¿Les apetece adentrarse en las entrañas de un restaurante con tres estrellas Michelin, concretamente el Troisgros, en la región de Ródano-Alpes? ¿Disponen de cuatro horas, que es lo que dura el documental El gran menú que estrena este viernes Filmin? Si se animan, contarán con un cicerone de lujo: Frederick Wiseman (Boston, 1935), que sigue activo a sus 94 años y tiene ya el incontestable estatus de maestro del género.
Los inicios de su carrera se sitúan en un momento decisivo de la evolución del cine documental. En la década de los sesenta del pasado siglo se apostó por plasmar la realidad de forma directa y sin filtros, partiendo del concepto de cine-ojo del clásico soviético Dziga Vertov. En Francia a esta corriente se la llamó cínema vérité y su producción más emblemática fue Chronique d’un été (1960) del cineasta y antropólogo Jean Rouch y el filósofo Edgar Morin.
En Estados Unidos se la bautizó como direct cinema y sus representantes más destacados fueron los hermanos Maysles, con obras como Saleman (1968) y Grey Gardens (1976). También filmaron -con la colaboración de Charlotte Zwerin- el concierto de los Rolling Stones en Altamont (Gimme Shelter, 1970) y retrataron a Truman Capote en un documental inacabado titulado With Love from Truman. Otra figura relevante de este movimiento fue D. A. Pennebaker, autor de Don’t Look Back (1965), sobre Bob Dylan, y Monterey Pop (1968).
En cuanto a Wiseman, debutó en 1967 con Tititcut Follies, película polémica y durante un tiempo prohibida en varios estados, que retrataba con crudeza las condiciones de vida de los reclusos de una prisión psiquiátrica. Durante la primera etapa de su carrera se dedicó a retratar con aguzada mirada sociopolítica el funcionamiento de instituciones como la policía de Kansas (Ley y orden, 1969), el Hospital Metropolitano de Nueva York (Hospital, 1970), la base militar de Fort Knox (Basic Training, 1971) o el Centro Nacional Yerkes de Investigación de Primates en Primate (1974), que también generó revuelo, por los paralelismos que establecía entre los monos y sus cuidadores.
Con casi una cincuentena de títulos a sus espaldas, el veterano director nunca se ha sentido cómodo ante el empeño de encasillarlo en el cinéma vérité y el direct cinema. Es cierto que sus postulados de partida son los de esta escuela: rodaje no invasivo para capturar la realidad que fluye sin filtros ante la cámara. Wiseman aspira a ser una suerte de testigo invisible que pasa por completo inadvertido. En sus documentales no hay una voz en off explicativa, ni jamás entrevista a alguien para que haga declaraciones a la cámara. Las informaciones que recibe el espectador le llegan a través de lo que muestran las imágenes y de lo que los personajes retratados verbalizan en conversaciones que mantienen entre ellos.
Sin embargo, la neutralidad absoluta es una quimera, porque tal como critican los detractores de la pretendida pureza de este tipo de cine, la mera presencia de una cámara produce una inevitable alteración de la realidad. A este respecto, el cineasta nunca ha sido ingenuo, siempre ha tenido claro que filmar supone intervenir. Porque la decisión de qué aparece en el plano y qué queda fuera implica elegir y primar un aspecto sobre otros. Y las elecciones continúan en el proceso de montaje, durante el cual la mirada del director sigue seleccionando y por lo tanto manipulando.
Wiseman se reivindica como un creador, no como un testigo que se limita a levantar acta. Sus películas no tienen un arco narrativo al uso como sucede en el cine de ficción, pero sí crea -a través de la ordenación de las secuencias y el montaje- una estructura dramática y unos ritmos internos que dan cohesión y sentido a la obra. Para entender su proceso creativo tal vez sea relevante conocer estos datos: suele rodar una media de seis o siete semanas, en las que produce hasta ciento cincuenta horas de metraje. El momento crucial viene con la selección y estructuración de este ingente material en la sala de montaje, proceso que puede llevarle en torno a un año de trabajo.
