Me había propuesto no ver Griselda, la miniserie de Netflix (seis episodios) basada en la azarosa (y repugnante) existencia de la colombiana Ana Griselda Blanco Restrepo (Cartagena de Indias, 1943 – Medellín, 2012), dado que uno está ya un poco cansado de historias de gánsteres y narcotraficantes (me descolgué de Narcos a mitad de la primera temporada) y ya tuve bastante con la trilogía de El Padrino, de Francis Coppola, y el Scarface de Brian de Palma (añadiré American gangster, de Ridley Scott, sobre todo en la versión de casi tres horas que apareció exclusivamente en DVD). No negaré que criminales, narcos y gentuza en general son un material muy llamativo para cualquier ficción audiovisual, pero hay algo (¿voluntario o involuntario?) en las recientes historias sobre personas abyectas que me revienta un poco, algo que busca la (difícil) empatía del espectador y que, en cierta medida, no glorifica, pero sí justifica a sujetos injustificables. En ese sentido, Griselda (de los mismos productores de Narcos) se lleva la palma a la hora de intentar humanizar a alguien que, a todas luces, fue una rata de dos patas, como diría la gran Paquita la del Barrio.
Si te tomas la molestia de leer algo sobre la auténtica Griselda, llegas rápidamente a la conclusión de que en la miniserie te están contando un cuento chino. La siempre estimulante presencia de Sofía Vergara ayuda a plantarte delante del televisor, aunque la hayan dejado irreconocible con una nariz falsa, fea y enorme de la que no disfrutaba ni la mismísima Griselda Blanco. Los secundarios cumplen, el director (Andrés Baiz) hace lo que puede y la guionista (Ingrid Escajeda) se estruja las meninges para intentar encontrar algo positivo en la manera de ser y hacer de la mujer que controló el tráfico de cocaína en Miami durante los años 70 y 80 (añadiendo de paso unos toques presuntamente feministas que convierten a una asesina en una mujer empoderada, en la línea de la espantosa canción Zorra con la que este año volveremos a hacer el ridículo en el festival de Eurovisión, aunque también es verdad que a Eurovisión se va a eso, a dar el cante).
Pero el principal problema del guion de Griselda es que no resulta en absoluto divertido. Uno puede aguantar que le expliquen, convenientemente tergiversada, la historia de una tipeja a la que se apodó La viuda negra por su tendencia a cargarse a sus maridos a balazos (en la serie caen dos, pero parece que hubo más), pero no que la narración empalme tópicos y acabe resultando aburrida: yo, que aguanto lo que me echen, me quedé sopas durante los episodios dos y cuatro. Y Sofía Vergara se ve en la obligación de salvar, prácticamente sola, el producto. La verdad es que se esmera a la hora de fabricar una Griselda falsa que al espectador no le de asco del todo. Puede que se cargue todo lo que se menea, pero siempre lo hace poniendo cara de que lo lamenta mucho y de que no le han dejado otra opción. Puede que sea una criminal, pero es también una madre amantísima que se desvive por sus tres hijos (tras haber matado al padre en Colombia) y también por el que tiene con un novio que se echa en Miami y al que, como era de prever, se ve obligada a liquidar con gran dolor de su corazón (el niño, no se lo pierdan, atiende por Michael Corleone Sepúlveda Blanco). A sus mulas, las furcias que le traen la farlopa de Colombia escondida en el sujetador, las trata como una madre. Y quien debería ser la auténtica heroína de la serie, una inspectora de policía que acabó contribuyendo poderosamente a que la enchironaran, nunca deja de ser un personaje secundario empeñado en amargarle la vida a la emprendedora y empoderada Griselda.
Para devotos de historias de narcos
Tan empoderada que a los once años ya participó en el secuestro de un niño rico colombiano que acabó muerto. A los catorce fue violada por su padrastro. Y a partir de ahí empezó a tratarse exclusivamente con delincuentes, aportando sus propias ideas a la hora de eliminar a sujetos molestos (se atribuía la técnica del asesinato a tiros desde una motocicleta). Luego ya vino la ejecución de maridos en particular y de cualquiera que se le pusiera de canto en general. A diferencia de Al Pacino en El padrino y Scarface y de Denzel Washington en American gangster, Vergara (que está muy bien, realmente) no consigue darle a Griselda Blanco la gravitas necesaria porque el personaje, simplemente, carece de ella: es una rata inmunda y no hay por donde cogerla.
Si, por lo menos, la rata de dos patas hubiese sido abordada de una manera más estimulante (y trepidante), Griselda, pese a su versión amañada de la realidad, podría haber sido una propuesta entretenida en vez de una historia más de narcotraficantes escrita y dirigida de manera tirando a rutinaria (además de tramposa, que es lo de menos) que te hiciera mantenerte en tensión en el sofá en vez de quedarte frito en él, como me pasó a mí. Reservada en exclusiva a los devotos de las historias de narcos (la serie se abre con una frase laudatoria sobre su protagonista a cargo de Pablo Escobar, otro ciudadano ejemplar cuyo rostro estampado en camisetas lucen en el pecho imbéciles de todo el mundo), cualquiera que les pida a los thrillers algo de originalidad y de entretenimiento se verá decepcionado por esta serie que, eso sí, lo ha petado en Netflix.
Griselda Blanco fue encarcelada en Estados Unidos en 1984 tras eliminar a dos narcos cubanos. Devuelta a Colombia tras un extraño arreglo con la fiscalía, pasó una temporada en el talego, la soltaron y fue asesinada en el 2012 en un turbio ajuste de cuentas. Eso sí, se la cargaron con el sistema de la motocicleta, que ella aseguraba haber inventado, con lo que el crimen tuvo un punto de oblicuo homenaje.