Los llamados 10 mandamientos se ofrecen en diversas versiones, según las creencias de sus seguidores. Aunque todas tienen algo en común: uno de esos mandatos formula una prohibición taxativa: “No matarás”. Puede ser el quinto (para católicos y luteranos) o el sexto (el Talmud, ortodoxos y calvinistas). Pero ahí está siempre: “No matarás”. Los judíos no son proselitistas y, por lo tanto, no han necesitado explicar al mundo que ese mandato es universal. Para ellos está claro que se trata de una norma que rige única y exclusivamente en el interior del pueblo elegido. Los demás no cuentan y pueden ser masacrados a conveniencia. Lo está haciendo estos días en Gaza el gobierno de Israel, con amplio apoyo del conjunto de la población israelí y la bendición de su Dios. Aunque conviene no confundirse: una cosa es el sionismo, ideología que se basa en la herencia genética y la creencia en la veracidad literal de determinados textos bíblicos, y otra el judaísmo, que no tiene por qué asumir la literalidad de los mandatos. El gobierno actual de Israel es sionista. No todos los judíos lo son.
La actuación del ejecutivo de Benjamin Netanyahu abre pues un debate para el resto de religiones del libro (cristianos y musulmanes). El cristianismo sostiene que los mandatos de Dios son revelados, pero también accesibles por la razón humana ya que están inscritos en la conciencia de cada individuo. Son, por tanto, universales.
Los mandamientos aparecen, según la narración bíblica, en un momento históricamente anómalo. La versión dominante de las fases de la historia humana sostiene que los hombres fueron primero nómadas y, después, sedentarios. Es lo que se ha dado en llamar la revolución neolítica, aunque hay autores como David Graeber y David Wengow (véase su libro El amanecer de todo) que alertan al respecto y señalan que el paso del paleolítico al neolítico no fue ni lineal ni revolución, sino una serie transformaciones a lo largo de unos tres mil años.
Al margen de estas consideraciones, lo cierto es que tanto el Éxodo como el Deuteronomio describen la promulgación de los mandamientos como un hecho ocurrido durante los 40 años en los que Israel vivió errante por el desierto tras haber abandonado Egipto. Es decir, los israelitas eran una comunidad sedentaria que, de pronto, se convirtió en nómada. No es el único caso en la historia, pero tampoco algo frecuente. Y un hecho así no deja de tener sus consecuencias respecto a las estructuras internas de la comunidad.
En las tribus nómadas el poder reside en los jóvenes que tienen la fuerza y, por lo tanto, están más dotados para la caza, primera fuente de recursos del colectivo. En las sociedades sedentarias, en cambio, el poder deriva de la acumulación de bienes, un hecho generalmente asociado a la edad. Se da en los ancianos. El paso del sedentarismo al nomadismo por parte de Israel exigió la promulgación de una normativa que mantuviera el poder en manos de los mayores en vez de pasarlo a los jóvenes. Ésa es la función del mandato “honrarás a tu padre y a tu madre”. Es evidente que en los diversos libros bíblicos los términos “padre” e “hijos” no tienen el sentido biológico actual.
La existencia de Dios
Aciertan, por tanto, los judíos creyentes: el pacto entre su Dios y Moisés, los 10 mandamientos, rige sólo en el interior de su propia tribu y no es en absoluto de aplicación universal.
En realidad, tenía razón Kant: sólo una moral autónoma puede reivindicarse como universal. Otro asunto es construirla.
Que la mayoría de la gente, incluidos musulmanes y cristianos, lo ha entendido siempre así es una obviedad histórica. De ahí que no hayan tenido reparos en acometer cuantas guerras han creído necesarias. Eso sí, se han visto obligados a justificar la violencia ya que, al menos en teoría, matar estaba vetado por mandato divino. Un veto que no afecta al sionismo.
El decálogo incluye diez mandamientos, agrupados en dos partes: los que establecen la relación del hombre con Dios y los que regulan las relaciones puramente humanas. Esta división es apreciable en la iconografía de Moisés bajándolos del Sinaí, donde Dios le había hablado a través de una zarza ardiendo. Lleva dos tablas en las que figuran grabados, según los redactores del texto, por la mano de la divinidad.
No hay unanimidad en cómo deban distribuirse. La tendencia del arte a cierta simetría ha llevado a que con frecuencia se coloquen cinco en cada tabla, aunque ya el gnóstico Filón de Alejandría propuso esa división, incluyendo entre los cinco primeros el respeto a los mayores. Aducía que este era un mandamiento propositivo, mientras que los le que siguen sólo prohiben.
