Dos mujeres. Dos víctimas. Dos nombres que protagonizaron titulares. Dos huellas en la memoria de España. Hildegart Rodríguez y Nevenka Fernández. La primera vivió y murió en tiempos de la Segunda República, la segunda protagonizó un juicio mediático en 2002. El azar de los estrenos las ha unido, porque llegan esta semana a la cartelera La virgen roja de Paula Ortiz sobre el caso Hildegart y Soy Nevenka de Icíar Bollaín. Dos directoras. Dos miradas en femenino sobre nuestro pasado. Dos aproximaciones muy diferentes: la primera escorada hacia lo poético y lo simbólico, la segunda anclada en el realismo y lo sociológico.
Las peripecias de estas dos mujeres son de sobra conocidas y han sido abordadas previamente en ensayos, novelas, documentales y películas. Hildegart Rodríguez fue aquella chica concebida y educada con mano de hierro por su madre, Aurora Rodríguez Carballeira, para convertirla en una suerte de frankenstein feminista y revolucionario en los años treinta. Modelada y teledirigida por la fanática y psicótica progenitora, la niña prodigio estaba destinada a cambiar el mundo. Sin embargo, cuando quiso emprender el vuelo por su cuenta y abandonar el aplastante regazo materno, fue asesinada a tiros por su creadora.
Hay abundante producción sobre el caso, tanto de ficción como de no ficción, entre la que destaca el pionero ensayo de Eduardo de Guzmán Aurora de sangre; el largometraje Mi hija Hildegart dirigido en 1977 por Fernando Fernán Gómez e inspirado en este libro, y las posteriores novelizaciones de Fernando Arrabal en La virgen roja y de Almudena Grandes en La madre de Frankenstein. ¿Qué aporta la película La virgen roja –que no adapta la novela de Arrabal– a esta historia ya abordada desde diversos ángulos? El tono y la mirada propios del cine de Paula Ortiz (Zaragoza, 1979), que combina la solidez literaria de los guiones con la fuerza visual de la puesta en escena.
Licenciada en Filología, gran parte de su obra tiene una base literaria: La novia –su segundo largo, que llamó la atención por su fuerza visual– se inspira libremente en Bodas de sangre; Al otro lado del río y entre los árboles es una producción inglesa basada en la novela de Hemingway, y Teresa adapta la pieza teatral de Juan Mayorga La lengua en pedazos. La virgen roja no parte de un original literario y la directora no ha participado en el guion, pero es un material muy sólido en la construcción compleja de los personajes.
La prioridad de la cineasta no es la meticulosa plasmación del contexto histórico de la convulsa España de la Segunda República –reconstruida con buena ambientación de época, pero con ciertas ingenuidades–, ni en la fidedigna recreación de la tragedia de Hildegart, en la que asoman no pocas licencias, por ejemplo, en las figuras del pretendiente Abel Velilla y del periodista Eduardo de Guzmán. Lo que le interesa es la construcción psicológica y simbólica de los personajes centrales, en una confrontación que adquiere tintes de relato gótico, en el que son cruciales las dos actrices. Una superlativa Najwa Nimri como la adusta, vigilante y cada vez más paranoica Aurora, vestida siempre de negro y con el siniestro aire de la ama de llaves de Rebeca. Y Alba Planas como esa niña educada para ser un genio precoz que un día descubre que la vida es algo más que una colección de dogmas.
La elección de estas actrices es ya un ejemplo de la apuesta estética de la directora. No se parecen ni remotamente a los personajes reales a los que dan vida. Hildegart era una chica rolliza y Aurora una mujer todo lo inteligente y culta que se quiera, pero de aspecto tosco y rústico. Se acercaban mucho más a la verdad las dos intérpretes de la película de Fernán Gómez: Amparo Soler Leal –desatada y chillona frente a la imperturbable frialdad de Nimri– y Carmen Roldán. Paula Ortiz no busca el realismo, sino una poética goticista en la que abundan los opresivos interiores. Y sus protagonistas representan a pequeña escala el fanatismo ideológico que regó de barbarie el siglo XX.
El eje del conflicto es la lucha entre los férreos ideales de futuros perfectos y las realidades de la naturaleza humana. La madre obsesionada con la eugenesia, la liberación de las mujeres, el odio a los hombres y la transformación revolucionaria, que concibe a su hija utilizando a un cura salaz como inseminador que no podrá reclamarle la paternidad, es la personificación del fanatismo. Su empeño por construir una sociedad inmaculada, pasando por encima de la realidad, la aboca a la aberración. Tal como sucede con las ideologías totalitarias: el fascismo y el comunismo –más peligroso, porque inoculó en millones de jóvenes sueños que devinieron delirios y horror–, que queriendo edificar el mundo ideal acabaron provocando el infierno en la Tierra.
