Sutil no es. Juega en la liga del body horror de David Cronenberg. Y va a por todas. Es salvaje, desquiciada, feroz, cruda hasta el extremo y al mismo tiempo disparatadamente divertida. También muy inteligente, aunque a primera vista pueda parecer una película solo apta para amantes del terror gore. Va más allá: es un cuento cruel sobre ciertas obsesiones e imposiciones de nuestra sociedad en torno al cuerpo femenino y el envejecimiento. Hablamos de La sustancia de la francesa Coralie Fargeat (París, 1976), un largometraje no apto para timoratos, que no deja a nadie indiferente desde su estreno en Cannes.
Forma parte de una estimulante corriente de películas dirigidas por mujeres que se apropian de géneros tradicionalmente masculinos como el terror y el thriller y los reescriben desde una mirada femenina y en algunos casos feminista. El argumento de La sustancia, de corte fantástico, es el siguiente: una estrella de la televisión (Demi Moore) célebre por un programa de fitness de aires ochenteros, como aquel de Jane Fonda, es despedida por el productor (Dennis Quaid), porque la edad ya le pesa demasiado.
El productor, que no por casualidad se llama Harvey, es un tipo chusco al que la cámara enfoca siempre muy de cerca, con un gran angular que le distorsiona el rostro. La decrépita estrella despedida se entera de la existencia de un tratamiento clandestino de división celular que permite volver a disfrutar de un cuerpo joven. Tras ciertas dudas, decide someterse a él. El resultado es que de su propio cuerpo surge otro, que es ella misma más joven (Margaret Qualley). Para que este pacto con el diablo funcione deben seguirse una norma básica: ambos cuerpos deben alternarse semanalmente. Mientras uno hiberna, el otro vive mediante sucesivas inyecciones de la sustancia.
Todo va más o menos bien hasta que la milimetrada pauta temporal se altera y las cosas empiezan a ir muy, pero que muy mal. Los referentes de los que parte la cineasta son claros y variados: El retrato de Dorian Gray y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde en el ámbito literario, y películas como Carrie (explícitamente homenajeada en la demencial secuencia final), las chifladas cintas de explotación de Frank Henenlotter Basket Case y Frankenhooker e incluso Freaks y El hombre elefante.
Lo que hace Fargeat es tomar un género como el terror, habitualmente en manos masculinas, y darle una lectura en femenino con temas como la cosificación del cuerpo de la mujer en la industria del espectáculo y la necesidad de mantenerse eternamente joven. Ya hizo una operación similar en su estupenda cinta anterior, Revenge, pura serie B que releía el subgénero de explotación que surgió en los años setenta del pasado siglo y que se conoce como rape & revenge.
En este tipo de películas –cuyas muestras más extremas serían La última casa a la izquierda de Craven, I Spit on Your Grave de Meir Zarchi y la sueca Thriller. A Cruel Picture de Bo Arne Vibenius– una mujer agredida se vengaba de forma violenta y letal de sus agresores. Eran títulos que planteaba dilemas éticos incómodos porque, bajo el aparente mensaje de empoderamiento femenino, tenían como principal objetivo saciar la atracción por lo escabroso de los espectadores masculinos a los que iban dirigidos y mostrar cuantos más desnudos femeninos mejor.
Fargeat no es la única que le ha dado la vuelta a este subgénero, también lo hizo después de forma brillante Emerald Fennell en Una joven prometedora. Este tipo de relectura en el ámbito del terror también la han abordado directoras como Julia Ducournau -Crudo, Titane- Rose Glass -Saint Maud, Love Lies Bleeding- y las españolas Carlota Pereda -Cerdita- y Andrea Jaurrieta en Nina.
La sustancia, con exteriores rodados en Los Ángeles -los interiores se rodaron en Francia para abaratar costes-, exprime con inteligencia a sus dos estrellas estadounidenses: Demi Moore y Margaret Qualley. La primera, de 61 años, es una veterana sex symbol que basó su carrera en el envoltorio seductor: del romanticismo fantasmagórico de Ghost al erotismo mainstream falsamente transgresor de títulos como Una proposición indecente, Acoso y Striptease, pasando por la icónica portada de Vanity Fair en la que posaba pudorosamente desnuda y ostentosamente embarazada.
Margaret Qualley, de 29 años, es hija de Andie MacDowell, ha trabajado como modelo y está embarcada en una ascendente carrera interpretativa con títulos como Érase una vez en Hollywood, Pobres criaturas y Kinds of Kindess. Los dos últimos son del iconoclasta griego Lánthimos, al que algunos achacan un regodeo en las miseras por las que hace pasar a sus personajes femeninos, lo cual ha llevado a invocar el término male gaze, acuñado hace décadas por la teórica feminista Laura Mulvey y ahora muy aireado por la cultura woke.
La idea de Mulvey es que tradicionalmente el cine ha construido a los personajes femeninos desde la mirada masculina, proyectando las fantasías y prejuicios de esa mirada. Un ejemplo podría ser el arquetipo de la femme fatale en el cine negro. Aplicando este criterio, Lánthimos sería una suerte de voyeur que cosifica a sus actrices. Algo más que dudoso, ya que ellas quedan tan encantadas que repiten con él. Qualley lleva dos y Emma Stone tres y un Oscar por Pobres criaturas.
Explico todo esto porque si Lánthimos empuja a sus personajes femeninos -también a los masculinos- hasta los abismos más grotescos de humillación, Fargeat tampoco se queda corta y aquí no hay male gaze que valga, porque es mujer. De hecho, tal como ella misma ha contado, antes de que las dos actrices aceptaran trabajar en la película, se reunió con ellas para explicarles por qué determinadas escenas eran necesarias. Y es que el nivel de exposición -no solo por los desnudos, sino por las situaciones extremas de body horror- que se les exige es máximo.
Fargeat ha optado por dos actrices célebres, porque el bagaje previo que traen consigo le resulta muy útil para la construcción dramática del dual personaje. Cuando el espectador ve a Moore, vislumbra todos los arquetipos que ha representado en la pantalla a lo largo de su carrera, mientras que en Qualley ve el descaro, la ambición y el cuerpo perfecto propios de la juventud.
Esperpéntica y desmesurada, La sustancia maneja un tipo de fantástico muy perturbador -el proceso mediante el cual un cuerpo emerge del interior del otro- combinado con un humor negrísimo. Un buen ejemplo de esto último es el macabro uso que hace al final de las emblemáticas estrellas dedicadas a famosos que se suceden en las aceras de Hollywood Boulevard.
No es una película perfecta: le sobran metraje (dura más de dos horas) y subrayados innecesarios, y la trama cae en algunas inconsistencias. Pero por encima de estos errores, queda la desacomplejada potencia de esta parábola extrema que dará mucho que hablar, como en su día sucedió con la también divisiva Titane de Ducournau cuando ganó la Palma de Oro en Cannes en 2021. Ambas son excesivas, discutibles, irregulares y se les puede criticar muchas cosas. Pero transmiten pasión por el cine y dejan imágenes que el espectador no va a olvidar con facilidad. No son ni anodinas ni inocuas. Y eso ya es un mérito.