'The Brutalist'

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Cine & Teatro

'The Brutalist': El artista frente al capitalismo

Brady Corbet explora el mito del sueño americano con una película monumental e intimista que es, al mismo tiempo, una imperfecta epopeya estadounidense de tres horas y media que rinde homenaje a las grandes producciones clásicas

Más información: El único cine de Cataluña donde podrás ver 'The brutalist' en su versión original: la película de Adrien Brody nominada a los Oscar

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Hay en la literatura estadounidense un concepto -una ambición, un reto- recurrente: la gran novela americana. Fue acuñado por el hoy olvidado John William De Forest en un ensayo publicado en 1868. En él reclamaba la aparición de una novela que lograse atrapar la esencia del país, el alma de Estados Unidos. Una novela que todavía estaba por escribir. Desde entonces, cada nueva generación de literatos se ha encontrado ante este desafío. Por ejemplo, en 1925, año del que ahora celebramos el centenario, se publicaron tres notables candidatas: El gran Gatsby de Fitzgerald, Una tragedia americana de Dreiser y Manhattan Transfer de Dos Passos. 

En el ámbito del cine, aunque no existe, como tal, el concepto de gran película americana, ha habido una sucesión de propuestas con la vocación de plasmar el espíritu del país. Títulos pioneros del periodo mudo como El nacimiento de una nación de Griffith -con sus problemillas ideológicos-, la enloquecida Avaricia de Stroheim o Y el mundo marcha de King Vidor, con su celebración del hombre común, ya apuntaban a este retrato de las esencias de América.

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En 1941, un audaz jovenzuelo de tan solo veintiséis años llamado Orson Welles (con la crucial contribución, que tiende a olvidarse, de Herman Mankiewicz en el guion) articuló en Ciudadano Kane el mito y la sombra del self-made man a través de un personaje inspirado en el magnate de la prensa Hearst. E inmediatamente después adaptó El esplendor de los Amberson de Booth Tarkington para narrar el ascenso y caída de una poderosa familia. Al retrato del alma estadounidense también aspiraron producciones faraónicas como Lo que el viento se llevó o Gigante. Y con la emigración como centro, Kazan presentó América, América, con diáfanos ecos de su historia familiar. 

En los años setenta Coppola arrancó la operística trilogía El padrino, una suerte de versión criminal del american dream, a la que después se sumaron piezas notorias de Leone (Érase una vez en América), Scorsese (Uno de los nuestros, Casino, El irlandés) o David Chase (la televisiva Los Soprano). En otro registro, pero también con mucha épica, Michael Cimino presentó dos frescos monumentales: la triunfante El cazador y la fracasada La puerta del cielo. Y en tiempos más recientes Paul Thomas Anderson presentó otra aproximación fastuosa al individualismo capitalista en There Will Be Blood, que en cierto modo complementa la extraordinaria The Master, en este caso en versión secta destructiva.  

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Llega ahora a los cines la ambiciosa The Brutalists de Brady Corbet, que explora el sueño americano, la inmigración, los choques culturales, el capitalismo sin freno y la lucha de un artista empeñado en crear su obra maestra. El resultado es un largometraje monumental e intimista a un tiempo. Innovador y clásico. Genial e imperfecto. Una epopeya estadounidense. 

La película se presenta como un acontecimiento cinematográfico: sobrepasa las tres horas y media de metraje y se proyecta evocando esplendores pasados, de cuando los cines tenían todavía aires palaciegos y no se habían inventado las minúsculas multisalas. Arranca con una obertura musical de cinco minutos y cuenta con un intermedio de un cuarto de hora, como era preceptivo antaño en las superproducciones más largas.

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Además, se ha filmado en VistaVision, un formato ya en desuso, inventado por Paramount en los años cincuenta, en el que el fotograma se proyecta girado en horizontal, de modo que se consigue una espectacular nitidez de imagen. Se rodó en celuloide y así se proyectó en su estreno mundial en el Festival de Venecia, aunque en los cines se utilizará un transfer digital, entre otras cosas porque la mayoría de las salas ya ni tienen proyectores con bobinas. 

¿Esta decisión es un capricho, un mero gesto nostálgico? Otros cineastas como Tarantino o Paul Thomas Anderson también han reivindicado el uso de los viejos métodos de rodaje, y aunque la instauración del digital ya no tiene vuelta atrás, este rescate de formatos clásicos es algo más que un antojo arqueológico. Se busca una calidad artesanal perdida entre tanto croma y tanto retoque digital (esto se hace más evidente en la animación: la digital, por muy eficaz que sea, jamás ha conseguido acercarse a la calidez de la dibujada manualmente, fotograma a fotograma, o de técnicas como el stop-motion). 

