Hablamos de un tipo que se comió su zapato. De un tipo que recorrió caminando en pleno invierno los más de ochocientos kilómetros que separan Múnich de París. De un tipo que sometió a hipnosis a los actores de una de sus películas. De un tipo que en el rodaje de otra trasladó un enorme barco de 320 toneladas a través de una embarrada montaña. Sí, hablamos del ya octogenario Werner Herzog (Múnich, 1942), visionario y acaso loco del cine, sobre el que se ha estrenado el documental Werner Herzog: un soñador radical (disponible en Movistar+) y acaban de publicarse en castellano sus vibrantes memorias: Cada uno por su lado y Dios contra todos (Blackie Books).
Antes de proseguir, les aclaro algunas cosas. Lo del zapato: perdió una apuesta con el documentalista Errol Morris y en el estreno de una película de este en Berkley se comió ante la audiencia su zapato previamente cocinado, en un surreal homenaje a La quimera del oro de Chaplin que filmó para la posteridad la cámara de Les Blank. Lo de la caminata: fue una promesa para lograr la recuperación de su amiga la historiadora del cine Lotte Eisner, muy enferma; el propio Herzog contó la hazaña en el diario de aires místicos Del caminar sobre el hielo. Lo de la hipnosis: sí, hipnotizó a los actores de Corazón de cristal, que interpretaban a los seguidores sonámbulos de un supuesto profeta visionario; de hecho, primero contrató a un hipnotizador profesional, que no le convenció, y entonces se metió él en faena. Y lo del barco: lo hizo en el Amazonas, durante el rodaje de una escena sin trucos, ni maquetas, ni efectos digitales, de Fitzcarraldo.
Esta película, junto con Aguirre, la cólera de Dios, también filmada en esa jungla, es el máximo exponente de su modo de entender el cine como aventura y también una de las mejores muestras de su interés por retratar a locos e iluminados. El rodaje de Fitzcarraldo -tal como refleja el documental de Les Blank Burden of Dreams- fue tanto o más épico que la propia cinta resultante (sucede algo similar con Apocalypse Now, otro proyecto selvático y plagado de desafíos y problemas, que quedaron reflejados en el documental Hearts of Darkness).
El actor inicialmente previsto para interpretar a Brian Fitzgerald, el magnate del caucho empeñado en construir un teatro de ópera en Manaos, fue Jason Robards, pero hubo que suspender la filmación por sus achaques cardiacos. Ya no se reincorporó, como tampoco lo hizo Mick Jagger -cuyo personaje se acabó eliminando del guion- porque tenía una gira. Queda de la presencia inicial de estas dos estrellas el testimonio de algunas secuencias que llegaron a rodar. Cuando se pudo retomar la filmación meses después, siguieron los incidentes: un par de accidentes de avioneta y sobre todo la llegada como nuevo protagonista del psicótico Klaus Kinski (la cinta de Blank muestra sobradamente el suplico que suponía trabajar con él).
Pese al errático y violento comportamiento de Kinski, actor y director colaboraron en cinco largometrajes: Aguirre, Woyzek, Nosferatu, Fitzcarraldo y Cobra Verde. Esta última fue la que colmó el vaso, ya que, como explica el propio cineasta, el actor llegó a agredir físicamente a un miembro del equipo y desapareció sin terminar su trabajo. Esta relación explosiva -creativa y destructora- la abordó Herzog en su documental Mi enemigo íntimo, retrato de Kinski como genio y perturbado mental. Se habían conocido, como relata en sus memorias, cuando él era un adolescente y el entonces joven actor alquiló un piso en el edificio en el que vivía en Múnich con su familia. No es el único intérprete singular con el que trabajó: hizo dos películas -El enigma de Gaspar Hauser y de Stroszek- con Bruno S. (cuyo nombre completo era Bruno Schleinstein), un músico ambulante cuya vida había discurrido entre orfanatos y psiquiátricos.
A Herzog se lo encasilló en sus inicios en el bautizado como nuevo cine alemán -del que formaron parte figuras como Alexander Kluge, Wenders, Fassbinder, Syberberg o Schlöndorff-, pero él nunca se sintió cómodo con esta etiqueta. Este movimiento fue el equivalente cinematográfico de lo que supuso para la literatura el Grupo 47 de Grass, Böll, Bachmann, Martin Walser... Es decir, se trataba de reinventar la cultura alemana después del periodo nazi y las ruinas -físicas y morales- de la posguerra. Herzog, que, como apunta en sus memorias, “debido a mi ignorancia casi absoluta, tenía que inventar el cine a mi manera”, aportó radicalidad estética y toques surreales y vanguardistas en obras como Signos de vida y También los enanos empezaron pequeños (rodada en Lanzarote). Lo lanzó internacionalmente Aguirre, algunas de cuyas imágenes -el inicio con el ejército descendiendo por la ladera de una brumosa montaña o Kinski enardecido en la balsa invadida por monos titís- son ya icónicas.
