Extravagante, audaz, disparatada, barroca, grotesca, desternillante, enfermiza, conmovedora, esperpéntica, pornográfica, perturbadora, arty, apabullante, provocadora… Todo esto -y unas cuantas cosas más- es Pobres criaturas de Yorgos Lanthimos (Atenas, 1973), una genialidad no apta para pusilánimes (ni estéticos y morales). Ambientada en un siglo XIX victoriano, retrofuturista y steampunk, está protagonizada por Bella Baxter, una criatura -versión femenina y subversiva del monstruo de Frankenstein- creada por un científico loco (magnético Willem Dafoe con el rostro cubierto de cicatrices).
Al mad doctor la chifladura le viene de haber sido atormentado de niño por su padre, que lo usó de conejillo de indias en atroces experimentos. Se llama, no por casualidad, Godwin Baxter y Bella lo llama, por abreviar, God a secas. Y es que a eso juega, a ser Dios. Vendría a ser una versión combinada y desquiciada del doctor Moreau y del doctor Frankenstein: crea aberrantes animales mutantes (un bicho con cabeza de cerdo y cuerpo de gallina) y devuelve a la vida a una suicida insertándole el cerebro de un bebé (no les desvelo de dónde lo saca para no incurrir en un spoiler).
Tenemos por tanto a un ser con cuerpo de mujer adulta y cerebro de bebé: Bella Baxter (Emma Stone, que sale triunfante de un reto actoral mayúsculo). Protegida y manipulada por su padre o creador, que la mantiene encerrada en una mansión y le impide salir al mundo exterior, Bella desarrolla una creciente curiosidad e inicia su aprendizaje desde la absoluta desinhibición infantil. No contiene ni su ira ni su orina, escupe lo que no le gusta y con el tiempo el sexo empezará a tener un papel fundamental en sus indagaciones: a las primeras autoexploraciones en las que descubre la felicidad seguirán más tarde lo que ella denomina “saltos furiosos”, ya en compañía.
Entran entonces en escena otros dos personajes masculinos: un cándido estudiante al que el doctor contrata como ayudante para monitorizar la evolución de Bella (un enternecedor Ramy Youssef) y un abogado vividor y con ínfulas de seductor (un Mark Ruffalo hilarante, pasado de vueltas y convincentemente patético). Este último se la llevará de viaje en un periplo iniciático por Lisboa, un crucero por el Mediterráneo, Alejandría y París, antes de regresar a casa.
Cualquiera que haya visto alguna de las anteriores obras del griego Lanthimos ya intuirá que con este argumento y este director no puede esperarse una película al uso. El cineasta se posicionó internacionalmente con su tercer largometraje, Canino, un ejercicio de absurdo surrealista y kafkiano sobre la familia como institución tóxica. Provocó admiración o perplejidad, pero no dejó a nadie indiferente, lo cual ya es un mérito. A partir de ahí se lo consideró el representante más destacado de lo que un crítico británico bautizó como la Greek Weird Wave (no podemos vivir sin etiquetarlo todo). Siguió explorando la misma línea en Alps y la más redonda y estrafalaria de esta primera etapa, Langosta, que supuso además un sorprendente salto para alguien que practicaba un cine radical y estrambótico: producción británica y estrellas internacionales como Colin Farrell y Rachel Weisz.
De nuevo con Farrell y el añadido de Nicole Kidman, El sacrificio del ciervo sagrado supuso una reorientación interesante. Agotada la vía del puro y simple absurdismo, el cineasta concibió una trama con anclajes más realistas, pero sin perder su inquietante mirada y el retrato nada amable del ser humano. Y además, demostró un nuevo virtuosismo en el trabajo de puesta en escena.