Su metodología observacional durante la filmación es útil para atrapar lo que más le ha interesado siempre como documentalista: los procesos, las rutinas y rituales laborales, la mecánica del funcionamiento interno de una organización. Si la primera etapa de su carrera es, en esencia, el metódico retrato sociopolítico de la realidad estadounidense a través de sus instituciones, con el tiempo ha ido ampliando su campo de interés y enriqueciendo el aspecto visual de sus propuestas. Ha pasado del blanco y negro al color, cuida cada vez más la puesta en escena -es decir los encuadres y el montaje- y ha abierto su marco de actuación más allá de Estados Unidos, rodando en Europa, sobre todo en Francia.
Sus películas son cada vez más largas y se caracterizan por un ritmo parsimonioso no apto para todos los espectadores. Largas secuencias en las que en apariencia apenas sucede nada y observación minuciosa de los detalles para visualizar los procesos. Su interés por los temas de calado sociopolítico ha dado paso a una creciente fascinación por los procesos creativos y la cultura.
Su obra de madurez ha dado documentales admirables como The Games of Love (1996) sobre la Comédie-Française; La danza (2009), sobre el ballet de la Ópera de París y con toda probabilidad su obra maestra; At Berkley (2013), retrato de la famosa universidad; National Gallery (2014) sobre el museo londinense; In Jackson Heighs (2015), recorrido por este barrio neoyorkino; Ex Libris (2017) acerca de la biblioteca pública de Nueva York, y City Hall (2020), centrado en el ayuntamiento de Boston. Filmin dispone de una veintena de sus títulos de juventud y madurez y ahora incorpora su última producción: El gran menú (2023).
El origen de este proyecto fue fortuito: Wiseman pasó en la casa de unos amigos franceses en la Borgoña los meses de confinamiento de la pandemia y, para agradecerles su hospitalidad, quiso invitarlos a un restaurante con tres estrellas Michelin. Comieron en el Troisgros, regentado por una familia que lleva en el negocio gastronómico cuatro generaciones. Al llegar los postres, el joven chef salió a saludarlos y el director se presentó y le preguntó si podía rodar allí un documental. El cocinero le dijo que tenía que consultarlo con su padre, el chef titular, que en ese momento no estaba allí. El padre buscó el nombre del cineasta en la Wikipedia y dio el visto bueno.
Para alguien interesado en la plasmación de los mecanismos, procesos y rutinas de los oficios, un restaurante de alto nivel es un punto de partida muy jugoso y visualmente seductor. Wiseman documenta de forma meticulosa la preparación de ingredientes y platos, el trabajo de los equipos de cocina y de la sala. Retrata además los paisajes de la zona y transmite la idea de pertenencia que simbolizan las cuatro generaciones de esta familia arraigadas al territorio. Lo cual se materializa en la relación con los proveedores, a los que dedica muchos minutos: vendedores del mercado local, ganaderos, agricultores, viticultores, un afinador de quesos y un apicultor.
Se aprecia, eso sí, cierta ingenuidad por parte de un documentalista tan experimentado al convertirse en vocero de los relamidos discursos ecológicos de todos estos productores. No deja de ser naif tragarse esta apología de la sostenibilidad y la excelencia que solo es viable en el privilegiado contexto de un restaurante con menús a trescientos y hasta quinientos euros y con botellas de vino en su bodega de 6.000 y hasta 20.000 euros.
Dada la cargante omnipresencia de presuntos geniecillos esferificadores y cocineros con bochornosas ínfulas de filósofos y estetas, es importante destacar que El gran menú no participa de esta feria de las vanidades de los chefs convertidos en evanescentes estrellas mediáticas. El documentalista norteamericano se mantiene alejado de todas estas sandeces y fiel a su estilo austero, sosegado y meticuloso. Wiseman siegue siendo un maestro en el arte de filmar sin entrometerse y su trabajo de montaje es prodigioso. Forja una estructura narrativa liviana, apenas perceptible, pero eficaz para dar coherencia y sentido a la realidad que plasma, a la historia que nos cuenta.