Reciente aún la típica y tópica pitada al himno nacional español en la final de la Copa del Rey, acabo de leer el excelente libro de Javier Moreno Luzón y Xosé Núñez-Seixas titulado Los colores de la patria que acaba de editarse en Tecnos. Los autores subrayan la paradoja que supone que los símbolos oficiales hispánicos puedan suscitar rechazos cuando la continuidad en nuestro país tanto en la bandera como en el himno nacional ha sido una constante histórica en contraste con otros Estados. Desde su consolidación en la primera mitad del siglo XIX (la emergencia de tales símbolos arranca del siglo XVIII, del reinado de Carlos III) sólo han perdido vigencia en breves períodos. En el siglo XX, sólo desaparecieron durante cinco años, durante la II República, y en la zona republicana durante los tres años de la Guerra Civil. Fueron, como dicen Moreno Luzón y Núñez-Seixas, símbolos discutidos pero persistentes.
La historia de los símbolos en Alemania o Rusia ha sido mucho más convulsa. En el año 2000, Putin restableció el antiguo himno de la Unión Soviética como himno oficial de la Federación Rusa, pero con la letra modificada. La bandera alemana tras el período nazi suscitó muchas incertidumbres respecto a su futuro. De 1949 a 1959, la República Federal y la Democrática tuvieron la misma bandera que recuperaba la de la República de Weimar, pero la enseña se modificó en el Este, donde se le añadieron un compás, un martillo y una corona de espigas de trigo. Después de la caída del muro rápidamente se expurgó el escudo central. El himno alemán tuvo más continuidad, pero las dos primeras estrofas que hablaban de la gran Alemania se expurgaron para evitar concomitancias con el nazismo. Al final sólo se recita la tercera estrofa del himno, que exalta los valores de la libertad y la felicidad. El propio himno de la Marsellesa francesa creado en 1792 es cuestionado hoy en el verso que dice: “Que una sangre impura riegue nuestros surcos”. Se considera políticamente incorrecto ante la inmigración.
La letra del himno y Manolo Escobar
En España, ciertamente ha tenido muchos más problemas el himno que la bandera bicolor rojigualda. La música de la Marcha Real o Marcha de Granaderos, como dicen Moreno y Núñez, no ha ejercido el papel de catalizador de emociones nacionales, de agente de nacionalización que se le pedía. Nunca se pudo consensuar una letra cantable y conmovedora. El himno alternativo de Riego ha tenido, por su parte, connotaciones partidistas que le han impedido tener capacidad integradora.
La bandera bicolor adquirió fuerza nacional con los liberales en el siglo XIX y pudo imponerse a la tricolor republicana merced al rearme nacionalista de la Restauración y de la dictadura primorriverista. En la Guerra Civil ambos bandos se abrazaron a sus respectivos símbolos. En el franquismo, el himno nacional tuvo que competir con el Cara al Sol falangista durante muchos años. La ansiedad simbológica española se centró más entonces en la canción folclórica andaluza y en el cine bautizado desdeñosamente, por el franquismo, “españolada”.
En la transición fue fundamental la decisión de Carrillo en abril de 1977 de exhibición de la rojigualda que condenó a la tricolor a emblema de radicales de izquierda. Se produjo entonces la adaptación de la vieja bandera bicolor a los nuevos tiempos constitucionales. No ha habido guerra de banderas hasta los años 80 en el País Vasco por la presión abertzale. En la Cataluña de los años 80 y 90 hubo buena convivencia entre los símbolos de España y los específicamente catalanes. Salvo algún incidente menor, los Juegos Olímpicos del 92 fueron un buen escenario de compatibilidad de símbolos.
Con Aznar se vivió una renacionalización cuyo mejor testimonio es la magnitud de la bandera que ondea al lado de la Biblioteca Nacional. Incluso se llevó a cabo el intento de dotar de letra al himno sin conseguirlo. Este ha acabado derivando en el horterismo del “que viva España” de Manolo Escobar o el ejercicio de autoafirmación reiterativa “yo soy español, español, español…”. Ciertamente hoy, la globalización con su sobrecarga mediática de emociones solidarias y ternurismo a granel ha desgastado los formalismos y ritos ceremoniosos vehiculándose las sensibilidades identitarias por derroteros frívolos muy lejanos al respeto que merecen los símbolos nacionales.
Los triunfos en el deporte
Efectivamente se ha convertido en costumbre institucionalizada la pitada al himno nacional. Aparte de propiciar la reflexión acerca de la gratuidad del fenómeno contestario, para los protagonistas del silbo antimusical, el hecho en cuestión refleja innegablemente la actual problemática del Estado-nación de España que se expresa en el proceso independentista que vivimos y que sublima los símbolos de la identidad catalana o la vasca frente a la nación española y su himno nacional convirtiendo los símbolos en incompatibles.
Resulta al respecto singular constatar que los altares del viejo nacionalismo español con sus símbolos y su propia memoria histórica se han ido desnudando de referentes emocionales (quizá en parte por el exceso nacionalizador del propio franquismo) mientras que los altares de los nacionalismos periféricos se hallan recargados de símbolos y de retórica sentimental, lo que viene siendo asumido por la izquierda española con apatía e indiferencia. En la guerra de símbolos, los nacionalismos periféricos parecen de momento ganar la batalla sentimental con la exhibición desacomplejada de los suyos. ¿Hemos de esperar a que sean los triunfos de la selección los que rediman la identidad española perdida haciendo aflorar los símbolos de la misma? ¿Sólo emergen los símbolos identitarios cuando se gana en el deporte?