo que los caducos nacionalismos, el sistema de partidos o los populismos, y ya no digamos que un Barça-Madrid o un Sevilla-Betis. Tampoco es cuestión de ricos y pobres. Si fuese así, los terroristas regarían con sangre los prósperos países de Oriente Medio, donde las monarquías absolutas rivalizan por su descendencia, donde las desigualdades y la intransigencia campa más que en occidente, países como Emiratos o como Arabia Saudí, donde te pueden caer hasta 15 años de trullo por lucir la elástica blaugrana con la publicidad de Qatar.
Qué sombrías son las pasiones humanas. En la isla donde arribó el Batavia, un adolescente lloraba para que le dejasen matar. En la frontera de Hungría, al paso de los refugiados sirios una periodista buscaba la foto poniéndole la zancadilla a un padre que llevaba en brazos su hija. Entre el joven aspirante a criminal, la perspicaz fotógrafa y los autores de los atentados de Las Ramblas, París, el 11-M o el 11-S, sólo hay diferencias de magnitud. Si se hubiese dado la ocasión de preguntarles por qué demonios lo hicieron, contestarían con una batería de justificaciones incongruentes aprendidas y memorizadas como los suras. Para ellos, el fin justifican los medios, y en esto y en la falta de imaginación todo fanático coincide. Cuando a los oficiales a cargo de Auschwitz les hicieron esa misma pregunta respondieron: "Para esto no hay un porqué".