
Max Weber
Max Weber y la teoría del poder carismático: Elogio y defensa del antipedagogismo
La deconstrucción postestructuralista aplicada a la legislación educativa europea nos ha convertido en una sociedad mucho más autoritaria, inestable, desigual y excluyente
Vienen interesándome mucho dos textos reunidos en un mismo volumen: la Sociología del poder de Max Weber (1918-1919) y las notas de Joaquín Abellán que lo preceden en la edición de Alianza (2007 y 2023). Weber analiza en estas páginas cuatro formas básicas de administración pública, con las formas de gobierno asociadas (la “tradicional”, con su subtipo feudal, la “carismática” y la “burocrática” capitalista) y nos aporta (pienso) claves valiosas para trazar una radiografía de la situación educativa española actual.
Por ejemplo, cuando escribe Abellán: “Por lo que respecta al tipo de aparato administrativo de una autoridad carismática, Max Weber contrasta sus características con las de la administración burocrática y las de la administración tradicional. La comunidad carismática es una comunidad basada en el sentimiento, en la que su aparato administrativo se caracteriza precisamente por carecer de una calificación profesional. Los miembros del aparato administrativo no son seleccionados siguiendo criterios estamentales o familiares, sino por sus “cualidades carismáticas”: el profeta se rodea de “discípulos”, el jefe guerrero de un “séquito”, un líder en general de “hombres de confianza”. A diferencia del sistema burocrático, en el “aparato” de corte carismático no hay una “carrera” administrativa ni “ascensos”, sino que solo rige la voluntad del dirigente que elige a sus colaboradores según su inspiración y atendiendo a cualidades carismáticas del elegido”.
Esta es la razón por la cual se está dando la curiosa situación en la que una propaganda machacona exige a docentes y alumnado que salven el mundo en edificios miserables y en condiciones laborales y cognitivas imposibles. Se recurre a la religión para ocultar la realidad (el pedagogismo es, sobre todo, una forma de evasión irresponsable), cuando lo que desearían los docentes es poder realizar su trabajo en condiciones dignas para todos, sin interferencias de la razón economicista en forma de recortes y de marketing interno.

'Sociología del poder'
Lo que ha venido ocurriendo en Europa y España, con el caso particularmente agudo y extremista del laboratorio catalán, es que se ha producido una intensa crisis de autoridad, una crisis de fe o de creencia en los modelos pedagogistas y competenciales, los que inspiraban la escuela comprensiva. Captando correctamente que las laminaciones logsianas no eran enteramente obedecidas, puesto que el disimulo se había apoderado de la vida del docente español, la corporación pedagogista española ha ido diseñando leyes y decretos cada vez más rígidos, coercitivos y burocratizados, en sucesivos intentos de vencer o convencer al recalcitrante docente transmisivista.
Max Weber explica detalladamente cómo un poder “carismático” puede perder aceleradamente su poder si fracasa estrepitosamente, por ejemplo en una guerra o en una competición por obtener señales divinas; en el caso de las corporaciones pedagogistas, la crisis de creencia es el resultado de ir provocando, cada muy pocos meses, resultados sociales y académicos en las antípodas de lo que prometían, hasta tal punto de que su mera existencia sea motivo de escándalo, burla y escarnio públicos.
La desobediencia discreta a través de cuatro décadas la han captado muy bien esos poderes; lo que no han sabido ver es qué tipo de liderazgo esperaban los docentes, que en general, si no forman parte del club de adeptos a la familia pedagogista, o de su clientela corporativa, echan de menos un liderazgo administrativo auxiliar, que les ayude en lugar de amenazarlos y vigilarlos, porque una gran parte de docentes españoles no comprende por qué ha de obedecer a liderazgos de tipo “carismático” basados en la ejemplaridad moral aparente. Un profesor quiere ser acompañado por un buen administrador, competente y facilitador de recursos, no guiado por un cacique o un sacerdote que impulse una revolución imposible, visionaria y megalómana. Y mucho menos con dinero público de por medio.

