La muerte de Eusebio Poncela me llevó la otra noche a revisar una de sus más interesantes películas, Arrebato, del maldito por excelencia del cine español, Iván Zulueta (San Sebastián, 1943 – 2009), que durante décadas había formado parte de mi olimpo cinematográfico particular, desde que la viera en su estreno en 1979.
A veces más vale no volver a donde fuiste feliz, ya sea un sitio, una persona, un libro, una película o un disco: puede que lo que te interpeló hace un montón de años, ya no lo haga ahora.
A todos nos ha pasado: el sitio ya no nos cautiva, la persona nos aburre porque ha dejado de tener interés (si es que alguna vez lo tuvo y no fue todo un espejismo juvenil), la película ya no ejerce su magia y el disco te chirria por el motivo que sea. Y como los recuerdos no pueden convivir con la realidad, como el yo que fuiste con el que eres, te acabas cargando algo que había sido importante en tu vida y que ya no puedes arreglar. Conclusión: ataque de melancolía.
El nihilismo de Zulueta
Me pasó el otro día con Arrebato, que había resistido incólume a dos revisiones (como me había pasado hace unos meses con L´important c´est d´aimer, de Andrzej Zulawski, que había sobrevivido a cuatro). La película sigue teniendo un punto fascinante, sobre todo por su condición de rareza, pero, de repente, no paras de encontrarle pegas. Su nihilismo, sin ir más lejos.
En el mundo de Arrebato, lo único que sirve para algo es el cine y la heroína (sustancia recurrente para el señor Zulueta y gracias a la cual su obra fue tan escasa: un puñado de cortos, dos largometrajes y un par de episodios para series de televisión).
El actor Eusebio Poncela
Me llamó la atención mi incapacidad actual para empatizar con los protagonistas de Arrebato (aunque sigo enganchado al concepto, a la conmoción causada por el arte, a las reflexiones de Will More sobre el poder de fascinación de los cromos infantiles).
En este extraño precedente de Whitnail and I, la pareja Poncela – More, que tanto me enterneció en visionados anteriores (cuando yo también era un nihilista, aunque de estar por casa) se me antojó fría y, hasta cierto punto, desagradable: un chiflado más o menos funcional y un excéntrico capaz de agotar la paciencia de un santo.
Me sorprendió el papel asignado a las mujeres. Las más soportables son las locuelas (la gran Marta Fernández Muro y su tía, la que ve clásicos en blanco y negro por la tele e insiste en que cuando los vio en el cine eran en color, ¡que a ella no la engañan!).
Heroína
El resto son de juzgado de guardia: Cecilia Roth, una actriz a la que Poncela ha metido en la heroína para ahora quejarse de su comportamiento errático; Helena Fernán Gómez, una arpía enloquecida a la que, para más inri, dobla Pedro Almodóvar con su célebre tono a lo Gracita Morales; es como si todas las mujeres de la historia fuesen unas atorrantes que se entrometen en la vida de los hombres para evitar que se acuesten entre ellos (un punto de vista muy homosexual, por otra parte).
¿Será por eso que la relación entre los dos protagonistas nunca llega a ser física? Lo dudo: más bien pienso en la impotencia asociada al consumo de heroína.
El director de cine, Iván Zulueta
Es indudable que Arrebato conserva parte de su peculiar encanto, especialmente por el momento histórico en que se rodó, poco después de la muerte de Franco y en el amanecer de la Movida. Como manual para jóvenes nihilistas (los más interesantes de cada generación) no tiene precio, aunque para los nihilistas que hemos sobrevivido a nosotros mismos ya no suscita la turbia atracción del pasado, cuando las variantes del opio o el alcohol ejercían de funesto carburante vital y la amabilidad de los extraños, como diría Blanche Dubois, no le interesaba a nadie porque los sentimientos eran un territorio inexplorado por rancio y reaccionario.
Cuando vi Arrebato por primera vez, a los 23 años, salí del cine transfigurado. A los 69, me ha resultado imposible repetir la experiencia. Pero la culpa no es de la película, sino mía. Como decía Thomas Wolfe en el título de una de sus novelas, You can´t go home again. Entre otros motivos porque ya no es tu casa, sino un chamizo en el que viviste de joven, en un edificio que, para bien o para mal, ya ha sido derribado.
