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Gracias a una amiga cineasta que estuvo allí y lo vio todo, me entero del despilfarro neoyorquino de Netflix a la hora de promocionar el estreno del Frankenstein de Guillermo del Toro. Proyección del largometraje en la sala The Paris, junto al hotel Plaza, alquilada para los próximos diez años para los estrenos de sus productos estrella (en Los Ángeles, se han hecho con el Egyptian Theatre, sede endeudada de la cinemateca californiana, que podrá seguir proyectando sus antiguallas los fines de semana, ya que, de lunes a viernes, el local acogerá los grandes estrenos de Netflix).

Copas en The Russian Tea Room, el glamuroso abrevadero que tanto le gustaba a Truman Capote, con cositas de comer dependiendo de si eras VIP o semi chusma (caviar para los primeros y cacahuetes para los segundos). Y si eras Patti Smith y habías protagonizado un coloquio con el rollizo señor Del Toro, te tocaba una mesa para ti sola y un tarro de caviar para zampártelo a cucharadas, que todavía hay clases.

Las barbas de los Warner

Hay que ver lo que ha prosperado Netflix (Net: red; flix: corrupción de flicks, películas) desde su fundación en 1997 por un señor llamado Reed Hastings, cuando solo era un enorme videoclub que enviaba las películas por correo a sus suscriptores, añadiendo generosamente el franqueo para la devolución.

En el año 2009, Netflix llegó a disponer de más de 100.000 títulos en DVD y a contar con más de diez millones de suscriptores. Luego se apuntó al streaming (sin criterio alguno y confiando principalmente en un algoritmo de su confianza, que no se equivoca mucho, a juzgar por el éxito de la empresa, aunque ese éxito signifique la convivencia de obras maestras y pestiños sin que nadie se rasgue las vestiduras) y el resto es historia.

El último capítulo de esa historia es la posible compra de Warner Brothers por parte de Netflix, aunque se ha metido por en medio Paramount para intentar demostrar que los viejos estudios aún conservan parte de su musculatura. Estamos ante lo nunca visto en el mundo del cine: unos tenderos que empezaron enviando DVD por correo se suben a las barbas de los hermanos Warner (Harry, Albert, Sam y Jack, que en paz descansen, fundadores de la compañía en 1923 en unos enormes terrenos de Sunset Boulevard). Y no son los únicos.

Zuckerberg (Meta) Lauren Sánchez y Jeff Bezos (Amazon), Sundar Pichai (x) y Elon Musk (X) durante la toma de posesión de Donal Trump : WHITE HOUSE PRESS OFFICE

Un caso parecido es el de Jeff Bezos, que empezó con un almacén desde el que enviaba discos y libros a todo el orbe civilizado y ahora tiene un estudio cinematográfico del que depende la próxima entrega de las aventuras de James Bond. Se hundieron los videoclubs (cuando cayó Blockbuster, dimos por muerto el negocio), chaparon en masa las tiendecitas pequeñas y los señores Hastings y Bezos se hicieron de oro, convirtiéndose en humildes tenderos que mutaron en magnates (Amazon se pasó años siendo deficitaria).

Que conste que no tengo nada en contra de los tenderos, pero no me negarán que causa cierto pasmo el hecho de que dos de los tipos más ricos del mundo empezaran tocando tanto de pies a tierra. Elon Musk es un sujeto despreciable, pero, por lo menos, se mueve entre coches, satélites y drones y se da aires de villano de película del agente 007. Pero los fundadores de Netflix y Amazon no dejan de ser tenderos enriquecidos gracias a su talento y al algoritmo de turno. O sea, que como productores capaces de equipararse al Monroe Stahr de la novela de Scott Fitzgerald El último magnate dejan mucho que desear.

Sin cines

Corre por ahí una foto en la que se ve la entrada de los estudios Warner, presidida por un cartel enorme que reza: For sale. Se vende, en el típico bilingüismo californiano. Los hermanos Warner metieron mucho la pata a lo largo de sus vidas, pero da la impresión de que les gustaba el cine y no necesitaban un algoritmo, caso de existir en su época, para decidir qué películas convenía rodar y cuales no.

Cuando fallecieron, su compañía vivió muchas aventuras financieras hasta acabar, en 2018, en manos de la telefónica norteamericana AT&T. Si se la acaba quedando Paramount nos dará la impresión de que todo queda en casa, aunque ya todo se guíe por el algoritmo de marras. Pero si se la queda Netflix…

El logo de Paramount

Ya sabemos lo que piensa Netflix de la exhibición en salas. Le basta con una semana en un cine (exigencia de la Academia de Hollywood para poder optar a los Oscar), y ya dispone de dos en Nueva York y Los Ángeles. Los grandes estrenos, pues, son simbólicos, aunque incluyan a Patti Smith empapuzándose de caviar. El cine, tal como lo conocimos, está desapareciendo a grandes velocidades.

¿Debemos echarnos a llorar? ¿Hay que imitar a la Norma Desmond de Sunset Boulevard y afirmar que nosotros seguimos siendo grandes y es el cine el que se ha hecho pequeño? No es necesario. Las cosas evolucionan, aunque a veces no nos guste. Los niños de ahora no echarán de menos las salas cinematográficas que nunca conocieron. Los que las disfrutamos nos iremos muriendo en este mundo que ya ni reconocemos. El algoritmo decidirá qué es lo que se rueda y lo que no. No escaseará el entretenimiento, pero el cineasta que aspire a algo más cada vez lo tendrá más crudo.

Como se dice en estos casos, eso es lo que hay, así que ahorrémonos las lloreras.