El avance imparable de las nuevas tecnologías asombra al mundo, altera los hábitos sociales y, al menos para las generaciones nacidas durante los últimos treinta años, ha cambiado por completo la vida cotidiana. Inmersos en tan colosal fascinación, nadie parece haberse hecho, sin embargo, la pregunta nuclear de la filosofía política: ¿las máquinas (que ya nos gobiernan) son amigas o enemigas? La célebre distinción de Carl Schmitt, que sitúa el antagonismo en el centro de las relaciones sociales, ha sido desactivada por arte de magia, al tiempo que se extiende la sensación de que la nueva era digital –un universo que surgió como supuesta alternativa al capitalismo y ha terminado convirtiéndose en la última de sus grandes metamorfosis– sólo es el preludio de la creación de una civilización post-humana.
La historia del siglo XX, que para los nativos digitales equivale a una prehistoria sin internet, móviles y redes sociales, demuestra que bajo las falsas utopías de liberación, sean patrióticas o internacionalistas, nacionalistas o proletarias, a menudo se esconde la faz (oscura) de depuradísimas formas de esclavitud, dogmatismo y muerte. Esta analogía puede provocar desconcierto: comparar la entronización del algoritmo, criatura sin encarnación, una matemática abstracta, con los horrores del nazismo o del comunismo suele juzgarse como exageración o dislate. Pero todos estos fenómenos comparten el mismo principio, una idéntica actitud: desligar al hombre de su condición humana, arrojándolo hacia otro lugar.
El escritor mexicano Juan Villoro (1956), del que la editorial Anagrama acaba de reunir en un compendium sus dos libros de excelentes ensayos literarios –Efectos secundarios y De eso se trata– acaba de publicar en este mismo sello (barcelonés) un libro importante: No soy un robot. Una encendida defensa en favor de la lectura (en papel) enunciada desde el más absoluto realismo, ese patrimonio de la inteligencia que, debido a la deriva del paradigma tecnológico, cada día se está convirtiendo en un tesoro escaso. La sensación es compartida: habitamos en un mundo que, salvo por el peligro del cambio climático, no es demasiado diferente al de nuestros antepasados. Lo que sí ha cambiado por completo es el ecosistema social. La realidad cultural a partir de la cual funciona nuestro cerebro.
Ante esta evidencia únicamente cabe tomar una posición política. Es decir, de combate. Es lo que hace Villoro en esta obra, donde formula su método de resistencia ante la omnipresencia tecnológica. No consiste en su negación, sino en una advertencia. Un ritual de prevención ante el peligro –nada abstracto– de acabar convertidos en las marionetas de esta nueva época digital. En las cobayas de la última fase del capitalismo. La diferenciación de Carl Schmitt entre un aliado o un adversario no presupone necesariamente un juicio moral. El enemigo no es bueno o malo. Es aquel que niega mi propia condición, tratando de imponerme la suya. En este caso, la disolución de la condición humana en favor de una naturaleza en la que lo artificial devora a lo biológico y la verdad empieza a ser indistinguible de las mentiras.
Villoro no es un pensador extremista: desea –igual que todos– participar de las posibilidades de la era digital, pero sin someterse a la dictadura de las máquinas ni asumir los intereses del tecnopolio que gobierna el universo digital. Por eso No soy un robot está concebido un libro periodístico. Es una crónica (muy bien documentada) de nuestra época. Un viaje alrededor del caos que rodea a todos los verdaderos cambios de época. De su lectura se sale inquieto y bastante preocupado, pero también más sabio y consciente de la doblez de las cosas.
Que cuatro grandes compañías tecnológicas dominen el 70% del tráfico digital es ya un hecho y, al mismo tiempo, un síntoma del mundo que se está configurando a nuestro alrededor sin que seamos conscientes, salvo de forma epidérmica. El valor bursátil de estas compañías tecnológicas equivale a todo el PIB de Francia, la séptima economía global: 2,6 billones de dólares. Un negocio colosal que, dentro de un lustro, se calcula que moverá 13 billones de dólares e influirá –en términos mercantiles, pero también ideológicos– en 5.000 millones de personas. El gran peligro –explica Villoro– es que este extraordinario poder global se desligue del interés general y obvie el bienestar común. Cosa que ya sucede, puesto que buena parte de sus beneficios proceden de la venta masiva de los datos personales de sus usuarios.
