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No es extraño que la Biblia, incluso por delante del Quijote, sea el libro más leído –y más vendido, que no es ni mucho lejos lo mismo– de toda la historia de la cultura. Al margen de su materia religiosa, y en abundantes casos doctrinal, el gran libro de libros, que igual que la Primera Parte de la gran novela cervantina o las Mil y una noches, una obra capital de la tradición oriental, cobija en su interior una sucesión de narrativas encadenadas, enuncia muchos conceptos que todos utilizamos a diario.

Entre ellos figura el de canon, que en la cultura occidental se aplica a la literatura y surge a partir de la jerarquía y combinación de los testamentos y, antes, de los dos grandes poemas homéricos: la Ilíada y la Odisea. De estas dos estirpes devienen todos los demás libros que en el mundo han sido y serán, incluidos los insignificantes, que lo son, básicamente, por su fracaso en el intento de convertirse en obras canónicas.

Edición de la Biblia hebrea (1300)

La Biblia también explica la creación de la primera, e insuperable, gran tecnología humana: el lenguaje. Una creación sin autor conocido que nos permite pensar, hablar con nosotros mismos y hasta dialogar –como dijera Machado (Antonio) en un verso– algún día, esperamos que todavía lejano, con Dios. Los idiomas, en contra de lo que creen los nacionalistas, no son la expresión del carácter de los pueblos, sino una facultad (universal) que, según el relato bíblico, permitió crear el mundo y al hombre. “En el principio era el Verbo”, reza el Génesis. Dios nombraba a las cosas y éstas cobraban existencia, hasta que el creador decidió delegar esta facultad –que es un privilegio– en el hombre, que prosiguió la tarea bautizando a la realidad –y también a sus hijos– con su apelativos. El nombre es la cosa.

Es increíble que, a pesar del origen mítico de las Escrituras, todavía no hayamos sido capaces de descifrar la esencia íntima del lenguaje, que es la primera –y diríamos que única– forma de verdadera metafísica  que existe. La señal más intensa de la inteligencia. El fuego mismo de la conciencia, que es el tesoro que se extingue con nuestra muerte. Walter Benjamin (1892-1940) dedicó cuatro ensayos a elaborar una teoría sobre el lenguaje, cuya reflexión es un asunto constante a lo largo de su obra. La editorial madrileña Bauplan acaba de reunirlos en un sobrio breviario. Son dos piezas mayores –‘Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje humano’ (1916) y ‘Sobre la capacidad de imitación’ (1933)– y dos opúsculos complementarios: ‘¿Por qué el elefante se llama elefante?’ y ‘Problemas de sociología del lenguaje’ (1935).

'Tesis sobre filosofía de la historia' de Walter Benjamin ALIANZA

En estos textos el pensador alemán indaga sobre la misteriosa naturaleza de la lengua e impugna la creencia –que, como buen marxista, calificaba de “burguesa”– de que un idioma es un instrumento, un medio, para designar la realidad. La primera consideración de Benjamin sobre el lenguaje es, sin embargo, anterior. Nace a partir de un texto literario. En ‘Dos poemas de Friederich Hörderlin’, un estudio datado en 1914, el filósofo sitúa el nudo de la poesía en el encuentro entre el poema (un artefacto verbal) y su receptor (el lector). Lo poético (Das Gedichtete) es la moneda que vincula ambas caras. Una unidad sintética donde convergen dos órdenes: el territorio de lo espiritual y el mundo sensorial.

Un buen poema –sostiene el joven Benjamin, que muy poco después, con apenas 24 años, compondría su primer ensayo lingüístico, donde vierte parte de su vocación mística– lo es cuanto más imposible sea distinguir su significado de su forma, convertidos ya en una sola cosa a la que sólo podemos acceder mediante la sensibilidad. Dicho de otra manera: la poesía más elevada es aquella que no puede decir mejor –porque usa las palabras exactas– aquello que quiere expresar.

En ‘Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje humano’, sin duda el texto más hermético de los cuatro reunidos en esta edición de Bauplan,  con traducción de Álvaro Ramos Dicenta (que también firma el fértil prólogo que presenta el libro) y Borja Villa, Benjamin liga el misterio del principio del lenguaje con el paraíso bíblico, el espacio donde el idioma trasciende su función meramente comunicativa para convertirse en la expresión de la identidad del primer individuo.

'Filosofía del lenguaje' BAUPLAN

Dicho en clave alegórica: en la naturaleza –explica el pensador alemán– las cosas hablan (siendo mudas) con su presencia. El hombre, en cambio, lo hace para ser. El milagro del lenguaje consiste en que las palabras no son importantes por lo que significan. Su trascendencia reside en otra cualidad: permiten al hombre decirse a sí mismo y decir también el mundo, que es la forma más directa de conocimiento humano. El mito de Babel –la torre bíblica de los mil idiomas– es la representación de la palabrería de los seres humanos, que nace del olvido del poder del lenguaje adánico: la capacidad de configurar una realidad, o entender mejor la existente, mediante la elección de un nombre para lo que todavía no lo tiene.

Según la filosofía de Benjamin, las disciplinas que han conservado parte de esta capacidad atávica de entender el fondo de las cosas,  inexistente en el mundo actual, son las artes: lenguajes alternativos que nos ayudan y nos permiten –mediante una operación de traducción– a entender. El lenguaje –dice el pensador alemán– no es importante porque sea un canal de comunicación; lo es porque, inmersos en él, igual que los peces en el agua, somos quienes somos. El ser humano es una criatura lingüística.

‘Sobre la capacidad de imitación’ (1933), escrito por un Benjamin maduro, enriquece esta primera visión del pensador alemán. Este ensayo liga el origen del lenguaje con el ejercicio de la imitación (la mímesis) que, con el curso de los siglos y la sucesión de culturas y civilizaciones, ha ido modificándose. Es bien cierto: aprendemos a hablar replicando el idioma de nuestros padres, pero, junto a la función meramente instrumental de la lengua, en las palabras que entendemos y pronunciamos quedan restos y rastros de las primitivas asociaciones entre los vocablos (verba) y las cosas (res) que ya no somos capaces de detectar.

Portada de 'Cabala, Speculum Artis et Naturae in Alchymia' (Siglo XVII), de Stephan Michelspacher.

Benjamin busca estos puentes en la semejanza gráfica entre las palabras con los objetos que designan. La grafología y la etimología funcionan como senderos mediante los cuales podemos regresar a este pasado de “semejanza no sensibles” donde el vínculo entre palabras y cosas no es que sea arbitrario –como prescribe la teoría del signo lingüístico de Saussure–, sino que obedece a una correspondencia que no es objetiva y que puede tener su origen en una alucinación instintiva, ajena a la lógica racional.

Por eso el lenguaje es un territorio sagrado. Es el único espacio donde todavía rigen estas correspondencias mágicas. Igual que en la tradición hebrea de la cábala, que busca el enigmático significado encerrado en esos símbolos que son las palabras, Benjamin nos invita a aprender a leer lo que no está escrito. Su tesis, cargada de poesía, parte del hecho de que muchas palabras tienen una raíz común, o similar, en idiomas distintos. Un dato que sugiere que debe existir un sustrato común entre todas las lenguas cuyo eco se ha conservado desde el punto de vista formal, pero cuya significación se ha ido desgastado, del mismo modo que –según Nietzsche– la religión nace del culto a los ancestros que, tras sucesivas generaciones, dejan de representar a seres concretos para encarnar a dioses –los lares romanos– que una vez fueron tan humanos como nosotros.