Que el rock & roll lo inventaron los negros y lo monetizaron los blancos es del dominio público, pero aún hay quién considera que no se ha hablado lo suficiente del asunto. Es el caso de la cineasta Lisa Cortés (Milford, Connecticut, 1960) -procedente de la industria discográfica, donde llegó a colaborar con el gran Rick Rubin-, quien aborda el tema desde una perspectiva negra y queer en su excelente documental Little Richard: I am everything, que Movistar acaba de colgar en su parrilla. Producido por HBO, la CNN y la revista Rolling Stone, estamos ante el que probablemente es el largometraje definitivo sobre el llamado arquitecto del rock & roll, Richard Wayne Penniman (Macon, Georgia, 1932 – Tullahoma, Tennessee, 2020), alguien que lo tenía todo en contra para triunfar, siendo pobre, negro y homosexual especialmente afeminado, pero lo logró, aunque no tanto como él hubiese querido. Obsesionado con que la sociedad no le admiraba como merecía a causa de su raza (y no le faltaba razón: Elvis Presley y el baladista blandengue Pat Boone vendieron más copias de Tutti Frutti que su creador), se pasó la vida reivindicando su condición de inventor y pionero de cuyo talento se aprovechaban algunos blancos espabilados: se consideraba el rey del rock & roll y llevaba muy mal que Elvis le hubiese arrebatado el título.
Su otra gran obsesión fue su propia homosexualidad. Aunque hacía gala de ella y se apuntaba a toda clase de orgías y diversiones eróticas, había algo en él que lo avergonzaba. Su padre, que compatibilizaba (no me pregunten cómo) oficios tan diversos como los de predicador metodista, dueño de un club nocturno y propietario de una destilería ilegal de whisky, lo echó de casa a patadas por sarasa. El chaval se buscó la vida como pudo, enrolándose en grupos y bandas de medio pelo y llegando a actuar disfrazado de mujer en una época en la que podías ir al talego por algo así. Su primer hit, Tutti Frutti, tenía una letra no muy presentable (era una oda al sexo anal), pero, tras unos ligeros cambios, lo petó en todo Estados Unidos. Lo mismo ocurrió con sus siguientes grabaciones: Long tal Sally, Good golly miss Molly, Lucille…Gracias a Little Richard, la segregación imperante en la época (no podían actuar juntos músicos blancos y negros, ni los de una raza podían ir a conciertos de la otra) fue (ligeramente) abolida, para escándalo de los blancos biempensantes que consideraban que aquel negro maricón estaba pervirtiendo a sus hijos.
Si David Bowie parecía un marciano gay en los años 70, imaginemos lo que debió ser en los 50 la aparición de alguien como el señor Penniman. Lo resumen muy bien algunos de los participantes en el documental, como Mick Jagger, Paul McCartney o el cineasta John Waters, quien asegura que ese bigotillo que luce desde hace décadas se lo copió a Little Richard. En cierta medida, sus alumnos (Beatles y Stones y toda la llamada British Invasion) contribuyeron a dejarle fuera de juego. Tal vez porque el rock & roll lo inventaron los negros, sin duda alguna, pero lo hicieron evolucionar los blancos (dicho sea sin el menor ánimo racista). Little Richard tampoco se ayudó mucho a sí mismo: durante un vuelo con turbulencias, vio una luz en el cielo que interpretó como un mensaje del Señor, urgiéndole a dejar su vida disipada e iniciar otra a Su Mayor Gloria. Dicho y hecho: el señor Penniman dejó de pegar berridos, se cortó el pelo, tiró el maquillaje, se hizo con una biblia y se convirtió en un meapilas ejemplar que solo cantaba góspel. Y hasta se casó con una pobre chica que no sabía dónde se estaba metiendo y de la que se divorció al cabo de unos años, cuando se puso a intentar compatibilizar (siguiendo, tal vez, el ejemplo de su atrabiliario progenitor) la religión con el rock & roll y la Biblia con unos atuendos más moñas que los de Liberace (que ya es decir). Ya puestos, se enganchó al alcohol y las drogas a principios de los años 70, pero consiguió dejarlo. Y así, poco a poco, con idas y venidas entre la fe y el desparrame, se acabó convirtiendo en un clásico, como sus compañeros de generación Chuck Berry, Fats Domino, Bo Diddley o Jerry Lee Lewis (o en un fósil adorable, como ustedes prefieran).
El punto de vista de Little Richard: I am everything es negro y gay, rozando en ocasiones una militancia excesiva y cierta tendencia al sermón, pero ni una cosa ni otra invalidan la propuesta. Little Richard estaba en lo cierto: inventó el rock & roll con una canción sobre el sexo anal con la que ganaron más dinero Elvis o Pat Boone; fue ese arquitecto del género que él se consideraba; la América blanca y de derechas no se lo puso fácil; de joven, lo detuvieron varias veces por escándalo público; su triunfo fue también el de una nueva generación a la que le daba igual la raza de los cantantes modernos; se impuso a base de talento, pero el racismo y el Altísimo le complicaron considerablemente las cosas. Little Richard: I am everything constituye una necesaria revisión de su carrera y de su contradictoria personalidad, que tantas veces le llevó a hacerse la zancadilla a sí mismo.
Little Richard o el triunfo de la voluntad. O cómo destacar en un entorno hostil. O cómo imponer tu presencia en una sociedad que desprecia a la gente como tú. O, también, cómo tirar adelante cuando acumulas una cantidad considerable de auto odio. Como si la realidad quisiera darle la razón, ha habido que esperar hasta el 2023 para que se rodara un documental sobre Little Richard, cuando llevaba tres años muerto y casi todos sus coetáneos blancos habían sido ya inmortalizados por el sector audiovisual. En fin, más vale tarde que nunca.