Los tecnólogos ya no son aquellos simpáticos estudiantes que, en el garaje de su casa, soñaban con cambiar las cosas a través de aplicaciones, sistemas operativos y programas informáticos. Ahora actúan como depredadores que, al modo de Elon Musk o Zuckerberg, ejercen de emperadores de un universo poblado por pantallas y dispositivos móviles. No se trata de una novela de ciencia-ficción –aunque la literatura distópica sea ya el nuevo género realista– sino de una evidencia: la industria de la tecnología, en busca de la optimización de sus beneficios económicos, está saqueando la identidad de todo el planeta y se muestra alérgica a cualquier iniciativa pública de control democrático o reforma legislativa.
Para combatirla –sin prohibir nada: es absurdo ponerle puertas al campo– sólo cabe encabezar una rebelión pacífica. Practicar una resistencia que, para Villoro, pasa por la lectura y por la reflexión. Por la voluntad de salvar al humanismo de este nuevo naufragio que, según el escritor mexicano, nos conduce a otra Edad Media (alumbrada con la luz de los ordenadores y los teléfonos inteligentes, en lugar de con antorchas), marcada por los dogmatismos de la corrección política y la propaganda. La tecnología, cuando deja de ser un medio para convertirse en un fin, esclaviza: las máquinas cada vez son más inteligentes y nosotros, menos. La evidente resurrección de los totalitarismos populistas es una consecuencia más de este estado de cosas, cuyo Pantocrátor es el sagrado algoritmo.
La propuesta de Villoro puede parecer una idea ingenua, incluso un ejercicio nostálgico de melancolía estéril. Para neutralizar esta impresión el escritor mexicano recurre al poder de la ficción, capaz de dotar a su análisis de otra perspectiva. Así es como invierte los términos del paradigma digital en el mejor capítulo de su ensayo: ¿qué sucedería si, en lugar de venir del mundo analógico, imaginásemos que nuestra civilización fue, desde sus orígenes, una cultura digital? ¿Qué cambios provocaría la invención del libro, ese objeto perfecto e insuperable, en esta suposición imaginaria? Todas las cualidades “disruptivas” –por usar el neolenguaje vigente– que se adjudican a las pantallas se concentrarían de repente en la tecnología de la imprenta. Costes aparte, la fábula evidencia que el humanismo, tal y como ya sucedió en el Renacimiento, es capaz de garantizar una reserva de inteligencia compleja, no dirigida por poderes ajenos al individuo y vacunada ante la polarización partidaria.
“Si todavía me diferencio de los robots” –escribe Villoro– “es por mi manera de leer el mundo”. El verdadero lujo no consiste en tener un Iphone de última generación. Es seguir contemplando, entendiendo, sabiendo y percibiendo que la realidad todavía existe. La única actividad humana capaz de articular esta resistencia humanística frente al diktat de la tecnología es la lectura. “Las islas de lo auténtico forman archipiélagos”, insiste el ensayista mexicano, consciente de que, a lo largo de la historia, no han sido las masas, sino las minorías ilustradas, las que han hecho cambiar las cosas a través de las ideas. Su pronóstico nos remite a Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury en la que los hombres memorizan libros y forman comunidades que leen y mantienen viva la vieja cultura.
Frente a quienes defienden una memoria oficial, buscando una revancha que los hechos no admiten, porque sucedieron como sucedieron, y no de otra manera, las bibliotecas y los libros desmienten la creencia, tan extendida, de que nuestra sociedad es la primera en todo. Un espejismo cuya mecánica requiere la abolición total del pretérito. Los libros –“la literatura evidencia que el pasado tiene futuro”, escribe Villoro– conservan lo mejor de lo que somos. Son una profecía y el antídoto frente a un mundo en el que todos, en mayor o menor medida, nos hemos convertido en mercancía, junto a nuestros datos, gustos y vicios. En el que lo realmente revolucionario es la defensa del humanismo que representa el libro.