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El final del consenso perpetrado por el relámpago digital convierte a las mayorías en depositarias del símbolo que las atraviesa. Con el poder de las redes, las autocracias modernas aplican la voluntad de sus dirigentes, ganada en las urnas convertidas en el cáliz votivo de sus maquinaciones. Los comicios democráticos son el cultivo de los futuros autócratas que, una vez en el poder, confirman “la voluntad de espectáculo y el ultimátum del sentido”, según el anuncio premonitorio de Jean Baudrillard en Cultura y simulacro (Kairos), la última versión revisada por el autor.

El fin de la democracia no es solo una amenaza posible. Encaja con el fin de la historia, anunciada por figuras alegóricas, como el Zaratustra de Nietzsche y el Angelus Novus de Walter Benjamin; ambas ilustran el sufrimiento que encadena las masas al anonimato, impelidas a la guerra, la miseria y la injusticia. 

Los nuevos regímenes autoritarios se muestran sin complejos ante el mundo; celebran su éxito, como lo hace Donald Trump ante millones de americanos que le han votado y aceptan acríticamente el sentimiento identitario del líder. Cuando lanza sobre sus seguidores la esperanza de un mundo feliz, el ciudadano lo acepta porque se siente incapaz de aceptar su propia diversidad. La transversalidad de los mensajes trumpistas apela al sentimiento, el escenario redentor que ha derrotado a las ideologías tradicionales. El nuevo populismo se pone al día al postular la centralidad del pueblo sobre cualquier linaje intelectual o social. La mayoría de quienes le han convalidado se expresan a través de categorías éticas, porque la esfera de los derechos civiles no forma parte de sus prioridades. 

Imagen de Trump con la bandera americana DANIEL ROSELL

Algo similar ocurre en un país de rango muy inferior, como la Venezuela de Maduro, conectado con su predecesor, Hugo Chávez, a través de la santería cubana (El dictador y sus demonios; de David Placer). El mismo fenómeno se reproduce en pequeños países centroamericanos bajo las garras del populismo, como El Salvador de Bukele o la Nicaragua de Ortega, dos políticos que han suspendido constituciones y modificado a su antojo la composición de los altos tribunales. Bukele respeta la diversidad religiosa, mientras manifiesta mantener una relación personal y directa con Dios. “Su diálogo con el Cielo trasciende las paredes de cualquier templo”, escribe Giovani Galeas en Nayib Bukele: La indignación estratégica; Market SV). La relación de estos líderes con sus bases ha reforzado los lazos entre “el trono y el altar”, poRque “quien se aleja de Dios terminará alejándose de los poderes terrenales” (Heinrich Heine).

El Cono Sur latinoamericano cuenta con dos ejemplos, extremos casi escatológicos, de la fusión mística entre los caciques y sus pueblos. El primero, Javier Milei, presidente de Argentina, ha manifestado que Dios le encargó la presidencia del país y resulta burdamente mágico en su avistamiento de la Resurrección de Cristo, descrita por Juan-Luis González  en  en El Loco (Planeta). El segundo caso, el de Brasil de Bolsonaro, resulta abrasador. En las elecciones de 2022, los evangelistas y los católicos representaban el 90% de los 150 millones con derecho a voto; la teología utilitaria se dejó sentir entre la derecha dura y la izquierda clásica. Los votantes se escindieron entre los partidarios del Dios de Bolsonaro, el de la ira y la venganza necropolítica, frente al Dios católico de Lula da Silva, argumento de la espiritualidad evolutiva del jesuita francés, Theillard de Chardin. Fue una contienda entre dos iglesias: la sectaria y la romana, con los programas políticos lejos del debate.

Nayib Bukele, presidente de El Salvador Europa Press / Ron Sachs

Los tiranos del siglo XXI conocen la geopolítica. La clásica edición de fin de año del The Economist, dedicada esta vez a lanzar pronósticos sobre el año 2025, arranca en portada con un montaje iconográfico bajo el signo de Saturno; habla de la desestabilización de las alianzas internacionales, de la erosión de la democracia bajo la incidencia negativa de países, como China, Rusia, Irán o Corea del Norte, los “cuatro del caos” (así les llama The Economist), naciones con sistemas políticos disfuncionales y concernidas en el repliegue mesiánico de sus líderes. Sus tradiciones religiosas actúan como un decorado detrás del cual se mueve el carácter sagrado de su fundación política. 

China y Rusia utilizan respectivamente estandartes confucianos y bizantinos; Irán, que ha sido una dictadura desde la Revolución Islámica de 1979, mantiene la salvaguardia del dogma coránico de una Constitución teocrática, mientras que, la Corea del Norte de Kim Jong-un actúa como una teodicea del mal encarnado en el enemigo occidental. 

La mecha del poder autocrático se extiende por Europa; recala en la Italia de Meloni, prepara su asalto en la Francia de Le Pen o en Suecia y gobierna ya en Finlandia, en un gobierno de coalición. El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, lleva quince años dirigiendo el país centroeuropeo contra la ruina moral de un pasado autoritario y lo hace debilitando, a los ojos de todos, la democracia que lo aupó. Se vale de principios morales para efectuar cambios legislativos destinados a mantenerse en el poder y, por debajo de la oficialidad, propugna la reconstrucción de la “civilización cristiana” en las escuelas y los centros de formación universitarios. 

