Muncie Daniels (Colman Domingo) es un periodista afroamericano, tertuliano habitual de la CNN, especializado en asuntos sociales e implicado en el movimiento Black Lives Matter. La sombra de su padre, un radical del black power de los años 60 que acabó entre rejas, planea sobre él, lo que hace que ese programa que llevan tiempo prometiéndole en la CNN no acabe de materializarse jamás. Molesto por la situación, se toma un par de semanas libres en una cabaña situada en las montañas Pocono (Pensilvania) con la excusa de avanzar en la escritura de un libro. El paraje es desolado y, de hecho, solo tiene un vecino: un blanco muy simpático con el que se cruza dando un paseo y con el que queda para tomar algo un día de estos.
Cuando Daniels se presenta en casa del vecino para tomarse esa copa, se lo encuentra en la sauna que hay en el exterior, pero no felizmente envuelto en una toalla, sino descuartizado. Ipso facto, dos sujetos enmascarados empiezan a dispararle y a correr tras él. Daniels le da esquinazo a uno y mata con un bolígrafo al otro. Luego sale pitando y acaba en un hospital, donde la policía no tarda mucho en interesarse por él: resulta que el difunto (cuyo cuerpo troceado no ha aparecido por ningún lado) era el líder de The forge (La forja), una secta supremacista blanca tirando a neonazi, y que el bueno de Muncie es un sospechoso ideal para su supuesto asesinato.
Ahí empiezan los problemas de Muncie Daniels y empieza también la complicada intriga de The madness (La Locura), inquietante miniserie de Netflix (ocho capítulos) creada por el dramaturgo Stephen Belber y protagonizada por esa versión algo más tosca de Idris Elba que es Colman Domingo. The madness es un producto típico del tiempo que vivimos. Y del que se nos abre ahora mismo con la segunda presidencia de Donald Trump y la entronización política de ese siniestro aprendiz de brujo que es Elon Musk, del que se detectan peculiares alter egos en la serie.
Una turbia empresa
Sin ser un producto para conspiranoicos, The madness se mueve en un mundo en el que casi nada ni nadie es lo que parece, un mundo en el que, como ya sucede en el nuestro, el ciudadano no se entera de la misa la media (¿alguien sabe qué se oculta exactamente detrás del reciente asesinato en Nueva York de ese mandamás de la mutua médica más avariciosa y menos fiable de los Estados Unidos?). En ese mundo, lo mejor es cargarle el muerto a un negro que molesta y cuyo padre ya acabó mal por su radicalismo. Aunque el negro en cuestión, como es el caso, no tenga la culpa de nada.
Ayudado por su ex mujer, por la viuda del supremacista descuartizado y por un agente del FBI hispano, Franco Quiñones (Henry Ortiz), el pobre Muncie deberá enfrentarse a una conspiración amplia y dañina en la que no se atreven a meter del todo la nariz ni las grandes agencias nacionales como la CIA o el FBI. La aparición de un grupo terrorista anarquista parece señalar una posible fuente del asesinato del supremacista blanco, pero no está del todo claro que la resolución del enigma sea tan sencilla.
Añadamos a una asesina británica de gran eficacia y al jefazo de una turbia empresa llamada Revitalize y tendremos que nuestro pobre Colman se las verá y se las deseará para salir vivo de diversos atentados y conseguir demostrar su inocencia (todo ello sin dejar de intentar que su esposa, Elena, vuelva con él). No me puedo extender en las peripecias por aquello del spoiler, pero les aseguro que las sorpresas y los quiebros de guion son muchos y constantes en La locura.
Espejo de un mundo en el que las grandes empresas hace tiempo que pintan más que los gobiernos y que los cuerpos policiales, The madness es un producto muy de este tiempo que nos está tocando vivir. Sí, también es una nueva vuelta de tuerca al eterno tema del falso culpable, tan querido por Hitchcock y otros maestros del misterio, pero la mezcla muy lograda de una estructura clásica y unos aditamentos de la más rabiosa actualidad hacen de The madness un entretenimiento con rostro humano que merece mucho la pena ver.