Un docente dando clase EP
Un profesor es un funcionario, no necesita utopías ni lenguajes redentoristas: necesita una gestión transparente que arroje resultados visibles, que haga posible un servicio público eficaz con sentido civil. La involución carismática en curso ha chocado con el instinto de servicio civil de los profesores. La ética más elemental exige al docente enseñar, informar, acompañar y potenciar, y las leyes que se elaboran con criterios economicistas lo obligan a realizar actividades antinaturales. Y de ahí la obsesión antifuncionarial, dirigida contra funcionarios, de los grandes gurús del pedagogismo. Como si ser funcionario fuera un pecado original, una mancha que hay que borrar.
Pero si se volatiliza el funcionariado, ¿qué democracia nos queda? ¿El cacicato oligárquico hoy en ascenso? Como decía, el conflicto pedagógico (o antipedagogista) actual ha de poder analizarse desde un punto de vista sociológico. Lo que está sobre la mesa es el conflicto entre un funcionariado legal que exige un acotamiento de sus funciones públicas y una revolución deconstructiva (es decir, desreguladora) que intenta forzar a los funcionarios a asumir funciones que provienen de otros servicios públicos naufragados, saqueados o directamente inexistentes.
En España se reflexiona poco sobre lo que es un funcionario. O si se hace, la divulgación no consigue capilarizarse, llegar a las mayorías. El funcionario recibe unas competencias, unas jurisdicciones concretas. A un docente de Matemáticas o de Música se le contrata para que enseñe Matemáticas y Música, no para que pinte el centro, baile con sus compañeros, juegue con puzzles o con pelotitas en horario laboral obligado por un monitor, abrace árboles, practique la psicología sin formación, o barra el suelo del patio, como ocurre en algunos centros.
Las atribuciones extemporáneas o abusivas suelen llegar de forma oral (porque el poder carismático generalmente huye de la sistematicidad escrita), y esa disposición arbitraria suele ser retirada cuando es exigida por escrito. Como explica Max Weber, en el entorno “carismático” nadie tiene claro el perfil de su actividad laboral. Cuando se trabaja en un sindicato, uno comprende qué efectos devastadores puede tener sobre la salud de un docente si en lugar de que se le exija lo que sabe hacer (y lo que consta en su contrato) se le exige que se someta a una serie infinita de favores extraños (ocuparse de la habitación de los mandalas, impartir una materia de la que lo ignora todo, naturalizar que un trabajador reciba puñetazos, espiar a compañeros, cosas así) que podrán serle recompensados con pequeños privilegios y regalos oficiosos.
Una vez más, es en Cataluña donde esta tensión se nota más. Hace unos años tuvimos hasta un conseller redentorista: hace tiempo que la agencia de protección a la juventud autonómica está llena de irregularidades y disfunciones cronificadas: si la escuela no asume ciertas atribuciones en red, nadie podrá asumirlas; el problema es que no puede, ni aunque quisiera, asumir esas cargas que la administración se niega a sanear y fomentar. En los países arruinados, se echa mano de lenguajes místicos, todo historiador sabe eso. El resultado es un sistema lujoso de promoción de utopías sociales que conforman una auténtica revolución propagandística, pero que choca una y otra vez con la realidad de una maquinaria funcionarial que se diseñó para otra cosa y que ha entrado en un proceso de implosión y degradación interna imparable. La salida es la creación (o el saneamiento) de una administración burocrática para el fomento del Bienestar Social, no la conversión del profesorado a un puñado de sectarismos desconectados de la realidad.
