Green Border arranca con un majestuoso travelling a vista de pájaro sobre un frondoso bosque: es la frontera verde a la que hace referencia el título. Pero a los pocos segundos la imagen pierde el color y vira al blanco y negro, que se mantendrá a lo largo de toda la película. Esta decisión estética de la veterana cineasta polaca Agnieszka Holland (Varsovia, 1948) refuerza el tono sombrío y grave de una cinta empeñada en mostrar aquello que nadie quiere ver.
Parte de un episodio real: en 2021, en el marco de una crisis diplomática con la Unión Europea, el presidente bielorruso Lukashenko amenazó con inundarla de emigrantes ilegales desde sus fronteras con Lituania, Letonia y Polonia. Su país empezó a emitir engañosas visas turísticas sin restricciones, se produjo un efecto llamada y no tardó en generarse una crisis humanitaria.
Los guardias bielorrusos permitían el paso por su frontera de los emigrantes a los que, una vez en Polonia la policía detenía y devolvía en caliente a Bielorrusia, sin miramientos y sin atender a tecnicismos legalistas. Los ilegales se convirtieron en una incómoda pelota que se iban lanzando de un lado a otro de las alambradas. Carne de cañón de un juego político. Al parecer, se dieron situaciones kafkianas como la de un grupo que quedó bloqueado durante días en tierra de nadie, porque no les permitían ni avanzar ni retroceder. Esta situación no aparece en la película, que sí refleja otras tanto o más atroces, como la escena en la que un par de guardias fronterizos polacos lanzan el cadáver de un emigrante al otro lado de la alambrada, que previamente les han tirado los bielorrusos, porque nadie quiere responsabilizarse del muerto.
No es este el primer largometraje que aborda el drama de la emigración ilegal ni será la último. Este tipo de cine socialmente comprometido, que busca denunciar y despertar conciencias, suele empantanarse con facilidad en varios peligros: la simplificación demagógica, el buenismo simplón que busca el aplauso fácil, el sermón dogmático, la sentimentalización que obvia el mínimo rigor analítico y lo fía todo a la emotividad a flor de piel y, last but not least, lo que podríamos denominar la pornografía del horror, es decir cierto regodeo sádico en propinar golpes bajos al espectador con la excusa de ganarlo para la causa.
Green Border en algunos casos bordea y en otros cae de lleno en varios de estos errores, pero hay que agradecerle a la cineasta el esfuerzo por eludir el esquematismo facilón y tratar de mostrar la realidad en toda su complejidad. Lo hace mediante una estructura coral que se presenta de forma episódica y va componiendo un mosaico de perspectivas.
Tenemos por un lado a una familia de exiliados políticos sirios, con niños y abuelo, a los que se une una mujer afgana que huye de los talibanes, y de fondo algunos emigrantes económicos africanos. Están por otro lado los guardias fronterizos polacos, representados por un joven de la zona que ha encontrado una salida laboral con ese trabajo y cuya mujer está embarazada. Este personaje, al que han adoctrinado en el discurso de despojar de humanidad a los emigrantes, acabará cambiando abriendo los ojos y cambiando de actitud tras un episodio traumático.
El siguiente vértice del poliedro lo forma un grupo de activistas que ayudan a los ilegales sin saltarse nunca la ley, es decir les proporcionan alimentos y asistencia médica y legal, pero no los acogen ni los esconden. Y por último, se suma una psicóloga solitaria que vive en el área fronteriza y decide sumarse al grupo de ayuda humanitaria. Sin embargo, ante la desoladora tragedia diaria con la que se topa, opta por hacer justicia a su manera y, saltándose las leyes, asume el riesgo de ser detenida.
El problema es que en este armazón coral con pretensiones dialécticas faltan los actores más incómodos del problema de la emigración ilegal, esos que el buenismo progresista suele ignorar interesadamente. Por un lado, no hay atisbo del negocio de las mafias que han crecido alrededor de este asunto, ya que los exiliados sirios protagonistas llegan a Europa guiados por un hermano de la esposa, que vive en Suecia y les consigue el transporte, aunque al final todo falla y quedan abandonados a su suerte. Por otro, tampoco se representa debidamente a la población local que se ve directamente afectada por una situación que se desborda (que se lo digan a los habitantes de Lampedusa y algunas islas griegas). Es el gran tabú del buenismo, que enseguida acusa a todo el mundo de racista desde sus cómodas atalayas.
Además, se echa en falta una mayor complejidad en el dibujo de algunos personajes, como el joven guardia fronterizo que pasa de cumplir las órdenes sin cuestionarse nada a actuar para no perder su dignidad humana. Y en algunos momentos Holland se deja llevar por la ya mencionada pornografía del horror. Acumula episodios, que con toda probabilidad estarán basados en testimonios reales, de pura crueldad sádica por parte de la policía de fronteras, en especial la bielorrusa. La reiteración genera el efecto contrario al buscado: pierde impacto y deriva hacia lo caricaturesco. En cambio, los emigrantes son todos perfilados como seres angélicos, sin mácula, según marcan los dogmas del buenismo.
Con todo, frente a otras propuestas mucho más esquemáticas y tramposas -véase Mediterráneo, el publirreportaje a mayor gloria de Oscar Camps-, Green Border trata al menos de abrazar la complejidad, aunque se quede algo corta. Y además presenta una propuesta estética interesante -el uso del blanco y negro y las imágenes de aire documental del director de fotografía Tomasz Naumiuk- al servicio de un cine de denuncia. Ello se debe a que Agnieszka Holland no es una cándida jovencita idealista, sino una mujer de 74 años con una extensa carrera internacional a sus espaldas, que ha practicado un cine de corte humanista, eludiendo lo panfletario.
Formada como asistente de dirección de Andrej Wajda y Krystof Zanussi, realizó varios largometrajes en Polonia antes de marcharse a Francia en vísperas de que el gobierno comunista del general Jaruzelski declarara la ley marcial. Trabajó a partir de entonces en diversos países europeos y en Estados Unidos, con títulos como Europa, Europa; Vidas al límite, el biópic sobre Verlaine y Rimbaud (interpretado por Leonardo di Caprio), o la adaptación de Henry James Washington Square. En Estados Unidos se ganó la vida dirigiendo episodios de series como The Wire, Treme, The Affair y House of Cards.
Tras su prolongada etapa americana, ha vuelto a Europa con dramas de época como Mr Jones, sobre Gareth Jones, el periodista británico que destapó las mentiras del paraíso obrero soviético denunciando la hambruna de los años 1932 y 33, y Charlatán, sobre Jan Mikolasek, curandero checo perseguido por nazis y comunistas. Con Green Border aborda un problema que forma parte de nuestra realidad y salta a los telediarios cuando adquiere magnitud de tragedia.
El cine de vocación más social y política lo ha reflejado desde diversas miradas: a principios de este año llegó a las pantallas Yo capitán de Matteo Garrone, áspero y por momentos poético retrato de la emigración económica africana a través de Libia, y poco después la despedida del cine del panfletario Ken Loach con El viejo roble, sobre la llegada de un grupo de refugiados sirios a un pueblo minero inglés en declive. Ahora Agnieszka Holland muestra ambición y resultados irregulares en su tentativa de plasmar la incómoda trastienda de Europa.