Si La gran belleza, reescritura y puesta al día de La dolce vita felliniana, era un canto –a un tiempo celebrativo, airado y doliente- a Roma, Parthenope busca ser su equivalente napolitano. No es el único punto en común que comparten. Ambas merodean alrededor de uno de los temas centrales de la obra de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970): la evanescencia, los sueños de juventud disipados, las derrotas que infligen el tiempo y la vida y su asunción con mayor o menor dignidad.
La gran diferencia -y acaba resultando crucial- es que en la cinta romana el protagonista era un hombre, el descreído periodista Jep Gambardella, y en la napolitana es, por primera vez en la filmografía del cineasta, una mujer. O más bien la ensoñación, la fantasía de una mujer, inspirada en la sirena Parténope -según la mitología, fundadora de la ciudad que acabaría siendo Nápoles-, que se materializa en el sensual cuerpo de la debutante Celeste Dalla Porta.
La Parthenope de la película nace en 1958 y su vida recorre la evolución de la ciudad y de Italia, actuando como un imán que desata el deseo de los hombres, empezando por la pasión incestuosa y trágica de su hermano. La belleza de la joven se convierte en una suerte de maldición de la que le es difícil zafarse. Porque los demás no ven en ella a una muchacha inteligente e inquieta, sino una irradiación erótica que los obnubila. Y aquí surge el principal problema del largometraje: la protagonista acaba siendo más la proyección de un imaginario masculino -de la mirada del director- que un personaje femenino de carne y hueso, pese a los esfuerzos de Sorrentino por darle volumen.
La etérea Parthenope se va perfilado a través de las relaciones con quienes la rodean, no tanto por su propia personalidad, lo cual provoca que en algunos momentos las decisiones que toma no resulten del todo comprensibles. Parecen obedecer más bien a las necesidades del guion para guiarnos a través de ella por los diversos estratos de la sociedad napolitana. En cambio, aparecen temas íntimos no precisamente menores, como el incesto o el aborto, que el cineasta se ventila con prisas, sin darles todo su peso dramático, lo cual resulta desconcertante.
Algunas de las relaciones a las que se deja arrastrar la muchacha no parecen tener sentido siendo como es una persona inteligente y perspicaz, que estudia filosofía y antropología. Por ejemplo, el romance con un mafioso, que da, eso sí, pie a un par de escenas asombrosas: un paseo nocturno por los callejones napolitanos y una sórdida y muy felliniana velada en la que dos cohibidos jovencitos desnudos son obligados a fornicar ante la atenta mirada de sus respectivas familias para engendrar al futuro heredero del imperio mafioso. Tampoco se entiende por qué Parthenope se degrada ofreciéndose al obispo encargado de custodiar la sangre de San Genaro, que se desvela como un sátiro de estirpe sadiana. De nuevo, pese a lo incomprensible de esa relación, da pie a una escena tan desasosegante como deslumbrante.
A estos estrafalarios personajes se unen otros como la diva del cine que regresa asqueada a su detestada ciudad natal; o la vieja actriz que mantiene su rostro siempre oculto y da clases de interpretación a Parthenope cuando esta sueña con sacar rendimiento a su belleza en la pantalla. Con todo, los dos más interesantes son un escritor y un profesor, el primero testigo del esplendor juvenil de la protagonista y el segundo, puerta de acceso a su madurez.
Parthenope vive el cénit de la juventud desinhibida durante un verano en Capri, que acaba de forma abrupta con el primer desgarro de su vida. De todo ello es testigo privilegiado un escritor estadounidense alcoholizado y descreído que no es otro que John Cheever, al que da vida un entregado Gary Oldman. En efecto, el autor americano estuvo en Capri, aunque en fechas anteriores a las de la acción de la película. Con su mirada ebria y melancólica por lo que ha dejado irremediablemente atrás, el decrépito Cheever es el portavoz de Sorrentino en su versión mediterránea del tempus fugit. Contempla el esplendor físico y la audacia que no conoce todavía el miedo, la felicidad que se escapa entre los dedos y se desmorona como un castillo de arena barrido por las olas.
Frente al solitario Cheever, el profesor de filosofía al que interpreta Silvio Orlando (un actor que tiene la mágica capacidad de insuflar humanidad y verdad a cualquier personaje) representa la circunspecta sabiduría. Con él mantendrá Parthenope una de las relaciones más complejas y matizadas de la película, que desemboca en una visita a la casa del viejo catedrático. Allí este le desvela su gran secreto: el hijo por completo dependiente de él al que ha consagrado su vida. Un ser al que los demás verían como a un monstruo pero que a él le parece la encarnación de lo milagroso. La secuencia es sobrecogedora, lástima que a Sorrentino se le vaya la mano con un innecesario salto al realismo mágico que bordea el disparate.
El profesor es quien le enseña a Parthenope el camino hacia la serenidad que logrará alcanzar en su vejez, La interpreta en esta etapa Stefania Sandrelli, antigua sex-symbol transformada en regia anciana cuyo rostro refleja las renuncias y heridas del tiempo, pero también sabiduría y entereza, ahora que por fin ha podido despojarse de la maldición de la belleza juvenil. Porque tal vez ahora sí pueda encontrar la respuesta a algo que nunca logró comprender: ¿qué es el amor?
Parthenope es imperfecta y los haters del director -que los tiene- podrán criticar la estética publicitaria de algunas de sus imágenes (una de las productoras es la casa Saint-Laurent, que además ha proporcionado todo el vestuario, y esto en algunos momentos se nota tal vez demasiado). También su afición a los préstamos fellinianos y sobre todo la inconsistencia del personaje central. Además, como todo autor que ha logrado forjar un estilo propio muy reconocible, debe luchar contra la autocomplacencia y el ensimismamiento.
Ahora bien, Sorrentino es sin duda el cineasta italiano más ambicioso. Lo dejó ya claro en su magnífico debut en el largometraje en 2001 con L’uomo in piú, y lo confirmó con Las consecuencias del amor y L’amico di famiglia. Logró dos obras maestras incontestables con Il divo, retrato barroco de Giulio Andreotti, y La gran belleza. Y en el resto de su filmografía ha mantenido alto el listón: Un lugar donde quedarse, La juventud, las dos series papales para HBO (más interesante la segunda que la primera), el retrato de Berlusconi en Silvio (y los otros) y la autobiográfica Fue la mano de Dios. Pese a sus flaquezas, Parthenope contiene suficientes lecciones de buen cine como para reivindicarla. En una de sus escenas, el viejo profesor le hace una pregunta a la protagonista: “¿Qué es la antropología?” Y ante la respuesta académica de ella, él la corrige y le dice: “Ver, que es lo más difícil del mundo”. En esto consiste el cine de Sorrentino: en ayudarnos a ver lo evanescente.