Lo explicó en una ocasión Fernando Savater: los griegos nunca mencionaban a Atenas, salvo como enclave geográfico, para referirse a su comunidad política. Hablaban de los atenienses. La distinción es sustancial, por cuanto induce un sentido distinto al meramente referencial a la idea que tenemos de una ciudad. Además de un espacio físico, una urbe representa unos valores.
Es el resultado de una civilización y la antítesis de otras. También es una suerte de obra (imperfecta) de arte. Un cofre donde se guarda eso que todavía llamamos cultura, cuyo rastro histórico puede catalogarse a partir de un rosario de lugares –París, Nueva York, Viena, Londres, La Habana, Buenos Aires, Los Ángeles, Jerusalén– dispuestos sobre un mapa.
Berlín entra dentro de esta categoría de ciudades-palimpsestos que son como manuscritos donde la mano de los hombres ha escrito una y otra vez sobre los versículos trazados por sus antecesores sus fugaces ambiciones. Pocas urbes como la capital de Alemania, situada a caballo entre los confines del Norte de Occidente y el inmenso y desconocido atlas del Este, representan las maravillas y las pesadillas de Europa.
Su genética, igual que un ser humano, está hecha con esa materia rotunda e invisible que es el tiempo. Todos somos (de una manera) porque antes fuimos. Con Berlín pasa lo mismo. Es la suma de todo lo que a lo largo de siglos ha ido siendo, especialmente a lo largo y ancho de la pasada centuria, cuando los grandes totalitarismos (fascismo y comunismo) hicieron de sus calles su particular campo de batalla y la convirtieron (a su pesar) en el espejo donde se reflejaba y quebraba la historia.
A las ciudades, como saben los viajeros, hay que contemplarlas desde ángulos diferentes. Nobles y plebeyos. Desde el suelo y desde aire. Cada una de estas miradas ofrece una perspectiva distinta del caleidoscopio humano que representan. El periodista Sinclair McKay, autor de Berlín. Auge y agonía de una ciudad en el centro del mundo (Taurus), que ya había tratado el tema alemán en su libro Dresde 1945. Fuego y oscuridad, ha elegido esta perspectiva panorámica, con avances y retrocesos en el tiempo, para condensar las últimas décadas del devenir de la capital alemana.
Su ensayo, escrito a la británica (esto es: centrado sobre todo en el relato de hechos y personajes), sintetiza el viaje extremo de los berlineses a través del tiempo más reciente. Se trata de un trayecto aceleradísimo que comienza tras la Gran Guerra (1919) y llega hasta la caída del Muro. Un recorrido similar al de una montaña rusa, con cimas gozosas y hundimientos terribles.
Berlín fue la capital de las vanguardias de entreguerras, un espacio liberado de la moral protestante, un admirable laboratorio arquitectónico, el lugar donde la industria alcanzó la perfección de la belleza –al contrario que Londres, donde se inició la revolución industrial– y la capital europea del cinematógrafo.
Al mismo tiempo devino en prisión comunista, jaula del nacionalsocialismo, probeta de la hiperinflación y el lugar donde el nihilismo existencial, profetizado por Nietzsche, dejó de ser una idea filosófica para convertirse en espanto. Ninguno de estos momentos brillantes y ninguna de estas caídas en el pozo aniquilaron lo que Sinclair McKay denomina “el espíritu de Berlín”.
¿En qué consiste el alma secreta de esta ciudad atormentada? Se diría que en su voluntad de supervivencia, en una forma rara de vitalismo, obstinación y resistencia que sólo es posible de concebir cuando uno ha visto en primera fila la muerte, la destrucción y la aniquilación absoluta.
El periodista británico ha querido dar relevancia a las voces y testimonios de los berlineses –desplazando a las notas y a la bibliografía las fuentes documentales de una investigación que ha durado más de dos años– para configurar una historia coral, que supera los cortes estrictos que impone la historia. Presta atención a las confesiones de los berlineses ordenarios y las combina con los perfiles humanos de sus héroes y monstruos.
