'Emilia Pérez': el narcomusical 'trans' de Jacques Audiard
El cineasta francés, hijo del histórico Michel Audiard, dirige Emilia Pérez, un estrambótico narcomusical de temática transexual, inverosímil, que abraza el delirio y cuyas canciones y coreografías no son particularmente brillantes
Un sanguinario narco mexicano siente el irreprimible deseo de ser mujer, simula su asesinato, se cambia de sexo en el extranjero y de regreso al país se hace pasar por su prima para no perder el contacto con sus hijos, mientras su esposa le pone los cuernos -o no, porque no sabe que la prima es su marido supuestamente muerto- y él -que ahora es ella- trata de redimirse de sus pasados crímenes montando una asociación para localizar cadáveres de desaparecidos, todo ello contado en formato de musical. What the fuck?
Sí, este es el argumento de Emilia Pérez, la nueva película de Jacques Audiard (París, 1952), que levanta pasiones y perplejidades. El cineasta es hijo de Michel Audiard, histórico guionista -y también realizador- del cine francés, autor de más de un centenar de guiones entre los años cincuenta y los ochenta, sobre todo de polars y comedias. Audiard padre trabajó mucho para Jean Gabin y muchísimo para Jean-Paul Belmondo, y colaboró con los directores más taquilleros, como Delannoy, Verneuil, Boisset, Deray, De Broca y Georges Lautner, para el que escribió dos comedias policiacas de culto con Lino Ventura: Los barbudos y Los gángsters no se jubilan, varios de cuyos diálogos pasaron a formar parte del habla popular. Todavía hoy se siguen publicando antologías con las mejores líneas de los guiones de Michel Audiard, que tenía un agudo oído para el habla popular parisina y es toda una institución del cine francés de los tiempos en que tenía verdadero músculo industrial.
Su hijo Jacques debutó a mediados de los años noventa y alcanzó su cumbre en 2009 con el arrollador filme carcelario Un profeta. A partir de ahí, deseoso de no anclarse en territorio conocido, ha ido tanteando con desigual fortuna registros y géneros. Probó incluso con un western rodado en Estados Unidos con actores americanos, Los hermanos Sisters, adaptación de la excelente novela de Patrick deWitt. Ahora da un nuevo giro con este estrambótico narcomusical transexual, una apuesta que bordea o directamente abraza el delirio.
Si la premisa en sí ya es disparatada convertirla en un musical añade un grado extra de chifladura. Pero en realidad es una decisión muy inteligente, porque consigue desbocar el artificio, lo cual ayuda a hacer digerible una trama folletinesca o directamente de telenovela. Sin duda hay que aplaudir a Audiard la osadía y la primera media hora de la película es espectacular. Pero el conjunto adolece de algunos problemas que lastran el resultado.
Por un lado, el director toma la peculiar decisión de reunir un elenco en el que ninguno de los protagonistas es mexicano: Zoe Saldaña es estadounidense de ascendencia puertorriqueña y dominicana; Selena Gómez estadounidense de ascendencia mexicana, pero habla un español paupérrimo; Karla Sofía Gascón es madrileña, aunque ha trabajado en telenovelas mexicanas, y Edgar Ramírez, venezolano.
Nada que objetar, pese a la actual histeria woke sobre el apropiacionismo y demás sandeces, a que un actor interprete a un personaje de una identidad nacional, sexual o social que no es la suya, ¡por algo es un actor! Ahora bien, en este caso, dado que la película está mayormente hablada en español, los acentos resultan raros y en México esta decisión ha generado rechazo. Además, al menos en un caso, esto genera un problema serio, porque Selena Gómez -en el papel de la esposa del narco- no solo tiene un acento americano que tira de espaldas -tanto que le tienen que inventar un absurdo origen estadounidense-, sino que su español es atropellado y entorpece su actuación.
