Jean-François Revel (1924-2006) no se apellidaba Revel, sino Ricard. Y, más que un periodista y escritor valiente, que sin duda lo fue, podríamos definirlo como un destructor del salón de los espejos. No tanto por la vocación rebelde que le acompañase en los años de su juventud –después de militar en la resistencia al nazismo, en contra de la voluntad de un progenitor alineado con el gobierno filofascista de Vichy– como por su costumbre de evitar las calamidades de los espejismos políticos de su tiempo y de su generación, capaz de despreciar la vida ajena por una utopía comunal que termina prohibiendo la libertad individual.
Dentro de cinco meses, a finales del próximo mes de abril, se cumplirá el vigésimo aniversario de su muerte, que llega sin que muchos de sus mejores libros en español, y en especial sus ensayos, estén disponibles, salvo contadas excepciones, más que en las librerías de lance, que es el purgatorio de todos los escritores que no alcanzaron el Parnaso. A Revel no le hace falta, por supuesto, porque fue nombrado en vida correspondiente de la Academia francesa, el hogar de los inmortales en la tierra.
Jean-François Revel
Su discreta presencia editorial en España es inversamente proporcional a la estimación que disfrutase en su patria, en la que practicó, contra el criterio muchos de sus iguales, un valeroso combate en defensa del liberalismo y frente a los dogmas marxistas. Se le califica con frecuencia como un polemista nato, pero el término sólo es pertinente si perteneces al club de quienes encuentran conflictivo pensar sin amarres ni catecismos.
Revel descubrió relativamente pronto que las ideas en las que había militado durante su juventud eran desmentidas por el infinito pormenor de la realidad. No se le ocurrió entonces manipular los hechos para someterlos a sus preferencias. Prefirió cambiar de ideas y abrirse a otros vientos e influencias, a pesar de las fuertes presiones ambientales. Su Norte fue la independencia de criterio y la defensa de la libertad. Dos de los pilares que intentan destruir los regímenes totalitarios, del signo que sean. Quienes menos le perdonaron que abandonase el dócil rebaño de la izquierda –militó sólo tres días en el PCF– fueron sus camaradas.
'La tentación totalitaria'
Lo tacharon de traidor, que es lo que sucede cuando se es incapaz de discutir argumentos o impugnar su capacidad intelectual. Revel se convirtió en un hereje. Y como tal se comportó al criticar con vehemencia y talento el catecismo marxista. Diríase que su método fue minimalista: ante la adjetivación vana y los mensajes redentoristas, se esmeró en la constatación de los hechos. Sus ensayos, cuyo gran mérito es su clarividencia para adelantar muchos de los males y las calamidades públicas de nuestro presente, están hechos desde el territorio de lo concreto, sin abstracciones y sin incurrir en chácharas utópicas. Revel fue un pensador inductivo, frente a una izquierda deductiva y, con frecuencia, capaz de excomulgar a sus críticos para no sentirse desautorizada.
Frente al espíritu militante de su época, el filósofo y periodista francés practicó el realismo. De modo que calificarlo como incendiario, o tildarlo como un provocador, sólo expresa la incapacidad de sus adversarios para lidiar con el sentido común. ¿Cómo iba a ser un reaccionario un hombre que amaba la gastronomía y que, según cuenta la leyenda, eligió su pseudónimo literario como homenaje al nombre del pequeño bistrot donde servían su estofado favorito? Ni modo.
'El conocimiento inútil'
En cierto sentido, el contexto ambiental en el que escribió Revel se asemeja al nuestro: una práctica política sectaria, intolerante y despectiva que no aspira a persuadir, sino que ha decidido prevalecer a través de la enajenación social. En 1976, cuando publicó La tentación totalitaria, uno de sus ensayos más sólidos, sentenció que el enemigo del socialismo no era el capitalismo, sino el comunismo. Su crítica contra los regímenes marxistas partía de su práctica política, de sus decisiones y de su incapacidad para reformarse. Éste último es otro de los asuntos que conectan su tiempo histórico con el nuestro.
