“Aquel que al nacer no lleva en el pecho su propia gloria jamás conocerá el significado de esta palabra”, escribió Villiers de l’Isle-Adam. El poeta maldito, taciturno y pobre, fallecido en 1889, proclama la autoexigencia de las vanguardias sobre una de sus formas extasiadas, como la alta costura. El mismo cineasta Lucino Visconti afirma haber aprendido esta lección, cuando conoce a Cocó Chanel, como invitado a su salón de la Place des États-Units. Se trata del mismo lugar en el que Pablo Picasso esboza un retrato de Chanel y se trata del mismo cuadro que Cristóbal Balenciaga compra y le regala a la modista, para agradecerle sus buenos consejos en el primer desfile (1937) de la Maison Balenciaga, en París.
La alta costura es un arte reflexivo que se sostiene más allá de las barreras de la moda. En el París de los años treinta, las emociones cambian cuando se accede desde la calle al attellier de Balenciaga, cuya forma se adecua al tema; la sobriedad de sus desfiles iguala al cine ascético de Robert Bresson. La serie televisiva Cristóbal Balenciaga ha narrado la historia del hombre que se atrevió a desafiar su estatus social como hijo de una costurera y un pescador. La serie de seis capítulos emitida por Disney+ clarifica el drama de la vida de un creador marcado por su rectitud estética; de un artista que rechazó serlo y se autodenominó artesano, en la piel del polifacético actor Alberto San Juan, que borda la personalidad del modisto con ráfagas de mirada severa y el rictus exigente. Escrita y dirigida por Aitor Arregi, Jon Garaño y José Mari Goenaga, la serie televisiva ha sido un logro apenas celebrado por el gran público, pero muy saboreado por los más exigentes. Esta vez sí, la cámara revela lo que el ojo no ve: la trágica soledad de un corredor de fondo, en tiempos de homofobia y fascismo.
Balenciaga es el mejor con el dedal y la aguja, pero la modista ganadora en aquel momento de cambio es sin duda Cocó Chanel, defensora del derecho a la comodidad de las mujeres y de la importancia acrecentada del estilo sobre el adorno. Ella preconiza el ennoblecimiento de los materiales pobres que ya anuncian entonces una elegancia democrática al alcance de muchos. El grecorromano de los interiores arquitectónicos no pasa ya por el romanticismo tardío. El objetivo de los arquitectos y paisajistas, como el de los modistos, es anticipar el gusto, correr delante de él y casi siempre crearlo. La moda atraviesa en Canal de la Mancha y va y viene entre París y Nueva York. Para convertirse en un modelo de lo chic, figuras como Lady Mendl o Ruby Ross Wood inundan las nobles mansiones británicas y el modelo colonial bostoniano de EEUU. El mundo anglosajón descubre en la piedra y la madera la virtudes del tisú y la seda que se llevan en Francia, una nación castigada por la ocupación alemana y reconstruida sobre la fiebre del minimalismo. Las modas ceremoniales heredadas del estilo eduardiano británico, los brocados femeninos, los paños más finos, las levitas, las corbatas de los hombres y los mantones de Paul Poiret pasan a mejor vida.
Balenciaga huye de la hipérbole. No se mueve; decanta su obra sobre la calidad de la tela, tantas veces cubierta de carbón y terciopelo. La nueva economía, nacida del Fondo Monetario Internacional (FMI), prioriza un comercio mundial basado en el precio en dólares. Chanel o Christian Dior no son una extravagancia, sino una exigencia delimitada por las telas que se pueden importar en divisa. El punto de no retorno es el talle femenino, liberado del barroquismo de la alta costura inmovilista, de finísimo corte Balenciaga. En su adiós a la Belle Époque, Chanel lanza su Chanel número cinco y muestra una alianza inesperada con el mercado del Este, al confundir el shtof -la forma de una cantimplora militar del ejército ruso- con una pieza de Piet Mondrian, que acabará siendo el envase del nuevo perfume. Después de la Revolución de Octubre, la moda cambia lentamente de manos, la vieja aristocracia zarista de San Petersburgo ha dado paso a la autocracia moscovita. “Cocó Chanel se convierte en amiga de Nadiezhda Lamánova, la Haute Couturiére de la Unión Soviética” (El aroma de los imperios, de Karl Schlögel; Acantilado). Cocó es un bólido en la carrera contra el tiempo, mientras Balenciaga limita su sello a la calidad de la tela. Y es en aquel momento, cuando el mejor, el gran maestro español de la alta costura, se estanca en su propia elipsis.
