Desde aquel Ocaña, retrat intermitent, una película seleccionada para competir en el Festival de Cannes en 1978, entramos en el laberinto de la Barcelona secreta del cine de Ventura Pons. La democracia levantaba el vuelo dejándose en el tintero a uno de los colectivos más lacerados, el mundo rosa, todavía bajo la inhumana Ley de Peligrosidad. Aquel Ocaña de Pons abofeteó a todos al recordar que, en medio de la orgía de derechos medio conquistados, la España oficial mantenía la homofobia del Antiguo Régimen. El dúo director-artista restituyó a los olvidados de todo cambio, aquellos que desafían a pleno pulmón la moralidad hegemónica, la tradición que destroza corazones.
Pons descorrió el velo; entró en un mundo en el que las libertades y sus dolores se disfrutaban antes de tiempo. Lanzó películas, como El perquè de tot plegat, Actrius, Anita no perd el tren y Barcelona (un mapa); sin olvidar La rosa del bar, con la debutante Nuria Hosta, al lado de Enric Majó y Ramoncín; repitió con Hosta en Què t’hi jugues, Mari Pili?, una comedia, muy marcada por el tono romántico norteamericano del medio siglo. Pons había encontrado el diapasón de su carrera, cuando descubrió las huellas del melodrama en la prosa de Quim Monzó, a la que sacó un partido extraordinario colocando imágenes, gestos y entonaciones en El perqué de tot plegat. En el seno del conjunto típicamente monzóniano, Pons encontró petróleo: un arrebato compartido entre tres actrices, Anna Lizarán, Rosa Maria Sardà y Nuria Espert. Fue valiente y hasta temerario porque, cuando un realizador se pone a prueba ante los miuras de las tablas pasa un examen de grado. Y Pons lo pasó con nota alta.
El director de cine y hombre de teatro, fallecido este lunes a los 87 años, iba dejando tras de sí fragmentos de su obra, que ahora, con la perspectiva de los años, adquieren el relieve inesperado del que fuera vicepresidente de la Academia de Cine. Optó por el cine en catalán y fue de los poquísimos directores que han difundido sus películas fuera de Cataluña, en versión original. Eso tiene más valor que el paso sacrificial de algunos políticos.
Compaginó la dirección con la maneras del hombre polifacético de la escena; y no dudó al adentrarse en el riesgo del empresario por pura difusión de un cine demasiado contaminado por su pequeño entorno. Ha sido uno de los cuatro o cinco directores con presencia internacional. Llevó sobre sus espaldas 700 festivales de cine por medio mundo y 32 retrospectivas, y no en sitios pequeños. ”Yo he tenido mayor reconocimiento internacional que aquí, en mi país”, le dijo el director a Blanca Cía en una entrevista en El País, publicada en 2014. Fue un especialista en embarcarse en proyectos anticomerciales, a costa de su propio bolsillo. Para él, el riesgo nunca fue una cuestión de fe; tenía el alma puesta en la creación, sabedor de que el esfuerzo algún día debía de ser recompensado.
¿Se acuerdan de Ignasi M? Si, el personaje Ignasi Millet, un museólogo que se ve obligado a cerrar su empresa e hipotecar su casa, durante el sopetón bajista que sufrió España a la entrada de este siglo. Es una síntesis perfecta entre la creación artística y sentido del riesgo. Muchos recuerdan hoy que Pons dirigió también una biografía de la fotógrafa Colita titulada Cola, Colita, Colasa. Al músico y compositor Gato Pérez, argentino afincado en Catalunya y cima de la rumba catalana, lo inmortalizó con uno de sus mejores documentales, El gran gato. No cabe un mejor panorama de dualidad emancipadora.
¿Por qué un artista se metería a productor y empresario? Desde que Pons fundó la productora, Els Films de la Rambla -un rótulo que habla a las claras de la ciudad canalla, “archivo de cortesía”, en palabras de Cervantes- recibía visitas, como los grandes, en un despacho austero, envuelto en cartelería de sus 25 películas y recuerdos del teatro. Casi se arruinó dirigiendo el emblemático Cine Texas del barrio de Gràcia: Cuatro salas sin palomitas con películas de reestreno en versión original y subtituladas en catalán. Poner en riesgo su patrimonio familiar ha sido una forma de combate en defensa de la creación que han sufrido los más amados militantes de la ficción, producto y fuente de la vida real. Así lo hicieron, salvando las distancias, el Molière incipiente de La Comedie en ruinas y el joven Shakespeare, por no dejar de la lado a los seres humanos, producto de sus arquetipos.
A lo largo de su carrera recibió galardones como el Ondas con mención especial del Jurado en 1999 y el Premio Gaudí de Honor en 2015. Pisó por primera vez la escena después de pasar por la Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, tomando parte, como meritorio, en aquel Marat-Sade de Peter Weiss, que convirtió en ceniza los tostones de Sartre. Pertenecía a una juventud llena de moralina pequeño-burguesa en busca de un corazón noble, en las lecturas de Herman Hesse o del Miedo a la libertad, marcado a fuego por el filósofo Eric From. La juventud buscaba a la Europa extraviada, en el ideal de un cambio sin retorno, el afán miope de justicia y la vía ascética al sadomasoquismo, ultima conquista.
Pons pasó por la compañía del Teatro Nacional María Guerrero para empezar la que sería una larga carrera de obras a las órdenes de prestigiosos directores como Calixto Bieito en El rey Lear, Josep Maria Flotats (en La gavina y en Àngels a Amèrica), Mario Gas (Golfus de Roma), Pilar Miró (La verdad sospechosa). Mediados los años setenta del siglo pasado entró en el cine sin olvidar las tablas. Cuando ya se acercaba el previsible final de su carrera, en 2004, recibió el Premio Nacional de Teatro de la Generalitat de Cataluña por su papel en la obra Celobert, dirigida por Ferrán Madico, y por su lectura de Bartleby, l'escrivent. Dio vida al personaje de Herman Melville, zarandeado con maestría por Enrique Vila-Matas. Quiso desplazar el altar de la obra de arte hacia una invisibilidad crítica y fecunda, mientras el mundo al revés seguía y sigue siendo el mundo real; sin exageraciones. Se distinguió en la lucha contra los iconos vacíos, expresados en la fluidez comercial de buena parte de lo contemporáneo.
En 2005, presentó La cabra o qui és Sylvia?, en catalán, un espectáculo de enorme recorrido y grandes celebraciones. Por esta obra recibió el Nacional de Teatro, el Premio Internacional Terenci Moix y cuatro Premios Max, al mejor director de escena, mejor espectáculo, mejor adaptación teatral y mejor empresario. Pons fue director artístico del Teatro La Latina, de Madrid y del Teatro Romea, de Barcelona.
Desde su debut en la gran pantalla colaboró con algunos de los mejores: José Luis Garci, Carlos Saura, Fernando Colomo, Pilar Miró, Montxo Armendáriz, Francesc Bellmunt, Pere Portabella, José María Forqué o Alejandro Amenábar, autor de la oscarizada Mar adentro. El cineasta no ha cerrado la puerta echando las llaves, una vez terminado el trabajo. Su obra es densa y copiosa. Nunca se le olvidaron los apuntes escénicos de Artaud, Peter Weiss o Brecht, tomados de estudiante. El cine y el teatro, como representaciones, muestran la mutabilidad de lo humano; concentran el particularismo difuminado por los años en las olvidadizas sociedades contemporáneas. Y, como supo bien Ventura Pons, el particularismo es la mina del buen director.