La película española más premiada del pasado año 2023 es casi secreta en España. La película de terror del año no es de terror. O no lo es de una manera canónica. Se llama La mesita del comedor y es una extraña mezcla –muy personal– de Luis García-Berlanga y Todd Solondz, de costumbrismo y pesadilla. La han escrito Cristina Borobia y Caye Casas y rodado este último con un perseverancia y personalidad arrolladora.  

Rebobinemos. Para cualquier niño de principios de los años 80, desear ser cineasta era como ser astronauta, campeón olímpico o Premio Nobel: un deseo infantil, una quimera improbable, una más que segura fuente de frustración adulta. Y, sin embargo, el cine formaba parte de nuestras vidas de una manera impensable para los estándares actuales. No era un mero hobby o un entretenimiento más. Con un acceso mucho más limitado a otras formas de ocio, la gran pantalla y sus aledaños nos daba la vida de repuesto –por decirlo con Garci– que tanto echábamos de menos. Estábamos al tanto de los estrenos, empezábamos a conocer a los actores y actrices.

Ya hemos hablado cómo la dificultad de acceder a los objetos culturales deseados aumentaba nuestro anhelo y fruición por disfrutarlos. Uno oía hablar de una película mucho antes de verla, se la contaban sus compañeros en el recreo, o la veía anunciada en la tele. El cine vivió en esos últimos ochenta tal vez su última época realmente popular, justo con la eclosión de los video-clubs, de la mano de una generación de directores norteamericanos que le devolvieron la aventura y la comercialidad. Las producciones populares de aquellos años se han trasformado en el canon del cine del XXI. Las figuras míticas que alumbran nuestros moldes y nuestro lenguaje.

'RIP'

Caye Casas lo sabe. Acudía al cine Rambla, al Regina, al Principal y al Catalunya –el único que sigue abierto, asistido por los presupuestos municipales del Ayuntamiento de Terrassa— semanalmente con pasión religiosa y, caído en esa marmita, no pudo más que querer replicar alguna de aquellas historias. Primero de manera gráfica –no estaba el horno para bollos–, dibujando cómics y caricaturas en los libros del colegio de monjas. Soñando secuelas de Mad Max en vez de hacer los deberes de religión o matemáticas. Radicalmente autodidacta se ganó la vida durante dos décadas realizando los chistes gráficos del diario deportivo Sport e ilustraciones para Cinemanía, Interviú. Y, sin embargo, había algo que le seguía rondando el magín.

Tal vez porque ha conservado intacta la parte infantil –con los réditos de su labor ilustradora se compró todos los juguetes que de niño no pudo tener, atesorando una de las mejores colecciones de juguetes ochenteros: las tortugas ninja, todos los He-Man posibles, robots de todo orden y condición-- decidió que era el momento de recuperar el mejor juguete que –a decir de Orson Welles era como un tren eléctrico-- cualquier niño podía tener. Un tren de lujo, carísimo, inabordable para nadie que no tuviera contactos o posibles. Apenas conseguible por grandes fortunas.

Pero llegó el final de los 90 y el cine fanático –de cinéfilos de amplio espectro para cinéfilos de amplio espectro-- de Tarantino, Álex de la Iglesia y el acceso a condiciones de filmación mucho más económicas le animaron a empezar su carrera cinematográfica. Empezó por los cortos. Ese género tan abundante como poco conocido, siempre relegado a una condición subalterna, como con sus hermanos los relatos. Obras como el magnífico I love cine Rambla, --donde glosaba el horror de ver convertido tu cine favorito en un ZARA--  o la multipremiada NADA S.A –un corto kafkiano y costumbrista—, ambas protagonizadas por el icónico Emilio Gavira, a la sazón protagonista de su primer corto.

'Matar a Dios'

Después –cada vez menos enfant, cada vez más terrible—de la mano de Albert Pintó entregaron R.I.P –cosechadora de un montón de premios internacionales– y la muy recomendable Matar a Dios, dueña de una historia original y una estética preciosista, barroca, marca de la casa, muy cercana a Delicattessen de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro. Un debut muy interesante. La película, contra todo pronóstico, se hizo nada menos que con el premio del público del festival de Sitges

El universo fílmico de Casas es muy personal. Pese a reunir en sus entrañas multitud de referencias de los 80 y 90, es reconovible al primer fotograma. En parte por el mayúsculo trabajo de Cristina Borobia, pintora, coguionista y responsable de la puesta en escena –barroca, kiscth, deliciosa—de cada una de sus piezas. Otro de los elementos que ayudan a formar ese universo reconocible es su lealtad con un elenco fiel. Forman una familia disfuncional, felliniana e inolvidable: David Pareja, Estefanía de los Santos, la malograda Itziar Castro –que aseguró su alegría al protagonizar un papel que por primera vez no especificaba la talla o características físicas del personaje—o Josep Riera.

Con su última obra, La mesita del comedor, ha conseguido depurar el método, rizar el rizo de su propuesta y gozosamente habitar en los márgenes del sistema mainstream. Ganando espectador a espectador. Visionado a visionado. Parece que hay vida más allá de caminos habituales.  

'La mesita del comedor

El caso es que deprimido por la dificultad de levantar una producción ambiciosa –pese a los méritos previos—Casas y Borobia decidieron realizar un film de trinchera. Realizado con ahorros y aportaciones de los amigos. Rodado en apenas quince días con un equipo mínimo. Pese a lo humilde del presupuesto, no estaban dispuestos a renunciar a nada. Lo que perdían en producción lo ganaron en libertad –un gerifalte de una distribuidora llegó a decir que esa película jamás debería llegar a existir-- y entregaron así tal vez la película española más perturbadora del año 2023. 

Pero el camino del heterodoxo es sinuoso. El primer revés llegó con la no selección para el festival de Sitges y, tal vez el ecosistema para su propuesta y la alternativa fue buscarse la vida extramuros. Así la película se ha estrenado antes en USA, México, Argentina o Letonia –por poner tres ejemplos entre muchos otros—que en España. Cosechando a su paso una suerte de adhesión, premios y simpatía.  Las audiencias, trastornadas ante la experiencia de terror cotidiano que la película propone, muestran entusiasmo y pavor. Tras la negativa de Sitges, se sucedió el silencio administrativo de la distribución comercial, pero Casas, subido ya al monte de la revolución autogestionada, decidió asumir el estreno en diferentes ciudades con un considerable éxito comercial que sigue, mostrando tal vez un camino alternativo por el que transitar. 

En fin, un milagro navideño del cine low-cost, el talento y la perseverancia. Un tour de force de tragedia y humor negro malsano. Una rara avis. Solo nos queda pensar si Borobia y Casas son capaces de realizar esta película con unos pocos miles de euros, que no serían capaces de hacer con un presupuesto acorde con su pericia. Anímense, espectadores. ¡Sean valientes, productores! Y si tienen la suerte de encontrársela en su ciudad o plataforma –como al Equipo A—no duden en acudir a verla.