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El amor es un rito misterioso a un minuto de la muerte. Así lo resume Timandra, la primera mujer; creada en la ficción y fruto directo de un tiempo memorable; la hetaira en la Atenas de Pericles, amante del guerrero y político Alcibíades, cimarrón del Peloponeso, cegado de amor y odio por los grandes declamadores de su tiempo: “los poetas nos roban nuestras hazañas, nuestra vida y nuestra muerte y componen dáctilos y yambos”; ¡pobre de aquel que no encaje en sus estrofas!

Timandra, protagonista y título conocido del novelista Theodor Kallifatides, habla de sí misma frente al otro, el objeto amado. Su palabra no puede entenderse en el sentido retórico sino en el sentido gimnástico, coreográfico, el sentido griego, el del cuerpo convertido en acción.

Cenizas del amado

Ella dice lo que está marcado como la señal de un código. Su pensamiento está prefigurado como si alguien lo hubiese cincelado en las paredes de Fideas, autor del Partenón. Al ver la muerte de Alcibíades a manos de los persas, en la fortaleza de Quersoneso, Timandra se abisma -al estilo del joven Werther-, se abandona a la dulzura del abismo; ella es la charis griega: posee el brillo en sus ojos, la belleza luminosa de su cuerpo, el resplandor del ser deseable. Recoge las cenizas del amado y las sepulta en tierra extraña.

Quizá en aquel momento, Timandra se convierte en la primera barricada en defensa del placer sexual de las mujeres, frente a los ejemplos mitológicos de la libido femenina amenazada por los dioses: Circe y Calipso tratan de acostarse con Ulises, pero Zeus les cierra el paso; Aurora rapta a Orion hasta que Artemisa lo mata y Zeus mata a Yasión.

En el campo del amor, “solo se muere de dolor de corazón”, como apunta muchos siglos después la Emma Bovary de Flaubert, cuando su amante la deja plantada el día de la fuga. En el ensayo Una aniquilación fallida, la escritora y traductora Carlota Gurt expone la vindicación del deseo femenino; certifica a Safo, la gran poetisa y cita una comedia de Aristófanes, Lisístrata, en la que la protagonista propone una huelga de coito para conseguir que los hombres regresen de sus incontables guerras.

Al servicio de las mujeres

En otro pasaje del texto, un dios y una diosa, Zeus y Hera, discuten cuál de los dos siente más placer con el sexo. No se ponen de acuerdo y llaman a un dios menor, Tiresias, que ha sido mujer algunos años de su vida (cosas del género en el Olimpo). Y Tiresias contesta que, si el placer tuviera diez partes, la mujer se quedaría con nueve y el hombre con solo una.

La belleza de Timandra es también el teatro de su esclavitud. La hetaira se apropia de la masculinidad de su amado para ponerla al servicio de las mujeres a las que ella precede. Cuando todo está perdido, ella canta su desesperanza, algo parecido al Coloquio sentimental de Verlaine –“Era azul el cielo y grande la esperanza/ la esperanza ha huido, vencida hacia el cielo negro...”.

El escritor Theodor Kallifatides @JAIMEFOTO

La rebelión de Timandra no está en la calle, germina en el corazón. Y acaso por esta razón, los periodos considerados de progreso económico y social constituyen tiempos de pérdida de estatus para las mujeres. A criterio de Gurt, sirven de ejemplo la Revolución Francesa, el Renacimiento o la Grecia clásica.

Esta última, la de Timandra, se parece peligrosamente a la Francia sabia del Iluminismo, el mundo salonnière de las damas con amante: las madamas de Pompadour y Lafayette o las exquisitas de rompe y rasga, como Ninon de L’Enclos o Longueville, quienes marcarían la paidea de las luces hasta el fin del Antiguo Régimen.

Pasión y abulia

Y más cerca de nosotros, las presas fáciles y tornasoladas de la Barcelona de posguerra, como telón de fondo, descritas por Carmen Laforet en Nada.

