Haber nacido en Alemania en 1945 acaso marque a un artista un destino del que será difícil escapar. Ese fue el año en que vino al mundo Anselm Kiefer, miembro de la generación que tuvo que lidiar con las implicaciones de la célebre sentencia de Adorno sobre el Holocausto y la posibilidad de continuar escribiendo poesía. Formó parte del entorno de los neoxpresionistas -Baselitz, Polke, Richter, Lüpertz y él mismo- que, cada uno a su manera, lidiaron con un pasado monstruoso que muchos de sus conciudadanos preferían olvidar. En el caso de Kiefer, su confrontación con ese tiempo oscuro fue provocadora y polémica. Ahora Wim Wenders le ha dedicado Anselm, un documental que celebra su arte de dimensiones monumentales -está rodado en 3D- y se aproxima, con cierta cautela, a su controvertida aunque ya consagrada figura.
El cineasta combina varias capas. Por un lado, filmaciones de las obras de de Kiefer en dos localizaciones: su taller-almacén en Croissy-Beaubourg, en la región parisina, un espacio tan grande que el artista se desplaza por el interior en bicicleta, y la instalación-museo del Domaine de La Ribaute, un terreno de cuarenta hectáreas en Barjac, cerca de Nimes. Se trata de una antigua fábrica reconvertida en espacio de exhibición para sus aviones, torres y otros artefactos escultóricos. Estás imágenes se complementan con material de archivo, que incluyen fragmentos de entrevistas y permiten entender su evolución. Y en tercer lugar, puntuales recreaciones ficcionadas de su infancia (lo interpreta de niño el sobrino-nieto de Wenders) y juventud (lo interpreta tomando sus primerizas fotos de campos helados el propio hijo del pintor).
Estas varias capas dan lugar a un retrato poliédrico. Lo primero que se hace evidente es la fascinación que siente el cineasta por la monumentalidad de la obra de Kiefer. Wenders filma con exquisitos movimientos de cámara las series de Mujeres de la antigüedad y Mujeres mártires, esculturas sin cabeza y con ropajes de época; los gigantescos lienzos que representan paisajes casi abstractos e incorporan a modo de collage o assemblage materiales diversos como paja, ramas o palabras escritas; las faraónicas instalaciones con aviones o enigmáticos artefactos. Todas estas secuencias traspiran una exuberancia visual embriagadora, a la altura de la maestría con la que el director filmó a los bailarines del Tanztheater de Wuppertal en su soberbio homenaje a Pina Bausch, en el que supo hacer de la necesidad virtud al fallecer de forma inesperada la coreógrafa cuando el proyecto estaba en sus inicios.
En este caso Wenders sí ha contado con el retratado, que interviene con declaraciones de forma muy puntual y generalmente esquiva, pero está omnipresente en pantalla. Esta es un aspecto muy relevante del documental: el creador en su taller. El cineasta se siente magnetizado por la fisicidad del trabajo pictórico. Kiefer aparece siempre con camiseta ceñida pese a que ya tiene una edad, el cráneo rasurado y mostrando lo que parece un combate cuerpo a cuerpo con su obra. Pinta los descomunales lienzos con ayuda de una plataforma elevadora de tijera, los quema con un lanzallamas (y uno de sus ayudantes apaga después el fuego con una manguera), o vierte plomo líquido sobre las telas dispuestas en el suelo, provistos él y sus ayudantes de máscaras con filtros para protegerse de la toxicidad de los vapores. Es una nueva variación del artista-macho alfa que encarnó en su día Picasso y después consagraron Pollock con sus gestuales drippings y Richard Serra con sus planchas de acero… Sin duda es un espectáculo muy visual, que exuda testosterona y el cineasta convierte en un gran espectáculo.
El otro aspecto relevante del documental, más didáctico, es el más complejo de plasmar, sobre todo por lo escurridizo que ha sido siempre Kiefer en sus declaraciones. En sus inicios en los años setenta generó polémica por su interés por los mitos germánicos de los que se habían apropiado los nazis y por su visión de los paisajes alemanes como patria, como heimat. Esto lo conectaba con Heidegger, cuyos textos utilizó en algunas de sus obras, aunque su principal fuente de inspiración siempre ha sido Celan, al que ha dedicado de forma directa algunas piezas y cuyos versos forman parte de otras. También, aunque menos, ha utilizado poemas de Ingeborg Bachmann.
¿Cómo puede ser que alguien que dialoga con la obra de Celan llegara a ser acusado de neonazi? Porque frente a la destrucción -en su infancia vio ciudades derruidas entre cuyos escombros se movían mujeres y niños- sus lienzos plasman el paisaje alemán y algunos críticos interpretaron la elección del tema como problemática reivindicación nacionalista. La guinda la puso su performance de reapropiación de escenarios europeos consistente una serie de fotografías en las que aparecía con el uniforme de la Wehrmacht de su padre haciendo el saludo nazi en Roma, París… Ante el escándalo, el artista jugó a la ambigüedad y reivindicó mostrar aquello que muchos querían silenciar: el ominoso pasado. Frente a esta actitud de buena parte de la sociedad alemana, él quería reabrir la herida, enfrentar a sus compatriotas con una realidad incómoda de la que no se podía pasar página sin más.
Todos los escritores y artistas alemanes de la posguerra se han visto en mayor o menor medida obligados a tener una mirada política ante el peso de la historia, porque el escapismo no era una opción. En la trayectoria de Kiefer y algunos de sus colegas fue clave la figura del artista-gurú-chamán-activista político Joseph Beuys, una suerte de hermano mayor, que convirtió sus experiencias como piloto de la Luftwaffe en la guerra en arte. Hablamos del mitificado episodio en que su stuka fue derribado en Crimea y unos tártaros nómadas lo salvaron de morir congelado envolviéndolo en fieltro y grasa animal. Kiefer participó en la famosa acción de ecologista de Beuys consistente en plantar un bosque. Esta figura tutelar aparece también como personaje en la interesantísima e incomprendida La sombra del pasado de Florian Henckel von Donnersmarck, que está inspirada de forma libre en la figura de otro gran pintor de la posguerra alemana, Gerhard Richter (al que no le hizo ninguna gracia la película).
No es el de Wenders el primer documental dedicado a la figura de Kiefer. En 2011 Sophie Fiennes -hermana de Ralph- filmó el museo de la Ribaute en el interesante Over Your Cities Grases Will Grow. Aunque mucho menos conocida que el director alemán, me permito llamarles la atención sobre su obra. Fiennes es autora de un par de cintas delirantes y geniales rodadas a mayor gloria del verborreico Slavoj Žižek: Guía ideológica para pervertidos y, mi favorito, Manual de cine para pervertidos. Es también la autora de Cuatro cuartetos, elegante filmación del recitado de su hermano Ralph del poema de Eliot sobre un escenario londinense (se puede ver en Filmin).
En cuanto a Wenders, hay que recordar que desde sus inicios ha combinado el cine de ficción con el documental y tiene en su haber el díptico japonés que forman Tokyo-Ga, su precioso homenaje a Ozu, y Notebook on Cities and Clothes, sobre el modisto Yohji Yamamoto; Relámpago sobre agua, retrato de los últimos días de Nicholas Ray; el exitosísimo Buena Vista Social Club; Pina; La sal de la tierra sobre el fotógrafo Sebastiăo Salgado, y El papa Francisco:Un hombre de palabra. Anselm se estrena unos meses después de Perfect Days, el regreso a la plena forma del cineasta en el ámbito de la la ficción. Sin duda este ha sido un gran año Wenders.