Este virtuosismo con la cámara lucía ya de forma desbordante en La favorita, pieza histórica con toques delirantes, sagaz reflexión sobre los mecanismos del poder y la manipulación, y pirueta para el lucimiento de tres actrices: Weisz, Olivia Colman (ganó el Óscar por su trabajo) y Emma Stone. La favorita fue la primera colaboración de Lanthimos con el guionista australiano Tony McNamara y con Emma Stone, con los que repite en Pobres criaturas, cuya apuesta estética es similar, ya que en ambas hay un uso recurrente del ojo de pez, es decir del objetivo de gran angular que distorsiona todo el contorno de la imagen.
La evolución del director muestra un doble recorrido muy interesante. La construcción narrativa de sus largometrajes tiende progresivamente a ser menos abrupta, más canónica (aunque lo que se narre siga siendo chocante). En cambio, a la inversa, su estilo visual cada vez es más barroco y desbocado. En Pobres criaturas combina el blanco y negro con los colores saturados, y toda la película está rodada en fantasiosos decorados retrofuturistas que no tratan de disimular que lo son, acrecentando el artificio de la propuesta.
Todo esto está al servicio no de una mera pirotecnia de lucimiento, sino de una historia llena de matices y aristas, que plantea no pocas preguntas incómodas. El núcleo de la película es denunciar cómo la sociedad constriñe al individuo con sus rígidas normas. Y si ese individuo es mujer, su sexualidad se convierte en un arma peligrosísima, capaz de hacer temblar los cimientos del orden establecido (es el gran tema de todas las novelas con adúltera de la literatura decimonónica).
Rodeada de hombres que pretenden controlarla o aprovecharse de ella, Bella buscará su libertad a través del uso de su cuerpo, pero también de las lecturas filosóficas y de cierta iniciación política en las ideas del socialismo. ¿Estamos ante una obra feminista que nos habla de cómo la sexualidad desinhibida de una mujer reta a los hombres que la rodean? El retorcido final feliz podría indicarnos que en efecto se puede hacer esta lectura. Pero también habrá quien detecte un obvio regodeo en la sordidez del muy retorcido -por momentos sadiano- camino de descubrimiento de la protagonista, que incluye el prolongado episodio del paso por un burdel parisino regido por una siniestra madame.
Pobres criaturas está basada en la novela del mismo título publicada en 1992 por el experimental y posmoderno escritor escoces Alasdair Gray (1934-2019). La adaptación atrapa la esencia del libro, pero deja de lado diversos aspectos, dos de ellos especialmente relevantes. Por un lado, Gray era un fervoroso nacionalista escocés y la historia arrancaba en Glasgow; no solo eso, sino que la novela incluía prolijas reflexiones sobre la complicada relación entre Escocia e Inglaterra.
En la película esto desaparece y la acción se traslada a Londres. El segundo punto que se modifica es que el libro narra la peripecia de Bella mediante una sucesión de voces que van dando diversas perspectivas. En la pantalla se opta por la perspectiva única de ella en su descubrimiento de los placeres y los horrores del mundo. Lanthimos llevaba años detrás del proyecto, que se empezó a gestar en 2011. Llegó a hablar de él con Gray, antes de que este falleciera. Cuando por fin lo pudo poner en marcha, le dio a su guionista tres películas que debía tomar como referencia: El jovencito Frankenstein de Mel Brooks, Belle de Jour de Buñuel y Y la nave va de Fellini.
De la primera toma el homenaje y los guiños al universo de Mary Shelley y el terror gótico, y también el transgresor sentido del humor; de la segunda, la sexualidad, las inhibiciones, las perversiones y el cuestionamiento del orden establecido a través del deseo femenino; de la tercera, los aires operísticos, la desmesura felliniana y el uso sin complejos de decorados que no disimulan su condición (como también sucedía en otro imprescindible del maestro italiano, su Casanova). Lanthimos arriesga y desborda creatividad. Pobres criaturas es una montaña rusa de emociones, a ratos descacharrante y a ratos desasosegante. Cine con mayúsculas, aunque probablemente no apto para todos los paladares.