El problema de la mayoría de biopics musicales es que están reñidos con la verdad. Sin el beneplácito de los herederos -o del propio interesado, si está vivo- no se consiguen los derechos para reproducir la música y en ocasiones es el propio entorno familiar del retratado quien financia la película, lo cual es todavía peor. Hay manipulación desvergonzada e interesada en títulos recientes como Bob Marley: One Love (sobre el rey del reggae) y Back To Black (sobre Amy Winehouse). Y quizá el ejemplo más bochornoso sea aquella ridícula hagiografía de Freddie Mercury titulada Bohemian Rhapsody.
Segundo premio, el maravilloso largometraje de Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez sobre el grupo indie granadino Los Planetas plantea con desinhibido descaro el asunto de la verdad y el mito. Ya en los créditos iniciales se nos advierte: “Esta no es una película sobre Los Planetas. Esta es una película sobre la leyenda de Los Planetas.” Sin embargo, en este caso el propósito no es justificar todas las edulcoradas mentirijillas que se nos van a colar, sino apuntar, con una pincelada de ironía, que estamos ante una propuesta libérrima que se acerca a la médula de lo verdadero a través de una creatividad despojada de corsés.
Y es que esta cinta juega en la liga de los biopics musicales más estimulantes, porque se atreven a tomar riesgos y alejarse de lo plúmbeo, plano, previsible y tramposo. Los biopics que no cincelan la patraña oficial, sino que se atreven a hacer cine en serio. Ahí está el Elvis de Baz Luhrmann -¡vaya, ya oigo a los haters del cineasta refunfuñando!-, que como sabe que la verdad es inalcanzable cuenta la historia a través del testigo menos fiable: el siniestro coronel Parker.
Ahí está también Control, la delicia arty y en blanco y negro de Anton Corbjin sobre Ian Curtis y Joy Division. Y sobre todo, la más radical y magistral, I’m Not There de Todd Haynes, el mejor acercamiento al escurridizo Bob Dylan de las mil caras, al que interpretan una sucesión de actores -incluidos un niño negro y a Cate Blanchett- como piezas de un puzzle aproximativo al enigma de un cantante camaleónico y con más vidas que los heterónimos de Pessoa.
Este es el campo de juego de Segundo premio, que desvela la verdad de Los Planetas a través de su mito. Se trata de una ficción fragmentaria, con puntos de vista alternos, cuyas voces en off intervienen en más de una ocasión tras una escena para advertirnos de que “esto en realidad no sucedió así”. Incluso hay un momento en que una de esas voces sentencia: “Todas las historias sobre bandas de rock son mentira”.
Asumiendo la imposibilidad de contar la verdad sirviéndose de los mecanismos narrativos habituales, la película juega de forma desinhibida con escenas psicodélicas en las que alguien atraviesa un espejo o levita en el aire. Maneja la fabulación a través de las voces cruzadas que con insistencia recalcan que “en el siglo XX las cosas eran así”, como si los años 90 fueran un escenario remoto como la Tierra Media de Tolkien.
Estos recursos -utilizados con mesura y perfecto equilibrio, que nadie se asuste- se ponen al servicio de una trama que cuenta un momento crucial de la banda granadina: la grabación de su tercer álbum, el aplaudidísimo Una semana en el motor de un autobús (su primer tema, es el que da título a la cinta).
Su segundo disco había sido un fracaso, tienen problemas con la discográfica y temen estar vendiendo su alma y su pureza al diablo del mercado. Una escena muestra cómo boicotearon su propia actuación en playback en un programa de televisión. La formación se ha descompuesto: se han largado May Oliver, la bajista que tocaba de espaldas, y el batería. Además hay tensiones entre los dos líderes, el cantante Jota y el guitarrista Florent, en las que mucho tiene que ver el consumo de drogas duras. En medio de todo este desastre, el sueño de Jota es grabar el disco en Nueva York.
Para ellos esa ciudad es el territorio mítico de The Velvet Undergroud, una influencia clave. También lo es Manchester por Joy Divison, otra inspiración clave en la conformación de su sonido. Sin embargo, su territorio es Granada –“la única ciudad del mundo que tiene nombre de bomba”, dice uno de los personajes-, retratada en la pantalla sin asomo de postal y con referencias a Lorca, Enrique Morente y Lagartija Nick.
Los fans del grupo disfrutarán, sin duda, por el amor por los detalles con el que se ha rodado la película y el mimo con el que retrata el caótico proceso creativo del álbum. También disfrutarán quienes no hayan oído hablar de Los Planetas, porque Segundo premio es, por encima de todo, una historia de amor y amistad triangular (entre Jota, Floren y la bajista May Oliver, que deja el grupo para sobrevivir y estudiar en la universidad). Un amor imposible, lírico y desgarrado como aquellos de la nouvelle vague -Jules et Jim, Bande à part- protagonizados por jóvenes aspirantes a malditos.
Esta historia a tres voces sobre una juventud que quiere comerse el mundo y puede acabar devorada por él es un prodigio de sensibilidad, al que contribuye el entregado y excepcional trabajo de los tres actores principales: Daniel Ibáñez como Jota, Cristalino como Florent y una enigmática y sensual Stéphanie Magnin como May Oliver. Suma veracidad al conjunto la incorporación en el reparto de músicos como Mafo, que interpreta al nuevo batería del grupo, el célebre Eric Jiménez (que también tocó con Lagartija Nick y con Enrique Morente, y ha escrito el libro de memorias Cuatro millones de golpes (Plaza & Janés).
Por encima de todo, disfrutará la película cualquier amante del buen cine, porque es visualmente deslumbrante, gracias al trabajo del director de fotografía Takuro Takeuchi. Con una cámara siempre en movimiento, imagen con grano, iluminación poco ortodoxa e incluso contraluces que queman la imagen, consigue unas texturas y unas tonalidades vibrantes. Logra retratar los tugurios, las barriadas y los ambientes sórdidos con una belleza arrebatada y decrépita.
Segundo premio ganó la Biznaga de Oro a la mejor película en el pasado Festival de Málaga, además de los premios a mejor dirección y montaje. Generó de inmediato el runrún -de vez en cuando la crítica sí sirve para algo- de que era una película muy especial, importante. Su existencia es casi un milagro: ha sido un proyecto de larguísima gestación, al borde del descarrilamiento. Lo inició Jonás Trueba, con el guionista granadino Fernando Navarro, pero no se puso de acuerdo con los miembros del grupo sobre el enfoque y lo abandonó. Lo retomó Lacuesta, con Navarro abordo, pero en pleno rodaje tuvo que marcharse por un grave problema familiar. Entonces Pol Rodríguez asumió el papel de codirector sobre el terreno, con Lacuesta en remoto.
En cuanto a la relación con Los Planetas, un grupo con fama de cultivar el secretismo, accedieron a dar los derechos de las canciones sin inmiscuirse. Se les consultaron detalles, pero con el compromiso de que Lacuesta haría el largometraje que quería. Nada de biopic hagiográfico, nada de imbécil celebración del desmadre rockero. Una película poética y veraz sobre las heridas de la juventud. Una conmovedora historia de amor y amistad a tres bandas. La mejor película posible sobre Los Planetas o sobre su leyenda. Y por encima de todo una apuesta cinematográfica audaz, heterodoxa y libre. Un hito del cine español.