En 1941, Borges escribió La biblioteca de Babel, un relato que describe un universo hipertextual en forma de biblioteca de colmena:
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercado por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente.
Lo que realmente representa la Biblioteca es un cerebro, una única memoria que engloba un conocimiento inabarcable por el hombre, ese “imperfecto bibliotecario” que decía Borges. Algo más abarcable es el catálogo que maneja el personaje inspirador de Mendel el de los libros (1929), de Stefan Zweig. La novela, ambientada en la Austria del fin del Imperio, versa sobre el librero Jakob Mendel, un personaje algo especial. Su comercio carecía de estanterías y anaqueles que aguantasen libros, de hecho carecía hasta de local propio y por tanto, de impuestos, de ahí su supervivencia.
Su despacho se encontraba en un café de Viena, pero no en uno lujoso, más bien en uno de aquellos del extrarradio, de esos que son “la mejor academia para informarnos de todas las novedades”. Allí se sentaba cada mañana con sus catálogos y sus volúmenes, enfrascado en la lectura, memorizando a través de sus gafas aquellas listas, aquellos párrafos, porque tras esa tez ceniza se hallaba una mente insaciable. Hacia él se dirigían eruditos y estudiantes, huyendo de aquellos bibliotecarios incapaces de ofrecer referencias. Ya fuese de hace dos días como de hace doscientos años, Mendel podía aportar títulos de cualquier tema. Conocía cada edición, cada letra, cada grabado, su encuadernación, el precio e incluso el lugar de impresión. Mendel “el de los libros” era un auténtico librero, nada que ver con aquellos “imperfectos bibliotecarios” de carrera.
Despersonalizadas
Borges creía en el conocimiento ilimitado. En alusión al espejo que duplicaba ilusoriamente los vértices de la Biblioteca señala: “Prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito”.
Esos cristales que muestran la vastedad del conocimiento bien se podrían encontrar en el escaparate de alguna librería, siempre que no se trate de franquicia o cadena. Atravesándolos y no quedando como meros espectadores de objetos museísticos, siempre podremos descubrir a algún Mendel, alguien que no se limite a hacer tintinear la caja de metal, que conozca sus objetos amatorios y no sea un camello del best seller. Hoy por hoy, que las bibliotecas llevadas por técnicos del código absys ofrecen tan poco y están tan despersonalizadas como las librerías de las superficies comerciales, siempre nos quedarán estas últimas de Filipinas.