“¡Marcello, come here!” grita Anita Ekberg metida en la Fontana di Trevi, en una de las escenas más icónicas de la historia del cine. Otra secuencia celebérrima protagonizada por Mastroianni corresponde a uno de los episodios de Ayer, hoy y mañana: una sensual Sophia Loren en negligé y medias negras se desnuda ante un Mastroianni expectante en la cama, que de pronto empieza a aullar. Ambos se autoparodiaron en Pret-a-porter de Robert Altman, repitiendo la situación con muchos años más a cuestas.
Marcello Mastroianni -de quien se celebra el 28 de septiembre el centenario de su nacimiento y como homenaje a su figura se estrena Marcello mio, protagonizada por su hija Chiara- fue algo más que un actor, algo más que una estrella, fue un emblema. La representación por antonomasia del seductor italiano, en un amplio abanico interpretativo que iba del melancólico desapego casi existencial a la parodia más bufonesca.
Su triunfo en la pantalla forma parte del momento de máximo esplendor del cine italiano, en paralelo al milagro económico de la posguerra y los cambios sociológicos, morales y estéticos del país. Una época dorada en la que Mastroianni ocupaba el podio actoral junto con Alberto Sordi y Vittorio Gassman, rodeados casi siempre de maggioratas. Con una de ellas, Sophia Loren, rodó Marcello catorce películas en registros muy distintos, de lo cómico a lo dramático. La Loren decía que si le ofrecían un proyecto en el que compartía pantalla con él, decía que sí sin leer el guion, segura de que todo iría como la seda.
En 1948, mientras el joven Mastroianni trataba de abrirse camino como figurante en el cine, lo descubre Luchino Visconti y le ofrece papeles secundarios en sus montajes teatrales de Como gustéis de Shakespeare y Un tranvía llamado deseo de Williams, con Vittorio Gassman interpretando a Kowalski. Una década después, en 1957, el director le ofrecerá su primer papel dramático importante en la pantalla: Noches blancas, adaptación libre de la novela corta de Dostoievski. Y al año siguiente protagoniza, junto con Gassman y el gran Totó, Rufufú, la quintaesencia de la commedia all’italiana.
La consagración llega en 1960 con La dolce vita. Los productores querían a una estrella americana y barajaron a Paul Newman, pero Fellini se empecinó en Mastroianni, que se mete en la piel de una suerte de alter ego combinado del director y su coguionista, el periodista Ennio Flaiano. Fellini vuelve a recurrir a él en Ocho y medio para que de vida a un cineasta que se le parece mucho, solo que en versión más esbelta y seductora.
En estas dos obras maestras consecutivas el genio de Rimini salta las costuras de la construcción narrativa cinematográfica, con Mastroianni en el centro de ambas. Actor y director quedan ligados para siempre y emprenderán en sucesivas colaboraciones en las que el intérprete va reflejando el paso de los años: La ciudad de las mujeres, Ginger y Fred -con una interpretación prodigiosa, mezcla de patetismo y dignidad- y Entrevista, en la que Marcello se disfraza de Mandrake, uno de los personajes favoritos de Fellini. También están juntos en el proyecto maldito, nunca rodado, de El viaje de Mastorna.
La década de los sesenta del pasado siglo es el cénit de su carrera, con una sucesión de títulos relevantes como El bello Antonio de Bolognini, en la que tuvo como partenaire a Claudia Cardinale, una de las pocas estrellas femeninas que se resistió a sus encantos. También protagonizó La noche de Antonioni, con Jeanne Moreau. Esta película, junto con La dolce vita, es la que cincela la iconografía de Mastroianni como elegante galán italiano, un imaginario del que han bebido durante décadas la moda y la publicidad, recreando el arquetipo. Sus registros como actor en estos años son amplios, de la comedia negra en Divorcio a la italiana, en la que da vida a un aristócrata empeñado en liquidar a su esposa, a la contención dramática de Los camaradas de Monicelli en la que interpreta a un digno profesor de ideas anarquistas en medio de las revueltas sociales de finales del XIX.
Ya en los setenta, Marco Ferreri le permitió dar rienda suelta a un registro más grotesco, sobre todo en aquella bacanal suicida de comida, sexo y mal gusto que es La gran comilona y en ese apocalipsis de la virilidad que es Adiós al macho. Pero también en Liza y No tocar a la mujer blanca, dos de las películas que rodó con Catherine Deneuve, la mujer a la que más amó y madre de su hija Chiara. También pudo desmelenarse en la chiflada y fallida ¿Qué? de Polanski, producción italiana con estrellas internacionales.
