Dos mujeres están asesinando a un hombre. El pretexto, la trama de la historia, es el mito de Judith, la viuda judía que decide usar su belleza para seducir y asesinar a Holofernes, el General que asedia con sus tropas la ciudad de Betulia, donde vive la hermosa dama. Así que ahí va, toda engalanada dispuesta a acabar con él. Se gana su confianza, consigue meterse en su tienda y cuando ambos se quedan solos, una vez Holofernes está ya tendido en la cama, borracho perdido, Judith decide decapitarlo con lo que, finalmente, salva su ciudad.
Artemisia Gentileschi fue la autora de este cuadro de belleza siniestra, que exhuda el tenebroso resplandor que la artista aprendió de las obras de Caravaggio, la difícil técnica de sacar luz de la oscuridad, de trazar el convulso perfil de la anatomía humana que late en el sexo y en la muerte, y con el que parece rubricarse el efímero espacio de tiempo, tan barroco, de la vida que empieza y acaba en un ciclo rematado por la sangre, del parto a la tumba, mientras se lucha desesperadamente por huir de lo inevitable.
Gentileschi fue víctima de una violación, lamentablemente, sea más conocido este hecho que su obra, pero ahí estamos otra vez y vale la pena darle un par de vueltas a la idea, porque, desde luego, su Judith y Holofernes hablan con voz propia. La interpretación generalizada sobre este cuadro suele versar sobre el tema de la venganza. Un ajuste de cuentas de esmerada pulcritud técnica con que Gentileschi debía pretender devolver el golpe al supuesto amigo y colega de profesión, el pintor Agostino Tassi, que un día decidió que había que castrarla. A estas alturas, tal vez no haga falta señalar que una violación es una de las tantas, variadas e imaginativas formas de castración femenina con que la masculinidad ha venido afianzando su atávico poder. De hecho, si seguimos la interpretación psicoanalítica en que la espada reproduce un símbolo fálico, en su conjunto, la obra viene a trazar la parábola de una castración, eso sí, se asume que masculina. Es decir, vemos a una Judith-mujer que está castrando a un Holofernes-hombre como venganza por el crimen del que la joven Artemisia fue víctima. Artemisia le devuelve la castración a su agresor.
El juego de las geometrías
Tiene sentido. Sin embargo, lo peor para Artemisia aún estaba por llegar. Un año después de lo sucedido, la artista denunció a Tassi solo para ver cómo se giraban las tornas y, como todavía sucede hoy, siendo ella misma la juzgada. Con su testimonio puesto en duda (ya sabemos que las violaciones son rarísimas y que no suceden casi nunca en este mundo), no debió tardar mucho en darse cuenta de que el brutal acto de violencia que había sufrido no era sino el principio del mecanismo por el que se la estaba reduciendo a su papel de mujer, es decir, al de vagina y útero creados para parir la descendencia de un hombre, minimizada a ser lo que al cuerpo masculino le falta, unos órganos sexuales que, con todo, pronunciaban palabras como si hubiera algo más. Su razón, su lógica, su pensamiento, sus emociones, su dolor, su palabra carecían de todo valor y fundamento, tan solo un eco. No era ella contra él. Era ella contra todo un sistema que la estaba produciendo como mujer, algo que seguramente ni tan solo logró entender en un primer momento. Era ella contra el poder.
Fue Michel Foucault quien nos habló del papel de la geometría y de los espejos en el Barroco. A raíz de su análisis de Las Meninas, incluido en su libro Las palabras y las cosas, Foucault nos desvela el juego de geometrías con que Velázquez traza los contornos de la invisibilidad mediante un juego de espejos que enfocan hacia lo que se encuentra a nuestras espaldas, lo ignoto que nos acecha, la historia que nos observa, aunque jamás sabremos a ciencia cierta qué es, porque el lienzo en el que Velázquez pinta permanecerá para siempre girado hacia él, está en ello. A la vez, el pintor quita relevancia, sitúa en último término, reencuadrándolo en un pequeño espejo al fondo, lo que vendría a ser la respuesta más obvia: Velázquez está pintando a la pareja real: Felipe IV y Mariana de Austria. Será que esa es nuestra historia aunque ciertamente no sea más que una pequeña parte de la verdad, oculta en el lienzo (la verdad es oculta por definición), y que, por si fuera poco, se aleja de la realidad. Efectivamente, la pareja real es lo único ficticio en el cuadro. Velázquez estaba pintando frente a un espejo y con ello dio lugar a todo un fascinante juego de simetrías con el que proyecta una narrativa de ficción de la que nos hace partícipes y espectadores a un mismo tiempo. Ciertamente no quiere desvelarnos lo que ocurre a nuestra espalda, pero quienquiera que observe el cuadro sabe lo que pasa a la espalda del pintor: las niñas acaban de entrar en la sala. En conclusión, un delicioso juego de muñecas que todavía da un infinito más de sí, en el que tanto Velázquez y las niñas, por un lado; como quienes los miramos, por el otro, nos percibimos al otro lado del espejo, apenas un reflejo en busca de la realidad.
Así pues, si traspasamos la idea de que en el Barroco la realidad no es idéntica sino simétrica al cuadro de Gentileschi, cabe plantearse si, al contrario que en Las Meninas, la pintora se atrevió a darle la vuelta al lienzo ante el espejo de la posteridad, ante quienes hoy observamos el cuadro. Conscientes de que estamos al otro lado del espejo, admitamos que Judith y su doncella no son ellas, sino el violador, y que Holofernes, el audaz y fuerte General que creía haber conquistado el mundo, a las puertas de rendir a toda una ciudad, confiado de la bella Judith hasta el punto de quedarse a solas con ella, es, en realidad, la misma Artemisia. Volcado sobre la cama, las piernas entreabiertas con las rodillas desnudas al aire, tal y como ella sufrió el crimen, el rostro desencajado por el horror y el dolor ante la furia y la crueldad con que siente que la espada (símbolo fálico) le desgarra penetrándole el cuello por lo que se ve incapaz de gritar (su agresor le tapó la boca con un pañuelo), le va desgajando el cuerpo de la cabeza (tal vez una disociación), luchando con sus manos impotentes constituye el trasunto de una escena sospechosamente parecida a la agresión que ella relató. Sin más cultura de la imagen que cuadros y esculturas en que las violaciones aparecían como actos eróticos, a veces incluso hasta festivos, pensemos en el Céfiro y Cloris de la Alegoría de la primavera de Botticelli, de qué otra forma Gentileschi hubiera podido relatar la escena de una violación si no fuera porque sabía de lo que hablaba, porque, al fin y al cabo, ella misma la había sufrido.
Cuatrocientos años después podemos mirar el cuadro de cara, porque hoy sí la creemos, mediante un proceso de identificación por género, que es lo que permite rendir la lectura de la venganza. Pero hasta qué punto Artemisia Gentileschi podía esperar ninguna solidaridad para con la figura de Judith más allá del relato bíblico, en su identidad de género. Con el género ante el espejo, la artista parece haber encontrado, más que venganza, la definitiva denuncia de un crimen que se le había negado, puesta su palabra en duda, viéndose en el proceso de tener que probar que era cierto lo que debió dejar su huella. Dando la vuelta al lienzo ante el espejo, Gentileschi no oculta, sino que nos descubre la historia invisible, la que sigue oculta a nuestras espaldas: la larga historia de la castración femenina. Venganza o denuncia, Gentileschi ha resistido a ambos lados del espejo en una obra que, una vez traspasado, se quedó para hacer justicia.