La única actriz que, para tranquilidad de la caterva woke, interpreta a un personaje del que no se apropia es Karla Sofía Gascón, que es transgénero. Toda la atención publicitaria se ha centrado en ella, que está convincente cuando da vida al siniestro narco Manitas del Monte, pero se limita a cubrir el expediente como su yo femenino, Emilia Pérez. En realidad, la reina absoluta de la función es Zoe Saldaña, en el papel de la abogada a la que contrata Manitas para que le gestione el cambio de sexo e identidad. No solo Saldaña habla un castellano mucho más fluido que Selena Gómez, sino que, sin ser cantante como ella, canta y baila con mucho más convencimiento y soltura.
Es Saldaña quien protagoniza los dos mejores números musicales de la película, que en su conjunto no se esfuerza en alcanzar niveles de Broadway. Ni las canciones ni las coreografías son particularmente brillantes, salvo esos dos espectaculares momentos de Saldaña: al inicio, en plena calle, tras defender a un feminicida como abogada, y después en una fiesta de recaudación de fondos para la asociación de Emilia Pérez. Otros números juegan de forma abierta en el territorio del kitsch, como el de la clínica de cambio de sexo, una especie de versión esperpéntica de la gloriosa escena del hospital de All That Jazz de Bob Fosse. En realidad, a Audiard lo del musical le interesa sobre todo como herramienta de distanciamiento, en la línea de lo que ya hizo Lars von Trier en Bailando en la oscuridad (que, eso sí, tenía canciones mucho mejores, compuestas por Björk).
Emilia Pérez presenta otros dos aspectos problemáticos. ¿Al abordarse asuntos tan dolorosos como los feminicidios y la violencia del narco en México de este modo, por medio del folletín telenovelesco y el musical, no se corre el serio riesgo de frivolizarlos? En relación con esta pregunta será interesante conocer la recepción del largometraje en México. Imagínense que un cineasta extranjero se atreviera a hacer algo parecido sobre el terrorismo etarra.
La propuesta de Audiard nada tiene que ver con la crudeza de La zona de interés, la novela de Amis y la película de Glazer que, al abordar el Holocausto desde la desacomplejada cotidianeidad de los verdugos, lo que hacen es sacar de su zona de confort al lector y al espectador ya curado de espanto por la de veces que le han contado eso. Uno sale con mal cuerpo de ver La zona de interés, lo cual indica que el tratamiento de shock ha funcionado, pero eso no sucede con Emilia Pérez.
Hay algunos detalles que ponen en evidencia los patinazos de Audiard con su temeraria propuesta. Por ejemplo: ¿de verdad que el bestial Manitas puede aspirar a redimir sus culpas montando una ONG para buscar desaparecidos? Y al final de la cinta, ¿no hay una desconcertante estilización y romantización de la violencia en el muy hollywoodiense enfrentamiento a tiros con armas automáticas en una película que presuntamente pretende denunciarla?
Y hay algo todavía peor. De acuerdo, podemos tragarnos -por aquello del suspension of disbelief de Coleridge- que Manitas se convierte en Emilia, acoge en su casa a su presunta viuda e hijos, y ninguno lo reconoce o sospecha que ahí hay algo raro. Pero hay que tener muchas tragaderas para aceptar que el despiadado narco se convierte de pronto en una encantadora mujer, llena de ternura y compasión. Eso sí, hasta que afloran los celos y agrede a su esposa en una escena en la que recupera la voz masculina… ¡Ay, querido Jacques Audiard, una cosa es criticar el machismo y la violencia en sociedades como la mexicana y otra acabar lanzando la facilona y tendenciosa soflama de que la feminidad es por definición empática y la masculinidad irremediablemente tóxica y agresiva!
Sin duda el mensaje recibirá en estos tiempos grandes aplausos, pero es un discurso tramposo y peligroso, cuyo despliegue hemos vivido aquí en proclamas descabelladas -¿se acuerdan de la inefable Pam?- que llegaban a identificar penetración con agresión. Bajo la radicalidad formal de Emilia Pérez subyace un discurso cargado de buenas intenciones, que, como se sabe, es de lo que está empedrado el camino hacia el infierno.