Era algo habitual en la época, que también se dio en el caso de Amantes de De Sica, en la que compartió cartel con Faye Dunaway, con la que mantuvo un romance que la americana cortó de forma tajante cuando él se negó a divorciarse de su esposa, Floriana Clarabella. La había conocido cuando compartieron escenario en Un tranvía llamado deseo y nunca se divorció formalmente de ella, pese a que desde lo de Dunaway ya no volvieron a convivir.
En los años setenta también pudo demostrar su solvencia en el registro dramático en títulos como Allonsanfan de los hermanos Taviani, en la que da vida a un carbonario que huye de la policía, y en dos de sus mayores éxitos con Sophia Loren, el melodrama Los girasoles de De Sica y Una jornada particular de Ettore Scola, el cineasta con el que más veces trabajó, nueve en total. El papel de homosexual en los tiempos del ascenso del fascismo le permite mostrar su cara más vulnerable y sensible, como ya había sucedido con el impotente de El bello Antonio.
Ya en la década de los ochenta, Scola le regaló otro papel para lucirse, el de envejecido Casanova en la prodigiosa La noche de Varennes, la película que abre la puerta al Mastroianni que empieza a cargar con el peso de la edad, el seductor ya de retirada, que sabrá revestir de conmovedora dignidad a los personajes de los últimos años de su carrera. El loco de Enrique IV de Bellochio sobre la obra de Pirandello; el soñador enamorado de Ojos negros de Mikhalkov, inspirada en relatos de Chejov; el viejo periodista de Sostiene Pereira. También destacan sus dos colaboraciones con Angelopoulos -El apicultor y El paso suspendido de la cigüeña- y su despedida del cine de la mano de Manoel de Oliveira en Viaje al principio del mundo, rodada en 1997, el mismo año en que su última pareja, Anna Maria Tató, lo filmó en el documental-entrevista Sí, ya me acuerdo.
Coincidiendo con la celebración del centenario de su nacimiento, se estrena Marcello mio, singular largometraje del novelista y director francés Christophe Honoré, protagonizado por Chiara Mastroianni. La trama es esta: la hija tiene un sueño en que aparece su padre y después la cineasta Nicole García, durante un ensayo con el actor Fabrice Luchini, le pide a Chiara que sea menos Deneuve y más Mastroianni en su interpretación. A partir de aquí, decide transformarse físicamente en su progenitor -la semejanza es pasmosa- y pide que la llamen Marcello. El problema de esta peculiar premisa es que resulta arduo mantenerla en funcionamiento durante las dos horas de metraje y se genera un resultado muy irregular.
Lo más interesante de la propuesta son los explícitos homenajes a la figura de Mastroianni: desde la escena inicial en la que Chiara posa para unas fotografías publicitarias que evocan la mítica secuencia de la Fontana di Trevi hasta el final con referencias al cierre de La dolce vita, pasando por otros momentos que remiten a Noches blancas y Ginger y Fred. A esta última se rinde homenaje en un plató televisivo romano en el que aparece una septuagenaria Stefania Sandrelli que recuerda emocionada el rodaje de Divorcio a la italiana con un caballeroso Mastroianni, cuando ella estaba dando sus primeros pasos en el cine.
El otro punto fuerte de la película son las reflexiones -a cargo de Fabrice Luchini y Deneuve- sobre el oficio de actor y la confusión entre realidad y ficción, aspecto con el que Honoré juega a fondo. Los dos actores que interpretan a las exparejas de Chiara -Melvil Poupaud y el cantante Benjamin Biolay- son sus exparejas reales, y su madre, claro, es Catherine Deneuve, que hace de sí misma.
Quizá la escena más bella de la cinta es esa en la que madre e hija piden al actual inquilino poder entrar y ver el apartamento en que vivieron cuando Chiara era pequeña y del que cada una tiene un recuerdo diferente. La felicidad infantil en el caso de la hija, las tensiones de pareja y celos en el de la madre por los continuos devaneos e infidelidades de Marcello.
De pronto ambas se estiran en el suelo y pegan la oreja al parqué, tratando de volver a escuchar la voz de la Callas, que en el pasado era la vecina del piso inferior y a la que a veces oían cantar. El agudo crítico británico David Thomson dijo de Mastroianni que “en sus ojos resplandece la melancolía y el desencanto postcoital”. Es tal vez esta languidez, este desapego lo que lo hace irresistible. “¡Marcello, come here!” seguirá gritando Anita Ekberg, en la secuencia que lo inmortalizó.