Nunca del todo cómodo en la industria del cine alemán, que consideraba que le daba la espalda, Herzog se trasladó a finales de los años noventa del siglo pasado a Los Ángeles. Las películas de ficción de esta segunda etapa -Rescate al amanecer con Christian Bale, el remake de Teniente corrupto con Nicolas Cage, La reina del desierto con Nicole Kidman…- son mucho menos interesantes que las precedentes, pero gana fuerza su faceta de documentalista. No es algo nuevo, desde los años setenta ya trabajaba en este campo, con audaces propuestas como El país del silencio y la oscuridad, Fata Morgana, El gran éxtasis del escultor de madera Steiner y Cuánta madera roería una marmota… Sin embargo, es en su periodo americano cuando produce sus obras de no ficción más celebradas, muchas de ellas realizadas en condiciones extremas entre volcanes, montañas heladas, selvas, desiertos y gélidas aguas polares.
El heterodoxo documentalismo que practica está en las antípodas del modelo ortodoxo que representan realizadores como el prestigioso Frederick Wiseman, cuyo modus operandi consiste en hacerse invisible y dejar que la cámara atrape la realidad, sin jamás emitir opiniones ni mucho menos intervenir en lo que acontece. Herzog, opta por todo lo contrario e interviene -como narrador, como protagonista-, llevándose las imágenes a su terreno. Un ejemplo sería Lecciones de oscuridad, en el que filma los pozos petrolíferos kuwaitíes incendiados en la guerra por los iraquíes, y a partir de ellos construye una visión del apocalipsis, atrozmente bella; lo acusaron, entre otras cosas, de hacer una pirueta estética a cuenta de un desastre ecológico. Otro ejemplo: el del pingüino de Encuentros en el fin del mundo que se aleja de la colonia hacia lo que Herzog interpreta como un épico viaje hacia la autodestrucción, como si fuera una reencarnación de Lope de Aguirre. El purista Wiseman se llevaría las manos a la cabeza.
El director alemán explica en las memorias sus postulados: “Mi trabajo me ha obligado a confrontarme con los hechos desde el principio. Hay que tomárselos en serio porque tienen poder normativo, pero nunca me ha interesado hacer películas basadas solo en ellos. La verdad no tiene por qué coincidir con los hechos. De lo contrario, la guía telefónica del Manhattan sería el libro de los libros: cuatro millones de entradas, todas verificables. Pero eso no nos dice nada acerca de las decenas de James Millers que aparecen en ella. Su número y dirección son correctos, pero ¿por qué lloran sobre la almohada cada noche? Solo la poesía, la invención de los poetas, puede revelar una capa más profunda, una especie de verdad. Para ello he acuñado el término verdad extática.”
Ruede ficciones o documentales, la mirada de Herzog es la de un poeta, la de un constructor de mitos. Y él mismo se ha forjado el suyo propio. Según opina Wim Wenders, su peculiarísimo acento y la cadencia de su voz no proceden del dialecto bávaro, sino que él mismo se los ha inventado. Sobre esta tonalidad inconfundible, en los últimos años ha añadido una nueva faceta a su carrera: la de actor. Ha puesto la voz a un personaje en Los Simpson y ha interpretado a un par de malvados impagables: un inquietante mafioso ruso en Jack Reacher, con Tom Cruise, y un rufián galáctico en la primera temporada de The Mandalorian. Estos papeles lo han hecho célebre para una nueva generación que probablemente ni haya visto sus películas como director, y lo han convertido en una suerte de icono pop. Se quedó pasmado cuando en el estreno en Hollywood de The Mandalorian, la juvenil audiencia de fans de Star Wars que llenaba la sala se puso a aplaudir y vitorear cuando apareció su nombre en pantalla.
Uno de los momentos más emocionantes de Werner Herzog: un soñador radical es la visita a la casa en la que pasó parte de su infancia en el campo, cerca del pueblo bávaro de Sachrang. Alí se refugió la familia cuando empezaron los bombardeos de Múnich. El anciano cineasta evoca recuerdos -la madre, los juegos, el hambre- y, con lágrimas en los ojos, habla de una cascada. Se adentra en el bosque acompañado por el equipo de filmación y cuando llega a ella, dice: “Este es mi lugar, aquí es donde pertenezco. Llevamos nuestro paisaje en el alma. Este es mi paisaje. Este soy yo”. Herzog fragua ante nuestros ojos otro de sus mitos.