Man Ray y Marcel Duchamp juegan una partida de ajedrez en un tejado parisino. La escena pertenece a Entr’acte de René Clair, cortometraje de 1924, a caballo entre el dadaísmo y el surrealismo. Fue concebido para ser proyectado en el entreacto de Relâche, el ballet creado por Francis Picabia, con música de Eik Satie y coreografía de Jean Börlin, bailarín de los Ballets Suedois. Eran tiempos en que el cine -todavía mudo- estaba fraguando su sintaxis visual y exploraba con osadía nuevas posibilidades expresivas (expresionismo alemán, montaje soviético, avant-garde francesa…). Tiempos en que este nuevo medio expresivo seducía a artistas y escritores (recuérdese el entusiasmo de los miembros de la Generación del 27 por el slapstick de Keaton, Chaplin y Lloyd, o la idolatría de Breton y Aragon por Musidora, la diva que interpretaba a Irma Verp en Los vampiros de Louis Feuillade). Tiempos de vasos comunicantes entre las vanguardias plásticas, literarias, musicales y cinematográficas.
Y es que mientras el cine consolidaba su narrativa, cincelaba los géneros, creaba el estrellato y construía una industria, con Hollywood como paradigma, se desarrolló en paralelo otra manera de entender esta nueva forma artística, que no pasaba por la narración convencional, sino que buscaba la fuerza pura de las imágenes. El cine -una pequeña parte de él- abrazó las vanguardias. En Francia surgieron figuras, conectadas sobre todo con el surrealismo, como el primer René Clair (la mencionada Entre’acte y también Paris qui dort de 1925), Jean Epstein (El hundimiento de la casa Usher, 1928, de la que fue ayudante de dirección Luis Buñuel), Germaine Dulac (la poderosa La Coquille et le clergyman de 1928, a partir de un guion de Artaud), Buñuel con Dalí (Un Chien Andalou, 1929) y sin Dalí (L’Age d’Or, 1930), y Jean Cocteau (La sang d’un poète, 1932). A ellos hay que sumar al norteamericano instalado en París Man Ray (1890-1976), autor de cuatro cortometrajes que, restaurados, se presentaron en la sección de clásicos del pasado festival de Cannes y ahora están disponibles en Filmin. Reunidos bajo el título genérico de Return to Reaseon, incorporan una sugestiva banda sonora compuesta para este relanzamiento por Sqürl, el dúo musical que tiene Jim Jarmusch con Carter Logan.
Man Ray conoció en Nueva York en la década de 1910 a Duchamp y Picabia y formó parte del grupo dadaísta de esa ciudad. En 1921 se instaló en París, de donde tuvo que marcharse al estallar la Segunda Guerra Mundial, pero regresó en 1951 y pasó allí el resto de su vida (está enterrado en el cementerio de Montparnasse). En los años veinte formó parte del núcleo del grupo surrealista como artista polifacético.
En su faceta de pintor destacan los labios suspendidos en el vacío de Observatory Time: The Lovers, la mesa de billar de aires dalinianos de La Fortune y el Imaginary Portrait of the Marquis de Sade, un escritor que le influyó mucho, como a otros surrealistas. Creó también readymades y objetos surrealistas, tres de ellos muy relevantes: Object to Be Destroyed (el metrónomo con un ojo), Gift (la plancha con púas) y L’Enigme d’Isidore Ducasse (inspirado en Lautreamont y consistente en algo misterioso envuelto en tela y atado con cuerdas). También es suya la Venus Restaurée, escultura de un torso femenino atado con cuerdas –nuevo ejemplo de su fascinación por Sade-, que conecta con las perturbadoras muñecas de Hans Bellmer.
Sin embargo, su lugar en la historia del arte del siglo XX se lo debe sobre todo a su producción como fotógrafo. En este campo experimentó con novedosas técnicas de fotografía sin cámara mediante la exposición directa de la película a la luz y la manipulación de los negativos, en lo que llamó rayogramas y solarizaciones. Y aportó además inolvidables imágenes surrealistas, muchas veces vinculadas con el erotismo y la celebración del cuerpo femenino. Inmortalizó a Kiki de Montparnasse en Le Violon de Ingres, en Noir et Blanche y en algunos exquisitos desnudos. También posaron para él -y se formaron con él como futuras fotógrafas- Lee Miller y Berenice Abbot.
Con Miller vivió una intensa relación amorosa y sus desnudos se cuentan entre los más sensuales de Man Ray. La ruptura con ella le inspiró una de sus fotos icónicas, Les larmes, primerísimo plano de un rostro con gotas bajo los ojos muy abiertos. Además, retrató a la plana mayor del mundillo cultural de aquel entonces: Tzara, Breton, Miró, Meret Oppenheim, Duchamp travestido como Rsose Sélavy, Gertrude Stein, Joyce, Picasso, Dalí, Peggy Guggenheim, Dora Maar, Artaud, Cocteau…, y trabajó también como fotógrafo de moda.