Esa desconexión, ese haz de dogmas extraordinariamente estimulantes pero escasamente eficientes, es lo que nosotros llamamos pedagogismo, una burocratización revolucionaria que se intenta imponer sobre las condiciones laborales del profesorado para modificarlas ilegal o alegalmente. Burocracia carismática paraoficial contra burocracia administrativa real. Anarquismo capitalista ultraneoliberal contra capitalismo híbrido y movilidad liberal. Oligarquía contra meritocracia. El recurso a gurús o a figuras mediáticas, los presupuestos paralelos que subvencionan generosamente fundaciones privadas tienen este sentido: responden a la necesidad de imponer, por la vía “carismática”, lo que no se logra imponer a base de decretos.
Pero no consiguen lograrlo. No consiguen convencer.
Lo curioso de esta revolución antiadministrativa (Weber estudia casos de transición de un sistema “carismático” a uno “racionalizado”, es decir, legal y optimizado, pero no al revés, es decir, que él nunca vio algo como lo que estamos viendo nosotros: una transición desde una burocracia liberal capitalista a una administración carismática y tecnofeudal, basada en rentas extractivas). Pero, claro, Max Weber no conoció el fascismo ni el nazismo, ya que murió el 14 de junio de 1920. Nosotros sí podemos estudiar involuciones carismáticas contemporáneas a través de la historia.
Y muchas más cosas vio Weber sobre las burocracias carismáticas: “La fuerza revolucionaria del carisma, que por lo general es enorme desde un punto de vista económico -siendo inicialmente una fuerza destructiva por ser nueva y no tener ningún tipo de “condicionamiento” previo-, se convierte luego en lo contrario de sus efectos iniciales”. Por frases como esta se conoce que Weber era un genio: todas las revoluciones acaban naufragando en un ahondamiento en aquello de lo que decían huir: los ejemplos termidoriano o estaliniano son los casos más paradigmáticos, pero tenemos modelos más a mano de involución revolucionaria: sin ir más lejos, la deconstrucción postestructuralista aplicada a la legislación educativa europea nos ha convertido en una sociedad más autoritaria, inestable, desigual y excluyente.
Como no se cansan de repetir los propagandistas pedagogistas, las reformas competenciales (las que inspiraron la LOE, la LOMCE y la LOMLOE) constituyen una revolución pedagógica, un cambio de paradigma, un cambio global de mirada destinado a adaptarse al mundo actual. Ahora bien, ¿son los procesos sociales y políticos en curso evoluciones democráticas, o por el contrario Occidente vira claramente hacia autocracias electorales y nativistas, es decir, hacia ultranacionalismos racistas? ¿A qué tenemos que adaptar nuestro sistema educativo? ¿A los sesgos machistas y militaristas de la IA? ¿A la consolidación de la oligarquía siliconiana? ¿A la refundación del Estado-Nación vigilante? Cuando Mussolini tomó el poder en Italia, el fascismo era el no va más en Europa, una auténtica novedad, y muchos incautos creyeron en ella. Ahora nos está creciendo una oligarquía tecnológica supraestatal en las narices, y tampoco queremos verla. Quizás porque hay demasiados interesados en que nadie la mire tal y como es.

Aula universitaria PIXABAY
¿Por qué han coincidido la eclosión de las competencias educativas con el auge del fascismo juvenil? ¿Por qué coinciden la banalización de los currículums académicos con la banalización del fascismo? ¿Seguimos jugando a la prestidigitación o intentamos analizar lo que está ocurriendo en la realidad? ¿Por qué resulta tan peligroso para las corporaciones pedagogistas que los docentes dejen de creer en sus figuras carismáticas, no suficientemente carismáticas, y se organicen para ejercer su profesión según sus criterios y no según los criterios de los organismos internacionales de valoración económica? ¿Por qué es tan peligroso que se enseñen Literatura, Filosofía, Historia o ecuaciones sin pantallas o con ellas con criterios didácticos, y sin imposiciones de mercado?
