Eternity is a terrible tought. I mean, where’s it going to end? (El concepto de eternidad es aterrador, ¿cuándo se supone que termina?), sentencia uno de los protagonistas de Rosencrantz y Guildenstern han muerto. La frase es puro Stoppard: al mismo tiempo un ingenioso chiste y un pensamiento profundo. Al mismo tiempo una pirueta verbal que juega con la paradoja y una idea perturbadora. El humor, la carcajada como un modo de explorar cuestiones filosóficas.
Con esta pieza teatral Tom Stoppard (1937-2025) saltó al estrellato en 1966. Él y Harold Pinter encabezaron la generación de dramaturgos que barrió de los escenarios al chato realismo social -bautizado como kitchen sink theatre- que había colonizado el teatro británico en los cincuenta. Su título más emblemático, Mirando hacia atrás con ira de John Osborne, también había llevado esta estética realista a la pantalla, a través del Free Cinema. Tony Richardson dirigió el estreno teatral en el Royal Court y después la adaptación al cine.
'Rosencrantz and Guildenstern are dead'
Pinter y Stoppard dieron un puñetazo en la mesa. Sacaron al teatro de la cocina, el cuarto de la plancha y el pub de extrarradio, tomando a Samuel Beckett como faro. Pinter, muy interesado desde el principio por las dinámicas del poder y la manipulación, cultivó un teatro sombrío y perturbador, con obras maestras como La fiesta de cumpleaños, El montaplatos y sobre todo Regreso al hogar. Stoppard siempre fue más juguetón y lanzaba sus cargas de profundidad a través de la farsa y la parodia. Su carpintería dramatúrgica era más sofisticada y compleja, con especulares juegos metateatrales. Pinter retrataba la dominación y el miedo, la angustia del individuo aplastado por fuerzas cuyos mecanismos no acaba de comprender. Stoppard cuestionaba el lenguaje, hacía malabarismos con las ideas filosóficas y plasmaba el absurdo a través de la carcajada.
Rosencrantz y Guildenstern han muerto es una suerte de manifiesto de su teatro. Pone en el centro del escenario a dos personajes secundarios de Hamlet, maniobra con el referente shakesperiano creando un juego infinito de espejos de una obra dentro de una obra dentro de una obra, y convierte a los dos amigos de juventud del príncipe en trasuntos de los Vladimir y Estragón de Esperando a Godot. Eran los años gloriosos del Swinging London y Stoppard tenía hechuras de rockstar, con su rostro seductor y rotundo, sus labios carnosos a lo Mick Jagger y su beligerante actitud juvenil.
Siguió dos años después otra pirueta prodigiosa: El auténtico inspector Hound. Aquí el referente era el típico whodunit de Agatha Christie, como La ratonera. Había un cadáver en escena, pero también dos críticos teatrales que comentaban la obra y se veían envueltos en ella. Parodia, juego de ingenio y abismo metafísico, todo en uno. Años antes, en 1945, el muy reivindicable e injustamente olvidado J. B. Priestley ya había hecho una ingeniosa relectura de Agatha Christie en An Inspector Calls.
Edición en inglés de las piezas teatrales de Tom Stoppard
Stoppard, este joven dramaturgo que utilizaba a iconos británicos como Shakespeare y Agatha Christie y manejaba como un prestidigitador la lengua inglesa, se llamaba en realidad Tomáš Straussler y había nacido cerca de Praga, en una familia de judíos checos. Cuando los nazis invadieron el país, el padre, médico, huyo con su esposa y sus dos hijos. Acabaron en Singapur, de donde de nuevo tuvieron que marcharse cuando lo invadieron los japoneses. El padre permació allí -y murió un tiempo después por las bombas japonesas-, pero la madre se llevó a los hijos a la India. Primero Bombay y después Darjeeling. Allí, Tomáš estudió en una escuela de misioneros americanos y entró en contacto con el idioma que se convertiría en su lengua. Poco después, la madre ya viuda se casó con el mayor británico Ken Stoppard y la familia se trasladó a Inglaterra. Tomáš se convirtió en Tom y fue educado como un perfecto caballerete británico. La madre, que nunca perdió el acento checo, quiso borrar por completo el pasado y jamás les habló de él a sus hijos.
Stoppard decidió no estudiar en la universidad. Quería ser periodista y empezó a trabajar en un diario de Bristol. Allí hizo sus primeras críticas teatrales y también sus pinitos como actor, en una serie de la BBC sobre una joven pareja: The Newcomers, dirigida por John Boorman. También conoció a Peter O’Toole, que le echaría una mano en su salto a Londres y los teatros del West End.
Autor de más de una treintena de obras teatrales, a las que hay que sumar una veintena de piezas para la radio y la televisión, además de guiones cinematográficos, Stoppard es un virtuoso de la forma. Maneja y distorsiona estructuras mediante la parodia y el cruce temporal; subvierte el lenguaje y lo cuestiona, creando paradojas, dobles sentidos y disparates a través de los cuales explora la condición humana.
