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“Cuando ya no tienes futuro, solo te queda el pasado”, dice el protagonista de Oh, Canada de Paul Schrader (Grand Rapids, Michigan, 1946). Su nombre es Leo Fife y está interpretado en su vejez por Richard Gere y en la evocada juventud por Jacob Elordi. Cruzó la frontera de Canadá desde Estados Unidos en los años sesenta, para eludir ser reclutado para la guerra de Vietnam -o eso es lo que siempre ha contado- y en su país de adopción se convirtió en un reputado documentalista político y en maestro de una generación de jóvenes discípulos, que aplican sus métodos para atrapar la verdad en la pantalla. 

Fife, aquejado de un cáncer terminal, convoca a sus alumnos más aventajados para que filmen un documental sobre él. Quiere hacer una confesión, y quiere hacerla ante quien fue también su alumna y desde hace años es su esposa (Uma Thurman). Lo hará mediante un recurso óptico de su invención que no deja al entrevistado otro remedio que mirar directamente a la cámara. 

Uma Thurman

El estilo de los documentales de Fife y sus recursos para que el entrevistado confiese la verdad están diáfanamente inspirados en el legendario Errol Morris -The Thin Blue Line, Rumores de guerra-, cuyo sistema consistía en dar la orden de empezar a rodar y demorar una eternidad la formulación de su pregunta, para generar un silencio incómodo que descolocara al entrevistado. A Fife no hace falta que le fuercen a hablar, porque antes de morir quiere desvelar, a modo de expiación, los secretos no muy decorosos de su juventud, con su esposa como testigo. 

Oh, Canada está estructurada como un puzle con continuos saltos entre el presente y el pasado, algunas imágenes en blanco y negro y otras en las que el Fife anciano (Gere) se introduce en el pasado. Todos estos recursos están destinados a reforzar una idea muy presente: las dudas sobre la falibilidad de la memoria; la posibilidad de que este hombre moribundo, sometido a una fuerte medicación para el dolor, no piense con claridad y mezcle algunos recuerdos. Es lo que todos querrían creer, porque aceptar lo que cuenta como verdad es ver cómo un mito se desmorona ante sus ojos. 

'Oh Canada'

Schrader, que tiene 78 años, ha hecho un largometraje crepuscular, con aires testamentarios, que no elude mostrar la decrepitud (una escena en la que la enfermera acompaña a Fife al lavabo y la cámara escruta sin pudor alguno sus dificultades para llevar a cabo las necesidades fisiológicas más cotidianas cuando el cuerpo ya no responde cómo debería). No hay pudor, pero sí tacto; no es ni gratuito ni exhibicionista. Richard Gere, el guaperas madurito, cumple con profesionalidad porque sabe que aquí le han ofrecido -¡por fin!- un papel sólido, entre las muchas banalidades que interpreta últimamente. 

La película se basa en la penúltima novela de Russell Banks (1943-2023), Foregone (Los abandonos, publicada por Sexto Piso), un amigo muy querido del cineasta. Banks fue un sólido autor realista de la generación y estirpe de Richard Ford, pero, a diferencia de este, en nuestro país nunca acabó de cuajar. Mientras que en la vecina Francia era admiradísimo, aquí lo intentó sin mucho éxito Anagrama con un par de sus mejores novelas, pero desistió ante las bajas ventas. A partir del abandono de Anagrama, los siguientes títulos de Banks fueron a parar a sucesivas editoriales -Destino, Ediciones B y más recientemente Sexto Piso-, lo cual dispersó su obra e hizo todavía más difícil que calara entre los lectores españoles.

Paul Schrader

Los dos libros publicados por esta editorial son los que, junto el que nos ocupa, han tenido adaptación al cine: Aflicción (dirigida por el propio Schrader, con Nick Nolte, James Coburn y Sissy Spacek) y El dulce porvenir (dirigida por Atom Egoyan, con Ian Holm y Sarah Polley), ambas rodadas el mismo año: 1997. Dato curioso sobre Oh, Canada: este era el título que Banks hubiera querido poner a la novela, pero se lo desaconsejaron por la existencia de Canadá de Ford, de modo que la película cumple con el deseo inicial del escritor. 