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Detrás de la cámara de The Brutalist está Brady Corbet (Scottslade, Arizona, 1988), que tiene solo treinta y seis años y empezó como actor, con una carrera muy selecta: ha trabajado a las órdenes de figuras como Gregg Araki, Haneke, Lars von Trier, Sean Durkin, Noah Naumbach, Ruben Östlund y Assayas. Como director cuenta con dos largometrajes anteriores, que apuntaban maneras, pero no despertaron pasiones: La infancia de un líder (disponible en Filmin) y Vox Lux. Sobre The Brutalist hay un detalle que es interesante apuntar: pese a su factura con aires de superproducción, en realidad es una película de coste muy moderado, unos diez millones de dólares, menos de una décima parte de lo que ha invertido Coppola en su Megalópolis.

El protagonista es un arquitecto ficticio, el húngaro László Tóth (Adrien Brody), formado en la Bauhaus y que llega al puerto de Nueva York en condiciones muy precarias huyendo de los nazis. Ha tenido que dejar atrás a su mujer (Felicity Jones) y a la hija huérfana de su hermana (Raffey Cassidy), que se reunirán con él años después. En Estados Unidos lo recibe un primo (Alessandro Nivola) que ha americanizado su nombre y se ha casado con una rubia (Emma Laird).

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Para la tienda de muebles del primo diseña la reforma de una biblioteca en una mansión, pero el trabajo acaba mal y no les pagan. Cuando se ve forzado a buscarse la vida por su cuenta, malvive haciendo de obrero industrial y conoce en un centro de acogida a un hombre negro (Isaach de Bankolé) con un hijo pequeño a su cargo. Sin embargo, entonces cambia su suerte: el millonario dueño de la mansión de la biblioteca (Guy Pearce) lo busca y le propone que trabaje para él. 

Le encarga un faraónico edificio multiusos que debe erigirse en lo alto de una colina como homenaje a su madre recién fallecida. Este es el núcleo de la película: las tensas relaciones entre el despótico y caprichoso potentado y sus dos hijos, representantes de la élite wasp, y el arquitecto judío procedente de Europa que lucha por construir su obra maestra de estética brutalista, sin plegarse a imposición alguna. 

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Hay en el personaje de László Tóth un transparente eco del Howard Roark al que dio vida Gary Cooper en El manantial de King Vidor, basada en la novela de Ayn Rand. La polémica autora se inspiró en el visionario Frank Lloyd Wright para crear a este arquitecto que personifica la creatividad individual que osa enfrentarse al adocenado sistema. Aunque hay diferencias notorias entre ambos personajes y ambas películas, con sesgos ideológicos muy distintos, sí comparten la idea motriz del choque entre el genio creativo y el capitalismo depredador, que pretende utilizarlo como un juguete o convertirlo en lacayo. 

Sin embargo, no es este el único tema de The Brutalist. También habla del desarraigo de la inmigración y de la construcción de Estados Unidos como nación de identidad híbrida o múltiple (el famoso melting pot), además de abordar otros asuntos como la adicción o los oscuros fantasmas que nos persiguen y atormentan. Pero por encima de todo, es una obra sobre el alma de América, sobre el sueño americano y su corrosión. 

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Su longitud está plenamente justificada y en ningún momento se hace larga ni le sobran escenas. Tiene la cohesión de una película de hechuras clásicas, no hay ni rastro del desparrame de subtramas no siempre pertinentes propio de tantas series televisivas. Y su fuerza visual (espléndida fotografía de Lol Crawley, que ha trabajado en los tres largometrajes de Corbet) y la admirable banda sonora (Daniel Blumberg) contribuyen de manera decisiva a dar empaque a esta propuesta de gran cine a la vieja usanza, que comete pocos errores. 

El peor, la muy directa agresión del magnate a Tóth en una visita a Carrara para elegir mármoles (un tramo de la cinta por lo demás admirable), que me temo que pretende tener una carga simbólica que resulta demasiado obvia. El antagonismo de estos dos personajes está mucho mejor expresado en una escena -simple, eficaz y prodigiosa- en la que, durante una comida, el millonario le lanza una moneda al arquitecto para que la atrape al vuelo.

Sin necesidad de subrayar nada, con el empuje de las magníficas interpretaciones de Brody y Pierce (ambos huelen a Oscar), queda ya perfectamente dibujada toda la tensión entre ambos. The Brutalist tiene claras aspiraciones a convertirse en un futuro clásico.