Ya desde niño, Amando de Miguel no recordada reiteradamente nombres, como caligrafía o manifiesto. Llevaba estas palabras anotadas de puño y letra en un pequeño cuaderno para conseguir retenerlas; y un montón más durante toda su vida, cosa que nunca imaginaríamos de un autor tan prolijo. Un día confesó: “Eso me ha pasado siempre, desde niño” Llega a resultar curioso que un intelectual redomado con centenares de libros publicados llevara, a lo largo de los años, escritas palabras por si se le iban de la memoria de súbito, no por un problema cerebral, sino por el toque olvidadizo que tantas veces ostentó. Iba todavía en tirantes elásticos, cuando descubrió otras palabras, para nota, como palimpsesto (menudo) o el nombre completo de Doña Emilia Pardo Bazán.
Al ser consciente de que su muñeca era más rápida que su cabeza, De Miguel padeció la enfermedad teatral de Baroja; se esforzó en personajes barojianos como Paradox, Juan de Alzate, o Peñón de Alfate; y es que todavía tantos años después es imposible seguir al gran impresionista de la letra. Cuando conoció el domicilio madrileño del gran novelista, Amando de Miguel se deslumbró ante la biblioteca babilónica de Don Pío. Y sin darse cuenta pasó de adolescente a joven repitiendo el dicterio del autor del 98, que recogió de Chesterton aquello de que “una generación es siempre desinfectante para las que la preceden y un misterioso secreto para las que vienen”.
Amando se impuso la condición de secretista, como creyeron mucho antes Valle Inclán o el mismo Azorín, sin desvelar que la idea provenía del conocido pasaje de Un hombre que fue Jueves, la novela satírico-literaria de mismo autor británico ¿Quién no iba a caerse de espaldas al conocer que Chesterton, el gran inventor de palabras, había sido también el inventor del secretismo, una estrafalaria doctrina económica inaplicable?
Amando de Miguel, fallecido el domingo en Madrid a los 86 años; ha sido un referente de la sociología española moderna. El catedrático de la Complutense ha vivido muchos años en Camelot, su propia biblioteca –así la bautizó–, que ha ido creciendo al tiempo que los libros sepultaban estanterías y armarios roperos. En los años sesenta del pasado siglo se especializó en la Universidad de Columbia y dirigió Iberomátrica, hasta alcanzar el primer puesto en DATA, la empresa pionera en España de estudios de opinión.
Cuando la Universidad española de los setenta hervía en pleno clima antisistema, Amando compareció ante un consejo de guerra por un artículo publicado en la revista Temas, en 1971. A partir de aquel momento, y tras cumplir la la sentencia condenatoria de permanecer en casa, De Miguel pone en marcha la maquila intelectual de su profusa extensión, con títulos como La herencia del franquismo (1976); Cuarenta millones de españoles, cuarenta años después (1976); Universidad, fábrica de parados (1979) coautor con Jaime Martín Moreno; Los intelectuales bonitos (1980); La bola de cristal (1980); y Diez errores sobre la población española (1982).
También conocidas obras como El informe FOESSA, El poder de la palabra, Los narcisos, Las ciudades y la crisis energética, Sexo, mujer y natalidad en España, Carta abierta a una universitaria, Manual de estructura social de España, Sociología o subversión y La perversión del lenguaje. Antes de poner punto final a su vecindad en Barcelona, se refugió en Madrid para publicar el Manifiesto por la igualdad de los derechos lingüísticos en Cataluña.
No le llamaría un hombre valiente pero es bien cierto que consiguió ser coherente con su pensamiento. Parece imparable; gana el premio Mañana de Ensayo por La España oculta y dos años más tarde publica La ambición del César, una biografía crítica de Felipe González.
En su momento su pluma equivalía al pensamiento de los años de la Transición, equidistante entre Francisco Fernández Ordóñez y Torcuato Fernández Miranda, por señalar dos hitos -el liberal y el exfalangista- del tiempo en que España se reinventó a sí misma del lado democrático. A lo largo de las últimas décadas Amando de Miguel fue dándole la vuelta como un calcetín a su pensamiento crítico, sustituido por una versión bastante descarnada del liberalismo de corte conservador.
Disfrutó en la cúspide de aparato público-privado de la comunicación, pero el 10 de julio de 1995, presentó su dimisión como consejero de RTVE, a menos de un año de ser elegido por el Parlamento, a propuesta del PP. En la carta en la que comunicaba su dimisión al presidente del Congreso, Félix Pons, Amando de Miguel afirmaba que había comprobado “con dolor” que durante sus meses de actividad como consejero, RTVE no se había acercado “lo más mínimo al ideal de independencia, pluralismo y neutralidad” que requiere este servicio público. A eso le podemos llamar cuajo, que sí lo tuvo.
Varias semanas después, denunció que, en RTVE, no se había producido la transición democrática y continuaba siendo una institución al servicio del poder factual. El autor difundió sus trifulcas reunidas en su libro Con sentido común, una recopilación de sus artículos en Abc en los que denunció mil veces a la partitocracia. En los últimos años de su vida, radicalizó su pensamiento pasando a formar parte de patronato de la Fundación para la Defensa de la Nación Española (DENAES), vinculado a Vox.
De Miguel ha pertenecido a la generación de veteranos sublimes raptados por el desengaño que se reunían a cenar en casa de Ramón Tamames, con invitados de lujo al estilo de Sánchez Dragó y, en su momento, maestros de la economía, como Pepe Barea La soledad marcó sus últimos tiempos, en los que no dejó de ejercer como ciudadano. De Miguel veía la democracia liberal como un lugar predestinado por una estructura de intermediación institucional donde no existe el ejercicio del poder por parte del pueblo de manera directa, sino a través de un entramado.
Vindicó al homo habilis, el que utiliza sus manos y su inteligencia para preservar su identidad, frente al homo digitalis, que tiene una pantalla como filtro de lo real, en palabras de José María Lassalle. Si ahora pudiésemos preguntarle qué hay de nuestra situación política, el sociólogo no se privaría de decir que la modernidad ha decidido que cada ciudadano es dueño de sí mismo. A la que rascas un poquito aparece Ortega, nuestra tabla de salvación, implícita y explícita.