¿Cómo es posible que la discusión intelectual sea más intensa entre las distintas corrientes liberales que en aquellas que se presentan como progresistas? Su prospección señalaba que la causa era la voluntad hegemónica de la izquierda y la falta de cintura de sus dirigentes, dos razones que explicaban el anquilosamiento mental de la siniestra. Sus libros desnudaban a los profetas del vacío, antecesores de los políticos populistas. A la igualdad legal y de oportunidades no se llegaba a través de ninguna revolución, sino por evolución. Tampoco era la violencia, el terrorismo, los caudillos y la sangre lo que hacía avanzar a las sociedades, sino la inteligencia, la apertura de miras, el diálogo y el juego civilizado de la tolerancia y el respeto al contrario.
'La obsesión antiamericana'
Revel fue un intelectual múltiple, que es la antítesis de la figura del intelectual orgánico. No estaba al servicio más que de su propio criterio. En Ni Marx ni Jesús (1970) impugnó la mentira de que las revoluciones sociales deben ser encauzadas a través de los partidos. La rebeldía –explicaba– sólo era un método fértil dentro del capitalismo, donde la libertad estaba garantizada como derecho esencial. El tiempo terminaría dándole la razón dos décadas después cuando el muro de Berlín –metáfora del socialismo real– se vino abajo ante la impotencia de los dueños de la jaula.
Dejó dicho que “la mentira es la fuerza que gobierna el mundo”, advirtió que la censura es el más claro indicio del totalitarismo, ya sea militar o mental, y fue severo con su gremio –el periodismo–, donde desembocaban todas las tensiones del sistema de representación política y simbólica. Premonitoria fue su noción de que la izquierda perdió el rumbo el día que sacrificó la libertad por el sectarismo. Una tendencia que no ha hecho sino crecer de forma exponencial en esta era de populismos. “Todo poder es o se vuelve de derechas”, escribió, a menos que existan sistemas eficaces de control social, cosa imposible si se asume la servidumbre voluntaria al poder.
'Un festín en palabras'.
En Cómo terminan las democracias (1983) advirtió, con varias décadas de antelación, de la senda que ha tomado Occidente: el fracaso del sistema liberal, avivado por los casos de corrupción y la ineficacia, conduce sin remedio a la entronización de nuevos despotismos. Estilísticamente cultivó la sátira e intelectualmente fue un pesimista irónico. Tuvo también tiempo para otras ocupaciones y placeres, como la literatura, la cocina –a la que dedicó Un festín de palabras (1979)– y la espiritualidad, plasmada en el volumen de conversaciones que firmó con su hijo, Matthieu Ricard, convertido en monje budista. Junto a él se fue de este mundo, a los ochenta y dos años, tras dejar como testamento moral El ladrón en la casa vacía, un libro de memorias donde confesaba que su afán era descifrar la realidad tal cual es, sin que importasen los deseos personales ni los sueños.
Educado por los jesuitas, pero contrario al adoctrinamiento en los colegios que se disfraza de laicidad, Revel fue probablemente el ensayista que antes y mejor derribó la falsaria estatua de Mitterrand, un político de doble vida, ideología vacilante y ejemplo del cinismo de la izquierda profesional. Su descripción de la mentalidad totalitaria –“la aptitud de los hombres para persuadirse de la verdad de una teoría y construir en sus cabezas un aparato justificativo de cualquier sistema, hasta el más extravagante, sin que la inteligencia y la cultura sean capaces de obstaculizar esta intoxicación ideológica”– continúa vigente.
Edición en frances de las memorias de Revel
Su rigor a la hora de mirar el mundo no le impidió disfrutar a fondo de la vida sensorial. Fue un epicúreo que huyó de las capillas y los seminarios. Adoraba el trato con el sexo contrario y practicó la vida ligera de hotel, epítome de la felicidad desinhibida. A los cuarenta años había renunciado ya a la docencia –su primera profesión– para dedicarse a la escritura, al periodismo, donde brilló como director de L’Express y editorialista de Le Point, y a la edición. Recordarlo es hacernos un favor. Leer sus libros, esos augurios de la inteligencia, escritos en el siglo pasado, basados en datos, rigor y análisis, ayuda a entender nuestro presente y a conjurar la probable deriva de nuestro futuro.