Esto es fácil de resolver: si los docentes se emancipan de la tutela pedagogista, desaparecerá el sentido de la profesión tutelar. El pedagogismo es el brazo secular del nuevo poder tecnofeudal. Ya que no pueden fusilar a los maestros, se les puede denigrar, humillar y desposeer de sentido civil. Se les puede desproteger y amenazar con represalias jurídicas. Se les puede obligar a obedecer currículums laberínticos, a elaborar contenido digital en tiempo real mientras dan clase, realizando dos jornadas laborales a la vez, se les puede infantilizar y caricaturizar, se les puede hundir en la desesperación kafkiana.
Sin su espacio de dominio, la revolución carismática acabará en agua de borrajas, y no podrá acceder al mercado oficial de subvenciones. Si vence la administración funcionarial, no podrá vencer la utopía desreguladora. Lo más peligroso para los lobbies postestructuralistas españoles es un cuerpo docente que haga bien su trabajo, su trabajo emancipador, sin necesidad de obedecer recetas postmodernas. Lo más peligroso para el lobby pedagogista sería demostrar que un sistema educativo sin sus recetas deconstructivas serviría mucho mejor a los objetivos culturales e igualitarios que necesita una sociedad plural y compleja.
En su artículo 'Pedagogismo (I); El aire de familia del antipedagogismo' (El Diario de la Educación, 24 de enero de 2025), el catedrático de Pedagogía Jaume Trilla insistía básicamente en dos ideas: la primera, su desconocimiento de lo que era el pedagogismo; la segunda, que a los antipedagogistas se nos podía relacionar con Vox o con fascistas. Sin duda, una inmensa contribución teórica al debate pedagógico español. Yo no voy a rebajarme a insultar y difamar al señor Trilla. Amalgamar a un buen número de autores interesantes, e ideológicamente plurales, muchos de ellos de trayectoria marxista, con la extrema derecha, es un recurso notoriamente pobre, que colinda con el insulto personal, desautoriza al emisor y degrada el espacio público de debate.
En cualquier caso, lo que demuestra es que no ha leído ni una línea de los autores que pone en la picota. Todo el mundo sabe lo que haría la extrema derecha controlando la cartera de Educación: promocionar los toros, presentarse como tradicionalistas, rescatar tics franquistas, ahondar en las políticas de austeridad ultraneoliberales, recortar hasta las chinchetas, imitar la venganza nacional-machirula de los Estados Unidos, ampliar y alentar el matonismo antiintelectualista y manipular los manuales de historia. Lo que sí haré es tratar de explicarle al señor Trilla qué entiendo o entendemos por pedagogismo y por qué defendemos ideas contrarias al ciclo jurídico pedagogista iniciado por la LOGSE y culminado con la LOMLOE.
El pedagogismo sería un integrismo pedagógico, entendido como una religión civil armada con argumentos autojustificativos cíclicos o circulares, y totalmente blindada contra cualquier tipo de análisis externo que la valide o no como fuente de reformas educativas legítimas. El pedagogismo no sería peligroso si no hubiera terminado refrendando o apuntalando ideas que consolidan la desigualdad social y, excluyen a las mayorías de las armas de conocimiento necesarias para analizar el mundo e imaginar alternativas, marginando al alumnado del sistema público de su derecho a acceder a pensamiento teorético, y convirtiéndose en el aliado más poderoso de la oligarquía tecnofeudal actual.
El pedagogismo no nos preocuparía si no se vendiera como una revolución humanitaria, cuando lo que es en realidad es el caballo de Troya de una involución antidemocrática de tipo carismático. Esto es lo que no consiguen comprender los pedagogistas, los defensores de la Revolución Postestructuralista, ya consolidada como lobby y refrendada por una abundante colección de leyes y decretos tan disparatados como declarativos. A partir de los años ochenta, los valores deconstructivos pasaron a estar al servicio de ideales economicistas, no precisamente emancipadores.