Muy conectado con su obra fotográfica, su cine se caracteriza por la experimentación con nuevas técnicas y la exploración del eros. Su breve corpus en este campo lo forman los cuatro cortometrajes filmados en los años veinte. La primera pieza es Return to Reason, rodada en 1923 y de solo dos minutos. Juega con el raspado de los fotogramas, hace un uso directo del negativo y crea ritmos visuales. Y al final nos regala una de las visualizaciones eróticas más potentes de su producción: la luz del sol filtrada por unas cortinas crea sinuosas ondulaciones sobre los senos en el torso una mujer. No estamos ante un cine narrativo que cuenta una historia, sino ante la fuerza desnuda de las imágenes. En su día se denominó a este tipo de propuestas visuales abstractas cine puro, corriente a la que pertenecen también los ejercicios cinematográficos de Duchamp (Anemic Cinéma), Léger (Ballet Mécanique), Walther Ruttmann y Hans Richter.
En 1926 Man Ray dirigió Emak-Bakia, subtitulada Cinepoema, de dieciséis minutos. En ella sigue la experimentación visual de carácter abstracto y las imágenes que crean pequeños poemas visuales -olas en una playa, peces en un acuario, cuellos de camisa-, pero en este caso hay un difuso hilo narrativo que encadena o rima esas imágenes. La que cierra la película es poderosísima: el rostro de una modelo con unos extraños ojos que resultan estar pintados sobre los párpados, cosa que el espectador descubre cuando los levanta y aparecen los verdaderos ojos. La mirada cierra la película, como antítesis del ojo seccionado por la navaja de barbero que tres años después abrirá Un Chien Andalou de Buñuel y Dalí.
La obra maestra de Man Ray llegó en 1928: L’etoile de mer, de quince minutos, a partir de un poema de Robert Desnos, del que también se citan otros versos surrealistas: Les dents des femmes sont objects si charmants/qu' on ne devrait les voir qu' en rêve ou à l'instant de l'amour (Los dientes de las mujeres son tan deliciosos/que solo deben verse en sueños o en el instante del amor); ll faut battre les morts quand ils sont froids. (Uno debe golpear a los muertos mientras están fríos); Belle, belle comme une fleur de verre/ Belle comme une fleur de chair/Belle comme une fleur de feu (Hermosa, hermosa como una flor de cristal/Hermosa como una flor de carne/Hermosa como una flor de fuego).
Para crear imágenes espectrales, el cineasta utiliza el sencillo truco de colocar delante del objetivo de la cámara una placa de cristal con gelatina solidificada. Con ello consigue unas distorsiones que generan un efecto surreal. La película supura erotismo: el pie de la muchacha sobre el libro abierto y la estrella de mar que, con su enigmática y sensual forma, se convierte en imagen del deseo y del amor perdido. En el cortometraje participó Kiki de Montparnasse y en la última escena aparece el propio Desnos, que años después, tras ser detenido por los nazis por pertenecer a la resistencia, moriría en el campo de concentración de Theresienstandt, (hay una última foto de él, espeluznante: sale con rostro cadavérico, sentado en el suelo con otros prisioneros).
La cuarta película de Man Ray, Les Mystères du Chateau du Dé, rodada en 1929, es la más larga, de veintisiete minutos. Partió de un encargo de los vizcondes de Noailles (esos aristócratas amigos de los vanguardistas, a los que producir la sacrílega y erótica L’age d’or de Buñuel les costó convertirse en apestados en los círculos de la alta sociedad). Charles y Marie-Laure de Noailles querían una película de su casa de veraneo en Hyères. La mansión -hoy museo- se había terminado en 1927 y era obra del arquitecto vanguardista Robert Mallet-Stevens (autor también de los espectaculares decorados de L’inhumaine de Marcel L’Herbier, obra magna del cine mudo francés). Contaba con un jardín cubista diseñado por Gabriel Guevrekian, mobiliario de arquitectos-diseñadores como Jean Prouvé y Eileen Gray, piezas textiles de Raoul Dufy y Sonia Delaunay, esculturas Brancusi, Giamcometti, Laurens y Lipchitz, y cuadros de Mondrian, Braque…, todo lo cual aparece en la película.
Man Ray filma la casa, pero no se queda en el mero documental de arquitectura, sino que construye una tenue trama con dos visitantes sin rostro -cubiertos con medias para crear ese efecto- que generan una perturbadora imagen onírica (son primos hermanos del hombre sin faz de la secuencia del sueño daliniano de Recuerda de Hitchcock). Las cuatro figuras de rostro desfigurado que aparecen en la escena de la piscina son los condes, el compositor George Auric y el propio director. Este crea un poema visual con fantasmas suspendidos en el tiempo a partir del célebre verso mallarmeano “Una tirada de dados jamás abolirá el azar”, con unos dados que abren y cierran la película.
Búsquedas vanguardistas como las de Man Ray abrieron caminos no muy transitados, pero nunca clausurados. Son los senderos de otro cine, experimental, alejado de la narrativa ortodoxa, vinculado con las artes plásticas y la poesía. Un cine que siguió dando frutos notabilísimos, entre los que destaca el cortometraje Meshes of the Afernoon de Maya Deren y su marido Alexandr Hackenschmied, un hito dela vanguardia estadounidense, rodado en 1943 en California. Aunque no consta que se encontraran, en aquella época Man Ray estaba viviendo allí, exiliado por la guerra de su amado París. Un año después Deren filmó en Nueva York -en Art of This Century, la galería de Peggy Guggenheim- la inacabada The Witch’s Cradle, en la que aparece Marcel Duchamp, el ajedrecista que jugaba con Man Ray en un tejado parisino.