Otra tradición, que se remonta a Agustín de Hipona, dispone tres en la primera tabla y los otros siete en la segunda. Es la adoptada por el catolicismo, al interpretar que los tres primeros (amarás a Dios sobre todas las cosas; no tomarás el nombre de Dios en vano; santificarás las fiestas) son fundantes. Sólo si se asumen, lo que implica aceptar la existencia de Dios, tiene sentido reconocer que los demás obligan.
De hecho, todos los que siguen tienen que ver con un posible uso de la fuerza y ordenan restringirla y someterla a reglas, como vía para garantizar que los mayores sean quienes dicten las normas y se les reconozca, consiguientemente, un papel preponderante aunque no tengan ya el poder que tuvieron como propietarios en la fase sedentaria. El primero de estos mandatos es claro al respecto: “honrarás padre y madre”, pero las prohibiciones de matar (quinto), fornicar (sexto) o robar (séptimo), que en cierta manera reaparecen en los mandamientos noveno y décimo, son también limitaciones a quien puede usar la fuerza para ello. Y los jóvenes son, por lo general, más fuertes que los ancianos. Queda únicamente como mandato que alcanza a todos sin distinción de edad el octavo (no levantarás falsos testimonios ni mentirás) propio de una sociedad mercantilizada, en la que la fama resulta esencial para las transacciones.
Las historias que narran los diversos libros bíblicos establecen claramente que la prohibición de matar (y robar o apropiarse de mujeres ajenas) es un mandamiento interno para la tribu.
Un ejemplo clásico: son (¿eran?) conocidos los nombres de los 12 hijos de Jacob porque dan nombre a las 12 tribus de Israel. Pero Jacob no tuvo sólo 12 hijos. Tuvo además una hija, Dina. Una bella muchacha, según la narración, que obnubiló a un vecino llamado Siquén, hijo de Jamor. El joven la violó, pero estaba enamorado y pidió a su padre que hablara con Jacob porque quería desposarla. Así se hizo, pero los hijos de Jacob receleban de que la joven viviera con alguien que no estaba circuncidado. Jamor y Siquén accedieron a circuncidarse, pero aprovechando la debilidad que les producían los dolores de la circuncisión “dos de los hijos de Jacob, Simeón y Leví, tomaron sus espadas y atacaron ferozmente la ciudad, matando a todos los hombres. Mataron a Jamor y a su hijo Siquén. Luego tomaron a Dina y se fueron. Después los otros hijos de Jacob, pasando sobre los cuerpos, saquearon todo lo que había en la ciudad, porque Siquén había deshonrado a su hermana. Tomaron sus rebaños, su ganado, sus burros y todo lo que había en la ciudad y en los campos. Capturaron sus riquezas, sus mujeres, sus hijos y todo lo que tenían en sus casas”.
Traer la espada en la tierra
No fue la única vez en la que los israelitas pasaron a cuchillo a toda una población. Y si no lo hacía ellos, el propio Dios, supuestamente justo y misericordioso, provocaba muertes sin cuento ni proporción con el daño recibido. Ya poco antes de partir de Egipto y ante la negativa del faraón a dejarles marchar, el señor de Israel mandó a un ángel para que matara a todos los primogénitos de los egipcios. En otra ocasión “salió el ángel de Jehová, y mató en el campamento de los asirios a ciento ochenta y cinco mil; y cuando se levantaron por la mañana, he aquí que todo eran cuerpos de muertos”.
Netanyahu no actúa solo cuando masacra Gaza (o cuando los colonos ocupan territorio de los palestinos con asentamientos). Cumple las órdenes de su Dios con quien sus antepasados firmaron una alianza en el desierto. Y cuando les guiaba hacia la tierra prometida, les ordenó entrar en las posesiones de las tribus vecinas, expulsando a los que allí estuvieran aunque sean “naciones mayores y más poderosas que tú” y “cuando las hayas derrotado, las destruirás del todo; no harás con ellas alianza, ni tendrás de ellas misericordia”.
La Biblia no es, desde luego, una buena fuente histórica. Hay que leerla más bien como un conjunto de mitos que buscan justificar el presente, las situaciones de dominio del presente. De ahí que dibuje a los personajes como ejemplos a seguir. No obstante, Israel sigue las sugerencias del Antiguo Testamento al pie de la letra. No así las del nuevo, que narra las idas y venidas y enseñanzas de un Mesías al que no reconoce. Un Mesías que, según los cristianos, es el Dios del amor, aunque no condenó ninguno de los hechos y mandatos del pasado. Así se expresa sobre sí mismo, según recoge el Evangelio de Mateo: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra”.
Como propuesta de ética, es difícil encontrar otra más clara y fácil de entender.