La fórmula es acertada: Berlín fue la Babel del siglo XX del mismo modo que París y Londres lo fueron en la centuria anterior y Nueva York lo ha sido después de la Segunda Guerra Mundial. Lo desconcertante de Berlín es que no ha dejado de resucitar tras sus sucesivas muertes. Al contrario que sus iguales, obsesionadas con el cambio, siempre ha mostrado a cielo abierto sus muñones, como si fuera un mendigo que se ríe de sus miserias.
Hay ciudades que tienen un lugar en la historia. Berlín es la historia misma. Un rostro cubierto de arrugas que no intenta disimular –recurriendo a la cirugía arquitectónica– los defectos de la edad y de sus múltiples calamidades. McKay juega con los contrapuntos que enriquecen su melodía principal, explica la ironía de los berlineses –escépticos ante tantos paraísos convertidos en infiernos– y maneja con dominio narrativo todos los antagonismos que la han hecho ser tal y como es. Desde el cosmopolitismo artístico y sexual al violento nacionalismo prusiano.
Su acierto es no hablar de ideas, sino acerca de personas. Seres de carne y hueso, que son los que vivieron la proclamación de la República de Weimar –ese oasis entre dos infiernos–, la revolución espartaquista o la pandemia de la gripe española. Las víctimas de la hiperinflación de 1923 y los indignados por la llegada en masa de inmigrantes del Este, entre ellos los rusos blancos de huían de la revolución bolchevique. Las almas abandonadas que en los años veinte, mientras Estados Unidos vivía la era del jazz, soportaban una pobreza bíblica y veían morir a sus hijos por falta de alimento.
Que todos los verdugos han sido antes víctimas lo enseña bien esta historia negra de Berlín, donde la violencia política causada por las calamidades sociales encauzó parte de esta frustración popular y abrió las puertas al nazismo, aquella pesadilla gótica, capaz de matar sin culpa ni remordimiento, y que enseñaría a los judíos lo que significa el término holocausto.
La historia, como cuenta McKay, está hecha de confluencias y antagonismos. Al mismo tiempo que en el Berlín de los veinte se incubaba al monstruo, en sus calles aparecían los primeros carteles de neón –fabricados por la empresa de bombillas Osram– y se iluminaban los escaparates de Karstadt, los grandes almacenes, que proyectaban la luz artificial como un inmenso faro en mitad de la honda oscuridad de la ciudad.
En las calles de Berlín se pasaban quebrantos, pero la vida, una moneda de dos caras, también se manifestaba en las atracciones del Luna Park. Este relato general de Berlín –que el periodista británico divide en tres partes, a partir de capítulos ordenados según su temática– se enriquece con las historias de personajes como Walter Gropius, el fundador de la Bauhaus, Mies Van der Rohe –el padre de los rascacielos–, Walter Benjamin (el mejor intelectual marxista) o artistas como Max Reinhardt, el dramaturgo Bertolt Brecht o Georg Grosz, pintor dadaísta.
Todo cabe en esta historia de una urbe eternamente apresurada: la tolerancia social (relativa) ante la homosexualidad y la subversión política, la trágica historia de Rosa Luxemburgo y el ascenso de Hitler, alimentado por la frustración y el odio racial; su frustrado sueño de construir una Germania –haciendo tábula rasa con la historia previa de la ciudad para alzar la capital de los arios– o la vicisitudes de Albert Einstein, padre de la teoría de la relatividad. McKay se nutre para su ensayo de los testimonios de los berlineses recogidos por el proyecto Zeitzeugenbörse, que atesora las palabras, recuerdos y vivencias de cientos de berlineses.
Oyendo sus voces, o leyendo este ensayo, se descubre la verdadera materia de la historia, que se manifiesta siempre primero a través de leves cambios y alteraciones menores de la vida cotidiana cuyo origen, si es rastreado, conduce a traumas generacionales, a libros o sucesos anteriores que, de improviso, un día, muestran cómo el infierno se instala súbitamente en nuestras vidas y nuestra ciudad, como pasó en Berlín tras la caída de los nazis y la conquista soviética, se convierte en necrópolis o –en la guerra fría– en un frío decorado sin libertad.