Todos ellos tienen en común los personajes enfrentados a sus demonios interiores, los paisajes de la América profunda y el dramatismo cincelado con secretos, culpas y pesares; el pasado que se niega a desaparecer. Material idóneo para Schrader, un cineasta cuya obra visita de forma obsesiva temas como el tormento y la expiación. Sus personajes suelen ser hombres que sufren por los pecados que arrastran y buscan la redención. 

'Oh Canada'

El origen de estas obsesiones está en su educación en una estricta fe calvinista. El propio director ha contado que no vio su primera película hasta cumplir los dieciocho años, con lo cual su acercamiento al cine fue virginal. En sus inicios como crítico fue uno de los paulettes, los seguidores de la polémica y muy influyente Pauline Kael -muy sugestiva, siempre mal entendida en Europa-, que desde las páginas del New Yorker era la enemiga acérrima de Andrew Sarris, que escribía en el Village Voice como defensor de la política de los autores de los Cahiers du Cinéma. ¡Qué tiempos aquellos, en los que la crítica aún era influyente y los críticos se batían en duelos de esgrima intelectual, que podían provocar heridas muy profundas! 

En esa época, Schrader publicó un libro relevante, El estilo trascendental en el cine, en el que estudiaba la obra de sus tres maestros: Dreyer, Ozu y Bresson. No tardó en pasar de la teoría a la práctica. Sus primeros trabajos en el cine fueron como guionista. En esta faceta tiene un título muy destacado, que hubiera bastado por sí solo para pasar a la historia del cine: Taxi Driver de Scorsese. No solo es la película que mejor plasma en la pantalla la profunda crisis moral -la resaca del hipismo y otros ideales- que asoló a Estados Unidos a finales de los setenta, sino que condensa las claves esenciales del universo Schrader en el personaje de Travis: culpa, soledad, tormento, enajenación, expiación y redención…

'Oh Canada'

Debutó como director con una obra proletaria -Blue Collar- y a continuación rodó Hardcore, historia de un padre provinciano y ultrarreligioso que trata de rescatar a su hija díscola del submundo de la pornografía. Trabajó por primera vez con Richard Gere en American Gigolo, nueva incursión en las tinieblas de la sexualidad, pero de digestión más amable para el público, con su estética ochentera y la música de Giorgio Moroder. Tras un remake prescindible de La mujer pantera con Nastassja Kinski, realizó -con producción de Coppola y música de Philip Glass- uno de los títulos más experimentales e inauditos del cine americano: Mishima. Una suerte de biopic espiritual del escritor, construido en cuatro capítulos independientes y libérrimos. Es una película extraordinaria, pero pagó cara la osadía, porque el fiasco en taquilla hizo descarrilar su carrera y tuvo que aceptar unos cuantos encargos menores. 

Con todo, hizo algunos largometrajes interesantes: El placer de los extraños, adaptación de la novela de McEwan con guion de Harold Pinter, Posibilidades de escape, Aflicción y sobre todo Desenfocado, que contaba la sórdida historia real de Bob Crane, el protagonista de la serie televisiva Los héroes de Hogan, que se hizo adicto al sexo y la pornografía y acabó asesinado en circunstancias nunca del todo aclaradas. 

'Oh Canada'

Después de este título, vivió los años más bajos de su trayectoria entre 2003 y 2016, hasta que resucitó con El reverendo, protagonizada por Ethan Hawke. Una propuesta muy bressoniana, sobre la expiación de un sacerdote. Inauguró una suerte de trilogía sobre hombres atormentados que buscaban la redención. La completan El contador de cartas y El maestro jardinero. Las tres están filmadas con presupuestos bajos y son austeras, densas y depuradas, con un estilo más europeo que americano. 

Oh, Canada sigue esta estela, es una suerte de epílogo o colofón de la trilogía. Se nota cierta premura en el rodaje y el guion no acaba de exprimir al máximo la riqueza de la novela de Banks. Deja sin explorar aspectos que hubieran enriquecido la construcción del personaje central y la complejidad de la trama con sus saltos temporales… Sí, es una película imperfecta, pero pese a sus flaquezas, merece la pena acercarse a esta obra crepuscular -¿una despedida?- de un maestro que aquí reflexiona sobre la vejez, la moral, la memoria, y también sobre su propio oficio: el cine.