Timandra es un trasunto que se anuncia en la Antígona de Sófocles hasta alcanzar paradójicamente a la Elizabeth Bennet de Jane Austen o a la Jane Eyre de Charlotte Brontë, por su resistencia a los roles de género en lo más cerril del puritanismo; y también a la Clarissa Dalloway de Virginia Woolf, la mujer en lucha contra el rol de ángel proverbial del hogar, reprimida en lo sexual y económico.

La hetaira es primigenia en un sentido amplio, como lo es La Bruja en la narrativa del mexicano Fernanda Melchor, después de captar el antecedente de Ana Karenina (Tolstói), rasgo supremo de la dupla que forman pasión y abulia.

'Timandra', del novelista Theodor Kallifatides

La elección del amado no es una transferencia analítica, es un dardo sensible. Timandra expresa así el refugio de su intimidad: ¿Qué dirán de nosotros en el futuro? No de mí, por supuesto. Hablarán de Alcibíades, el héroe. A mí me olvidaran porque el amor no hace historia. Las batallas escriben el pasado, las caricias son huérfanas.

La belleza de Timandra es también un castigo. Ella vive en su interior el tedio que provoca la alianza entre la belleza y la civilización, el nefasto poder de autorrepresentación, la autoridad hipnótica. Ama incondicionalmente; en cambio, su amado, Alcibíades, alimenta el narcisismo, es un seductor, en la arena de la política y en el amor.

Mejores mentes

La sumisión afectiva a Alcibíades es el único camino de Timandra, que se entrega al amor porque no tiene otra opción en la vida. Es una hetaira, pero desde el fondo de esta forma de esclavitud, levanta una emoción que atraviesa Occidente y convierte al corazón en objeto donado.

Inventa la mecánica del vasallaje amoroso, un estado del alma, que exige una futilidad sin fondo. Pura generosidad. Así habla ella del amado: Me he convertido en su verdadero yo, porque nuestro auténtico yo no se encuentra dentro de nosotros, sino en este lugar invisible que existe entre dos personas que se aman.

En la figura de Alcibíades se concentran el guerrero y el orador, que comparte diálogos con los filósofos de la antigua Hélade. Timandra congrega en su casa a las mejores mentes de su tiempo, desde Sócrates a Eurípides. Adopta el perfil de una mujer instruida, intelectual, capaz de elaborar su narración desde la lógica y la inteligencia. Alcibíades, además de las armas, maneja el discurso en el ágora y en las academias.

Pero la lealtad no es su mejor virtud y es objeto del sarcasmo por la Tragedia Clásica: Aristófanes menciona a Alcibíades varias veces en sus obras satíricas, “el pueblo ateniense lo añora y lo odia, pero lo quiere de vuelta". Esquilo, en Las ranas de Aristófanes, ilustra la personalidad ambivalente del estratega. Alcibíades es primero general ateniense y luego colaborador de Esparta tras ser depuesto de su cargo.

Un mundo cerrado

Finalmente, debe abandonar Esparta al descubrirse que está teniendo una aventura con la esposa del rey y busca entonces el favor de los persas; pero son ellos quienes acabarán matándole.

En El Banquete de Platón, el conocido elogio de Alcibíades a Sócrates no es solo un tributo personal al maestro, sino también una reflexión sobre la naturaleza del verdadero pensador. Sócrates, según este testimonio, es un ser irrepetible no porque haya alcanzado la perfección en términos tradicionales, sino porque ha logrado algo mucho más difícil: ser completamente fiel a sí mismo.

Alcibíades, colmado de resina, denuncia las palabras bonitas que Sócrates aborrece porque conforman un mundo cerrado bajo una belleza que, a su juicio, se mueve lejos de la verdad: la poesía. La refutación de Witold Gombrowicz, 2.500 años después de Sócrates, busca la proa de Alcibíades, señala que lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el programa. “Los poetas se han vuelto esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso”.

Y ¡Pobre de aquel que no encaje en sus estrofas!