Putin en un submarino / EFE

Por su parte, Vladimir Putin ha encontrado su última ratio en la “legalidad epistemológica” creada por Moscú. Cirilo, el patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa, cabeza de una comunidad de decenas de millones de fieles cristianos, aparece públicamente al lado del presidente ruso para confirmar que la invasión de Ucrania es un paso innegociable en la recuperación de la Santa Rusia. Pero esta confesión teológica es una apariencia; el rito bizantino solo otorga honores a la influencia ejercida sobre Putin por parte de figuras en la sombra, como el filósofo Alexander Duguin, defensor del choque necesario entre Euroasia y Occidente. Moscú es la Tercera Roma, heredera espiritual de los imperios romano y bizantino, que resiste frente a las amenazas de la modernidad liberal y el multiculturalismo. Putin es presentado por la camarilla de Duguin como el líder mesiánico que sintetiza la salvación del pueblo en comunión con Dios. 

En el Oriente próximo, el expansionismo de Netanyahu lleva impreso el sello sionista del antiguo Irgún. “El giro conservador de Tel Aviv ha trasformado el Estado de Israel en Estado Judío”. Así lo define Enzo Traverso en El final de la modernidad judía (Prismas) y así lo aceptan las democracias liberales que hicieron de la memoria del Holocausto, una “religión civil”. El pueblo paria ha existido como beneficiario de un pasado en el cual el Occidente democrático busca medir sus virtudes éticas. Sin embargo, el exterminio de Gaza, como reacción al ataque terrorista de Hamas, cancela el pasado laico y democrático de Tel Aviv. 

El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, y su homólogo israelí, Benjamin Netanyahu EUROPA PRESS

El salto identitario de políticos como Putin, Trump o Netanyahu no representa, como se ha dicho, una regresión al fascismo, sino un simulacro dirigido a una mayoría que descansa sobre una idea de Dios. La apelación de los poderes absolutistas a las masas existe en tanto que desaparecen las causas sociales y se imponen los resbaladizos principios éticos de una mística más que de una religión. Las autocracias modernas exaltan el momento de la fundación con el mismo entusiasmo que lo hizo la antigua Roma: “En Roma, desde el comienzo de la República hasta el final de la era imperial, se encuentra la convicción del carácter sagrado de la fundación”, escribió Hanna Arent en ¿Qué es la autoridad? (Página indómita).

Cuando un autócrata sube al poder, el pasado deja de ser la referencia, como explica la pintura de Paul Klee, Angelus Novus, analizada por Benjamin. El filósofo de la Escuela de Frankfurt escribe que el ángel de Klee quiere detener su vuelo para despertar a los muertos y reparar la destrucción, pero se lo impide una tempestad, enviada desde el Paraíso, que no le deja cerrar sus alas. Solo le queda seguir la corriente incontenible y volar hacia el futuro. 

Salvando las distancias, los casos de Putin y Netanyahu muestran un paralelismo con figuras muy consolidadas en poderes marmóreos -alejados de la democracia- como el del presidente chino, Xi Jinping, lector de libros sapienciales como el I Ching o Libro de las mutaciones, El renombrado  tratado de adivinación es el oráculo venerado tanto en el confucianismo como en el taoísmo. Jinping, heredero de la partitocracia comunista, analiza el mundo a partir de los poderes adivinatorios y se considera a sí mismo un correlato político de las figuras morales de las escrituras sagradas. Es el elegido; y no le hacen falta explicaciones ante las comunidades chinas que predican la meditación y rechazan la reencarnación. 

El presidente chino, Xin Jinping, en una imagen de archivo Europa Press - CGTN/PR NEWSWIRE

En Oriente y Occidente, como en el antiguo Imperio Romano, “las masas no irradian”, -escribe el Premio Nobel Elías Canetti en Masa y poder; (Muchnik)- sino que expresan el temor de la sociedad ante el “momento de la supervivencia”, sin referirse a los totalitarismos del nazismo o del comunismo soviético, que han sido una forma de control, pero no la única. En La voluntad de poder (Biblioteca Edif)Friedrich Nietzsche relata el encuentro entre un poeta y un rebaño, y advierte de la envidia que aquél siente hacia el animal en un perpetuo estado de felicidad. El rebaño no tiene nociones del tiempo que lo remitan a un pasado o futuro, por lo que se sitúa en el presente, mostrándose tal cual es. Esta parábola enmarca el humus social de las mayorías que eligen con su voto a los autócratas del mañana. 

Gilles Deleuze y Félix Guattari, en Nietzsche y la filosofía (Anagrama) añaden que el abuso de poder es hijo de la nostalgia y sobrevive en la ontología de las naciones: “La memoria apuntala las fuerzas reactivas, percibidas como evocaciones que se corresponden con un espíritu de venganza, con un rencor y resentimiento oculto, quizás con un sentimiento de culpa y de impotencia”.  Deleuze y Guattari ofrendan así al maestro del santuario alpino de Sils María: “un exceso de historia daña a lo viviente”.  Y en un esfuerzo por liquidar el peso del materialismo histórico que combatió el filósofo, Christian Niemeyer zanja la cuestión:  “un exceso de memoria conspira en contra de la vida” (Diccionario NietzscheBiblioteca Nueva). 

Hoy, por un cúmulo de circunstancias que tienen a ver con las privaciones económicas, el rencor contra los instalados o los sectarismos mesiánicos, las mayorías aceptan la subversión del orden civil de la democracia, propuesta por las autocracias. Dostoievski señorea el Kremlin y duerme en la Casa Blanca. El nihilismo ha ganado a la memoria, mientras el futuro se abre a las volátiles teodiceas que, en el terreno de lo civil, se oponen al aborto y propugnan terapias de conversión para los homosexuales.

El desembarco de las autocracias levantadas por el consenso de grandes mayorías “nos exige una crítica profunda del progreso que domina la modernidad”, en palabras de Michel Foucault, anticipándose medio siglo. Devenir, contingencia e interrupción son ahora los ejes. Las líneas maestras del gran cambio, que pronostica The Economist.