'Jumpers'
Entre los hitos de la primera etapa destacan After Magritte (1970) cuyos personajes parecen habitar un cuadro del pintor surrealista; Jumpers (1970), una mezcla de filosofía y circo, de pensamiento y farsa, con la paradoja de Zenón en el centro, y Travesties (1974), ambientada en Zúrich cuando coincidieron allí Tristan Tzara, James Joyce y Lenin, y construida como un pastiche de una comedia de Oscar Wilde. A ellas hay que sumar su experimento más radical: Every Good Boy Deserves a Favour (1977), escrita a petición de André Previn y que combina en el escenario a actores y una orquesta sinfónica. El tema es la represión del pensamiento libre y está ambientada en la Unión Soviética, donde los disidentes que tratan de obtener un visado de salida son internados en psiquiátricos. Uno de ellos, ante la pregunta sobre sus síntomas de un psiquiatra, le responde: “No tengo síntomas, tengo opiniones”.
Los detractores de Stoppard lo acusan de ser un mero ejecutor de brillantes piruetas intelectuales, sin profundidad emocional ni trascendencia política. Detrás de estas críticas está, cómo no, la política. Porque el autor fue un liberal -que incluso llegó a mostrar admiración por Margaret Thatcher- en un medio cultural dominado por la izquierda. En los tiempos sesentayochistas y contraculturales, él ya estaba casado -con la primera de sus tres esposas-, tenía hijos y vivía en una mansión en la campiña.
Frente a Pinter, que fue siempre muy activo en los combates políticos de izquierda, Stoppard se mostró discreto en este ámbito, refugiado en sus juegos intelectuales. Incluso cuando los tanques soviéticos entraron en Praga no se pronunció. Aunque años después viajó a Checoslovaquia, conoció a Havel y escribió una obra para televisión sobre la represión política en su país natal: Professional Foul (1977).
'Travesties'
En paralelo -como en el caso de Pinter-, Stoppard desarrolló una muy bien pagada carrera como guionista. Escribió para Losey la olvidada y reivindicable Una inglesa romántica (aunque el gran colaborador de este cineasta fue precisamente Pinter, autor de los guiones de la memorable El sirviente, además de Accidente y El mensajero). También adaptó a dos clásicos de la novela de espías: Graham Greene en El factor humano y Le Carre en La casa Rusia. A Nabokov para Fassbinder en Desesperación y a Ballard para Spielberg en El imperio del sol. Como Ballard, también él había vivido en Singapur antes de la invasión japonesa. La relación con Spielberg hizo que este le pidiera rehacer los diálogos de Indiana Jones y la última cruzada. Otros guiones destacables son el de Brazil de Terry Guilliam y el de Enigma de Michael Apted, pero la gloria -y el Oscar- le llegó con Shakespeare enamorado. Además, dirigió la adaptación cinematográfica de su pieza Rosencrantz y Guildenstern han muerto -con Gary Oldman y Tim Roth-, por la que ganó el León de Oro en Venecia.
La etapa de madurez de su carrera cuenta con dos hitos monumentales: The Real Thing (1982), protagonizada por un autor teatral en plena crisis de pareja, con claros elementos autobiográficos, y que de nuevo es un virtuoso artefacto teatral que maneja dos tiempos que se van entrecruzando, entre la realidad y la ficción. Repite este esquema temporal en la superlativa Arcadia (1993), acaso su obra cumbre, que habla de filosofía, ciencia y creación artística, entrecruzando en un mismo espacio -una sala con grandes ventanales en una mansión de la campiña- a personajes de dos épocas, un tutor y su pupila de principios del XIX y otros contemporáneos. También destacan The Invention of Love, cuyo protagonista es el poeta homosexual A. E. Houssman y la trilogía The Coast of Utopia, cuyos personajes son Bakunin, Visarion Belenski y Aleksandr Harzen.
Tras la muerte de su madre, Stoppard empezó a escarbar en los orígenes familiares y volvió la mirada hacia Checoslovaquia y sus apenas conocidos orígenes judíos. Esta búsqueda se concretó en dos obras tardías de gran relevancia. En primer lugar, Rock’n’Roll (2008), que a través de un grupo musical disidente checo habla de la tiranía y la opresión del pensamiento libre en los regímenes comunistas. Y sobre todo Leopoldstadt (2020), su última pieza, en la que explora el destino de la familia de su madre, cuyos hermanos fueron asesinados en Auschwitz, algo que ella nunca le había contado. La acción no se sitúa en Praga, sino en Viena, la gran capital judía centroeuropea antes del Holocausto y es una obra sobre la familia, la identidad y la memoria. Quienes lo acusaban de frío y mero ejecutor de piruetas se quedan aquí sin argumentos. Su drama más íntimo y personal, con el que cerró su carrera en un bucle perfecto, es un grito contra el olvido, el rescate de sus propias raíces y de una Europa que el nazismo quiso borrar de la Historia. Con Tom Stoppard desaparece uno de los gigantes del teatro contemporáneo.