En el choque entre madre e hija tiene un papel relevante la sexualidad. Siendo todavía menor de edad y sin experiencia carnal alguna, Hildergart escribió tratados de sexología femenina –parece que muy guiada por la progenitora–, pero cuando la pura teoría dejó paso al verdadero deseo, la estatua humana creada por la chiflada Aurora empezó a desbocarse. La película se permite una licencia poética al hacer que la asesina le dispare tres tiros: uno en el sexo, otro en el pecho y otro en la cabeza. En la realidad fueron uno en el pecho y dos en la cabeza.
La confrontación entre creadora y criatura nunca cae en lo abstracto o farragoso, sino que fluye en la pantalla gracias a la puesta en escena: estilizada, envolvente, seductora. El gusto por la pincelada poética de Ortiz aparece en imágenes que beben más de lenguajes como el del videoclip y la publicidad que del clasicismo cinematográfico. Esta opción estética suele alterar a los más puristas –cuyo dedo acusador también señala a cineastas como Sorrentino, Luhrmann o Coixet–, incapaces de asumir que el lenguaje visual moderno no puede limitarse a imitar la austeridad fordiana. Aquí la directora se muestra más comedida que en sus otros largometrajes y en general le funciona, aunque tal vez podría haberse ahorrado algunos insertos simbólicos innecesarios como el subrayado visual de la estatua que se resquebraja.
Aun así, hay más creatividad visual en cualquier escena de esta película que en todo el metraje de Soy Nevenka, que juega en otra liga, con un registro formal en las antípodas. Los planteamientos formales de Icíar Bollaín (Madrid, 1967) se asientan en el realismo, en cine comprometido y con mensaje, en un estilo funcional al servicio de historias que jamás se apartan de las pautas que marca el progresismo bienintencionado. Si en su anterior largometraje, Maixabel, reivindicaba a la esposa de un asesinado por ETA que perdona al asesino, ahora aborda el caso Nevenka, aquella joven concejal del PP en Ponferrada, que fue acosada sexualmente por el alcalde hasta que lo denunció y lo llevó a un sonado juicio. El resultado es una cinta eficaz pero un poco plana, que pone ante nuestros ojos una España no tan lejana –inicios del siglo XXI– que da vergüenza ajena.
Bollaín ya había abordado el acoso y los malos tratos en la pionera Te doy mis ojos de 2003 y aquí evita con inteligencia los subrayados y opta por una medida contención para que su denuncia cale más. Por ejemplo, reduce los episodios más extremos –que se produjeron durante varios viajes– a uno solo, que de este modo acumula toda la fuerza. O muestra el posterior acoso que sufrió Nevenka en el juicio por parte del agresivo fiscal, pero no explica que tras el bochornoso interrogatorio –en el que el juez tuvo que recordarle que ella no era la acusada– este fue apartado por sus superiores y sustituido por otro.
Sostienen la película los actores: Mireia Oriol sabe transmitir el deterioro psicológico y físico de Nevenka y Urko Olazabal sale airoso del complicado reto de componer al alcalde acosador sin reducirlo a la caricatura. Inspirada en el libro Hay algo que no es como me dicen de Juan José Millás, explica razonablemente bien las aristas que tenía el caso, toma siempre el punto de vista de la víctima y trata de llegar al corazón de su desmoronamiento psicológico, sin alejarse ni un milímetro de los hechos que ya se contaron en el documental Nevenka de Maribel Sánchez-Maroto, que puede verse en Netflix.
La propia Bollaín se decanta al final por el documental y muestra las imágenes reales de los telediarios –con algunos comentarios que vistos dos décadas después nos dejan claro que la sociedad ha cambiado mucho– y de la multitudinaria manifestación en Ponferrada en favor del alcalde ya condenado, con varias señoras entre sus más fervientes y chillonas defensoras.
La victoria de Nevenka Fernández fue agridulce y paradójica. Ganó el juicio, pero perdió la batalla popular. Mientras que su acosador siguió viviendo tan tranquilo en su ciudad –y hasta volvió a salir elegido como concejal por un partido independiente que se montó tras ser expulsado del PP–, ella tuvo que marcharse no solo de Ponferrada, sino de España, y rehacer su vida en Gran Bretaña.