Es la extrema derecha occidental la que está intentando desregular las burocracias legales para reimplantar administraciones de tipo carismático como las que describió Max Weber al final de la Primera Guerra Mundial. Que el nuevo Emperador sea un delincuente y no una Fiscal del Estado escenifica como ningún otro fenómeno esta dialéctica entre el caudillismo carismático y la fuerza del ordenamiento legal demoliberal.
Detrás del conflicto pedagógico español late una lucha mucho más profunda que un mero sarampión: el combate entre el funcionariado que cree que una democracia ha de fundarse en un cuerpo funcionarial eficaz y los partidarios de una Democracia carismática que buscan sustituir la meritocracia por los programas oligárquicos que acaban de triunfar definitivamente en Estados Unidos.
Podemos hacer como otros, y llamar fascista o voxista al adversario político que no comprendemos y al que ni siquiera hemos leído, o podemos tratar de entender qué está ocurriendo realmente en el sistema educativo español considerado como un laboratorio de disrupción radical de signo abiertamente desregulador y neoliberal. Podemos, por ejemplo, preguntarnos por la monomanía de la emprendeduría, o la del liderazgo educativo, claramente caudillista, o analizar por qué el pedagogismo se ha convertido en una especie de marketing espiritualista, es decir, una religión civil que no quiere saber nada de los datos objetivos ni de evaluar las consecuencias de la revolución competencial, notoriamente perjudicial para todos nuestros alumnados.
Una religión fosilizada, que no sirve para liderar una escuela eficaz, imprescindible para mantener un orden jurídico democrático. El pedagogismo, por decirlo de otro modo, es una revolución permanente que adquiere tonos claramente oraculares, gnosticistas y proféticos. Encerrarse en un búnker de ideas desarrolladas entre 1970 y 1990 no me parece la manera más constructiva de afrontar problemas de hoy, problemas del 2025. Han cambiado nuestros mundos, ha cambiado la derecha, que ha tomado la iniciativa pública desvirtuando los mensajes del postestructuralismo y la filosofía debordiana para ponerlas al servicio de los nuevos teatros extremistas que trabajan para la exclusión del diferente y el disidente.
El antipedagogismo busca buenos gestores para los servicios públicos, no líderes mediáticos, ni carismas redentores. El antipedagogismo quiere rescatar el sentido de las didácticas específicas contra el empacho de teorías megalómanas que esconden muy mal una crisis de presupuestos. El antipedagogismo rechaza la política emocional y los caudillismos capitalistas, es una forma de republicanismo porque exige una administración saneada, discreta, eficaz, centrada en la formación de ciudadanos informados, libre de confusionismos, pelotazos, sectarismos y de redes clientelares. Allí donde el pedagogismo concibe una comunidad educativa como una “unidad de sentimiento”, el antipedagogismo concibe una comunidad educativa como un órgano de administración pública racionalizado y equitativo.
El antipedagogismo es el movimiento de los docentes que creen que una democracia se ha de basar en un Estado de Derecho y en una serie de derechos constitucionales que no tienen nada que ver con revoluciones místicas ni neolenguas aparentemente subversivas. Al fin y al cabo, su objetivo es preservar el sistema educativo público de su desmoche a manos de la razón economicista y privatizadora más cruel e hipócrita.
La revolución actual en Occidente sí es de extrema derecha, porque lo son el caudillaje y el tribalismo. Por estas razones, el antipedagogismo combate el intrusismo y la desviación masiva de fondos públicos a corporaciones privadas situadas fuera de la esfera del control público. El antipedagogismo es un movimiento antirromántico y materialista, que reclama un entorno laboral libre de nieblas, chantajes emocionales, anarquismos capitalistas, individualismos, mandarinatos equívocos, pensamientos mágicos, dogmas, manipulaciones oficiosas y picarescas consolidadas. El antipedagogismo exige poder servir al alumnado como se merece, con dignidad civil, responsabilidad mental, claridad expositiva y criterios racionales.