“En la moda se desvela el futuro del arte”, escribe Walter Benjamin en su inconclusa obra El libro de los pasajes. El profesor de la Escuela de Frankfurt esboza los remates de su gran libro sobre la modernidad, mientras sobrevive postrado y exiliado en Port Bou, al final de la Guerra Civil española. Se suicida frente al mar -ofreciendo su alma al Cementerio marino de Paul Valery- cercado por las SS y las tropas de Franco. Casi en paralelo, Balenciaga, un republicano sin mácula, abandona España al atravesar el puente de Biarritz, su línea de sombra en dirección a París, templo de la alta costura. Aquel puente es el testimonio de la primera aproximación al arte del modisto. Desde muy joven, sus obras preferidas llevan la firma de Velázquez, Goya o El Greco y están entre las que la fundación Casa Torres escogió para una muestra combinada bajo el título Balenciaga y la pintura española, en el Thyssen-Bornemisza, en setiembre de 2019. En el fondo de la memoria del modisto fallecido en 1972 se sostienen las instantáneas de la última etapa de la ocupación nazi, en 1944, cuando Robert Bresson dirigió la película Les dames du Bois de Boulogne. La gran actriz María Casares -hija de Casares Quiroga, presidente de la República en el exilio- es la protagonista con diálogos de Jean Cocteau; un relato torbellino dentro de otra narración inalcanzable, concretamente Jacques le fataliste de Denis Diderot.
Después de la ocupación alemana en Francia, con la Segunda Guerra Mundial recién terminada, empieza a gestarse la gran batalla comercial entre la alta costura y el prêt-à-porter. Balenciaga recupera el resuello de su empresa y retoma su amistad con la Chanel, una relación profesional que finalmente acabará en pelea cuando el modisto acusa públicamente a la estrella parisina de copiar sus diseños. como hicieron Cristian Dior o Givenchi, seguidos después por Giorgio Armani, Valentino, Fendi o el mismo Jean-Paul Gaultier, entre otros. Cocó reacciona devolviéndole el cuadro de Picasso que Balenciaga le había regalado treinta años antes; ella deja claro que ya no es su amiga y que, pese a las apariencias, nunca ha sido la belle damme sens mercí, tantas veces idealizada.
Balenciaga es el mejor con el dedal y la aguja, pero cuando la industria de la moda rompe fronteras, el gran modisto se encasta para siempre en la amarga infelicidad de un rigor bizarro. Se excluye, pero extraña en silencio el lejano momento de plenitud en la Antígona de Cocteau, una obra decorada por Chanel y Balenciaga, en el Théâtre de l’Atelier de Montmartre, con una versión ampliada de la pieza de Picasso, Deux fammes courant sur la plage, sobre el telón.
El cambio de civilización se refleja en las pasarelas; las modelos han dejado de levantarse ligeramente la falda para subir un escalón. Ya no se rinde pleitesía a la voluptuosidad de los mil pliegues, a las cascadas de velos sobre los hombros o a las colas largas de los vestidos malva. Las revistas de referencia, Harper’s Bazaar y Vogue celebran la nueva imagen de la mujer que puede andar a zancadas; la que se viste y se desviste sola; la que es autónoma. La alta costura femenina ya no contiene alusiones; ha empezado a morir después de sus éxitos más rutilantes; se ha entregado a las clases medias en una etapa de inversión rampante y dinero fácil. La alegre posguerra mundial ha dejado de ser una novela; desaparece la omnisciencia del creador sobre la obra. Antes del fin la tabla rasa contemporánea acabará en parte con el cine inteligente y se llevará por delante al couturière de mano maestra, incapaz de aceptar la reproducción industrial de su obra.
Más adelante, ya en los sesenta, Francia recupera el ritmo colérico de los tiempos de Víctor Hugo; desempolva sus adoquines para levantar barricadas. El Mayo 68 presencia dos encuentros azarosos con el pasado: el de José Aragón, intelectual orgánico del Partido Comunista francés, y el del modisto Cristóbal Balenciaga. El escritor pierde su plumaje al ser acusado de revisionista en plena calle por los jóvenes airados del Barrio Latino, mientras que, por su parte, Balenciaga, decide retirarse contemplando los destrozos de los manifestantes frente a la Maison. “No soy capaz de desentrañar la clave de este tiempo”, le confiesa el modisto a su socio y hombre de confianza, Ramón Esparza, el sustituto de Wladzio D’Attainville, el amor de la vida de Cristóbal, asesor y consejero desde el primer momento en San Sebastián, perfectamente interpretado en la serie televisiva por el actor belga, Thomas Coumans. Hace medio siglo que murió Balenciaga; recién ha terminado su triunfo biográfico en el biopic más ambicioso sobre su figura, una producción nacida casi en paralelo o dos libros que redescubren el genio del modista vasco: El enigma Balenciaga, de María Fernández-Miranda (Plaza y Janés) y Un verano en París, de José Luis Diez Garde (Ediciones B).
El modisto español, que viste a Marlene Dietrich, Ava Gardner, Ingrid Bergman, Liz Taylor o Romy Schneider, no tiene en cuenta que su renuncia perjudica a sus empleados, los mejores bordadores de la época. “No puedo dejar el negocio en otras manos; sería lo mismo que si Picasso se deshiciera de su pintura y siguiera firmando bocetos”. Replegado sobre si mismo, Balenciaga recibe una conclusión certera de la periodista del The Times que publica la única entrevista concedida por el modisto a lo largo de su vida: “Por fin reconoce usted que es un artista, lo que siempre negó”. Aquella negativa contumaz protege la cobardía del hombre ultra sincero escondido bajo las faldas de mamá, la costurera Martina Eizaguirre. Ella le enseñó el oficio, en plena infancia, pivote real de su genialidad.