Señores y siervos; oprichnicks y oprimidos, conviven en el orden feudal de una Moscú pobre, pero enfebrecida por el ansia de poder y dinero. El capitán de la cancillería secreta del Estado, Sevastianov, un hombre de pelo ralo, con uniforme de ribete rojo, galones azules y el águila bicéfala grabada en los botones, entra en la celda número 40 del cuarto subterráneo de la Seguridad para interrogar a Smirnov, un capitán camarada acusado de traición.
No lejos de allí, se abre una puerta, en la calle Málaya Gruzínskaya, de donde sale el enano Piotr Samuílovich, actor de la Cámara de Risas del Kremlin, que se dirige a su casa en el autobús en el que viajan un grupo de Petrushkas, tras una noche de estreno. En casa le espera el robot, Egorro, con un vodka salido de una bodega situada en su mismo abdomen. Y allí, sobre un cómodo tumbón de gasa, a Piotr le espera Rita, el holograma de una deseable mujer liliputiense.
Sobre la mesa del comedor se exhibe un Kremlin de azúcar de los que los sirvientes regalaron a una multitud de niños en la Navidad de 2028 -fecha del futuro-, el día señalado en el que los colegiales visitaron la ciudadela encantada de los zares, los Soviets y los prohombres autocráticos.
Es una Rusia hipnotizada, una nación de dulzura aparente, pero que, en realidad, esconde la crueldad de un poder omnímodo.
De repente, el tiempo deja de ser la medida de nuestros actos. Así lo decide Vladimir Sorokin, el autor de El Kremlin de azúcar (Acantilado) quien coloca el pasado en el futuro y, por esta simple asimetría capaz de desafiar la incertidumbre, se convierte en un hombre odiado en la Lubianka, el viejo cuartel del KGB convertido en metáfora de la opresión.
El libro 'El Kremlin de azúcar', en Acantilado
El fabulador que reinterpreta el tiempo podría haber descubierto antes de hora -no es el caso- el día en el que los drones rusos mancillarían el espacio aéreo de Polonia o el momento en el que los tanques arrasarían definitivamente el Donbás ucraniano.
Sorokin no habla de la guerra y además hace ya mucho que renunció a la gloria o a la pena que proporcionan la sensibilidad rusa, un espacio mental desconocido en las clases medias de Occidente.
A través de una prosa original, Sorokin cuenta la tragicomedia del absolutismo sin mencionar a nadie, aunque su ficción solapa la dulzura del Kremlin infantilizado con la peligrosa escalada de Vladimir Putin en el Este de Europa. No hace tanto los generales del presidente ruso ordenaron el lanzamiento de un misil balístico sobre la sede del gobierno de Kiev, añadiendo avisos a la vecina Polonia, cuyo suelo aloja ahora restos de misiles de origen desconocido.
Putin y la OTAN
El Kremlin bebe a borbotones en la esquina de las calles Nieglinnaya y Mali Kiselni. En una taberna llamada el Moscú Feliz, situada cerca de la Plaza Roja, en la que se reúnen cada noche provincianos caídos en desgracia, mercenarios de la Bolsa de trabajo, prestamistas de las casas de empeño, chinos del mercado de la Trinidad, acróbatas del circo del bulevar Tsvetnoy, barriobajeros, verdugos, tontos de capirote, vendedores de ponche caliente, actores alcohólicos del Teatro de las Sombras y prostitutas callejeras.
Mientras el pueblo sobrevive de caldero en caldero, la política moscovita niega cualquier intencionalidad sobre la guerra sucia de Putin en la frontera de la OTAN. El Este fronterizo con Rusia y las repúblicas del Báltico están habituados a incidentes con vehículos no tripulados, cortes de cables submarinos y choques de batalla electrónica. Sobre las mareas de Riga se avistan a menudo las copas de submarinos rusos surcando aguas de naciones atemorizadas.
Régimen tribal
Sorokin ha confesado en alguna ocasión que la mayor riqueza de sus conciudadanos está reunida en las aportaciones de la literatura clásica rusa de final del XIX: “Cada vez que me encuentro en Occidente recuerdo que, como literato, juego con cierta ventaja, porque tengo dos ases en la manga: Tolstói y Dostoievski”.
En las letras de Sorokin menudean el crimen, el vodka, las ninfas inflamadas y todos los pecados de la carne. Su canto sexualizado ha protegido en parte la libertad de este autor con más de 20 novelas publicadas y traducidas a varios idiomas, y un montón de guiones adaptados al cine, el teatro y la ópera.
La frontalidad de su prosa ha sido para él una cortina salvífica frente a la torpeza asesina de un régimen tribal. Sus problemas con el poder se hicieron visibles, en 2002, cuando fue objeto de una protesta en contra de su obra Goluboe salo. La Fiscalía le acusó entonces de pornografía, tras una denuncia del grupo juvenil ultraconservador Nashi, debido a una escena de la obra en la que aparecían dos padres de la patria, Stalin y Nikita Jrushchov, en una escena sadomasoquista.
Stalin y Nikita Jrushchov, en 1936
Sorokin utiliza la objetividad arbitraria de aquel oficial del Zar en la Guerra de Crimea, que decoró la biografía del conde León Tolstói. Pero no vive de heroínas como Ana Karenina; prefiere el vellón del abrigo de Gogol, investigado por el departamento ministerial no nombrado a causa de la complejidad burocrática de sus orígenes.
Su protagonista, el funcionario Akaki Akakievich Bashmachkin, aquejado de hemorroides, se siente ofendido al suponer que sufre una afrenta por el hecho de llevar aquel vetusto abrigo, una prenda andrajosa, lo que significa para él una vulneración de los derechos imperiales del ciudadano. Así se siente Sorokin, un intelectual posmoderno empujado hacia la narrativa inconfundible de los años de Pushkin, el preludio bolchevique bajo los jardines y las noches del frío limpio, que llega de la llanura ártica.
El autor de El Kremlin de azúcar no es una versión del clásico ruso encapsulado en la compleja mente del agrimensor de Kafka. Su literatura va directa al mentón del lector; nació en un país inmenso dominado por el fuego cegador del mando. Está lejos del modelo intelectualizado, sin verse envuelto en la jerga callejera actual.
Debajo de su trazo sobrevive un antiautoritarismo feroz, mezclado con la inadaptabilidad característica del moscovita y el estilo del petersburgués elegante.
