Entre las historias de supervivencia en situaciones extremas, hay una de una épica perfecta: la de la tripulación del Endurance que, con el barco destruido por el hielo, pasó casi dos años aislada en el Antártico. Shackleton prometió a sus hombres que los sacaría a todos con vida. Y cumplió. Más de medio siglo después, el 13 de octubre de 1972, un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya se estrelló en los Andes por un error del piloto. Viajaban en él cuarenta pasajeros y cinco tripulantes. Lo había fletado un equipo de rugby, el Old Christians de Montevideo, que iba a disputar un partido en Chile. Se desplazaban jugadores, amigos y algunos familiares.
De forma milagrosa, sobrevivieron veintinueve personas. Como jamás había quedado nadie con vida en accidentes previos en la cordillera, la operación de rescate se suspendió muy rápido. Pero esta vez sí los había y supieron por una radio portátil que habían dejado de buscarlos. Pasaron setenta y dos días en la montaña. Conforme avanzaban las semanas, fueron falleciendo varios heridos y ocho personas murieron en un alud que los dejó sepultados varios días en los restos del fuselaje en los que se refugiaban. Al final, salieron de allí con vida dieciséis pasajeros, gracias a que dos de ellos decidieron emprender una arriesgada travesía para pedir ayuda.
Hay una coincidencia relevante entre ambas tragedias: alguien tomó fotografías y quedó constancia gráfica de lo sucedido. Sin embargo, son más las diferencias. Los hombres de Shakleton eran marinos militares experimentados, mientras que los de los Andes eran chicos pijos recién salidos de un colegio privado religioso, que tenían entre dieciocho y veintipocos años; muchos de ellos era la primera vez que subían a un avión. La única preparación con la que contaban era la disciplina aprendida en la escuela y la fe que les habían inculcado los curas irlandeses que la dirigían. A lo que se podría añadir el trabajo en equipo y la forma física derivados de jugar al rugby. La épica de los Andes no fue tan impoluta como la del Antártico: no todos sobrevivieron y los que lo hicieron tuvieron que recurrir a la antropofagia.
¿Se puede contar algo nuevo a estas alturas sobre la celebérrima tragedia -o milagro- de los Andes? ¿Por qué ha decidido J.A. Bayona (Barcelona, 1975) volver una vez más sobre un asunto que ya todo el mundo conoce o cree conocer y que ya ha sido profusamente abordado en libros, documentales y películas? La sociedad de la nieve, producida por Netflix, cuenta una historia ya sabida, pero lo hace desde una perspectiva diferente, en la que ni la antropofagia ni la epopeya ocupan el centro del relato.
La primera versión cinematográfica es de 1976. El mexicano René Cardona Jr. dirigió Supervivientes de los Andes, basada en un primer y precipitado libro periodístico escrito por Charles Blair. La década de los setenta fue la época dorada del cine de explotación, que transgredía tabús en diversas vertientes: gore, rape and revenge, porno hardcore… y también las películas de caníbales, todo un fenómeno de esos años. Cardona juega con descaro en esta liga. Su máximo interés es mostrar con lujo de detalles cómo se trocea y se ingiere la carne de los muertos. Por lo demás, se trata de una cinta patosa y filmada en estudio, con lo que todo resulta muy falso y artificioso. Solo es disfrutable para los amantes de los exploits setenteros.
Dos décadas después, en 1993, Frank Marshall rodó ¡Viven!, una superproducción hollywodiense con un joven Ethan Hawke al frente del relato. Estaba basada en el libro del mismo título publicado en 1974 por el británico Piers Paul Read (hijo, por cierto, del gran crítico de arte Herbert Read), que entrevistó a los supervivientes poco después del accidente y creó un best-seller internacional. El largometraje de Marshall está en las antípodas del anterior, esquiva todo lo que puede la crudeza de la antropofagia y se centra en la épica de la aventura al límite y en la personalidad de sus principales héroes. Sigue el patrón de las películas de catástrofes hollywoodienses -otro género de origen setentero-, que consiste en construir una serie de perfiles arquetípicos -el líder, el timorato, el abnegado, el héroe subrepticio, el sacrificado…- y colocarlos en la situación extrema de turno.
Llega ahora La sociedad de la nieve, que se basa en un libro del mismo título publicado en 2009. Y aquí empiezan las diferencias de perspectiva. El autor es el uruguayo Pablo Vierci, compañero de colegio de los protagonistas, a los que entrevistó tres décadas después de la tragedia, cuando ya eran hombres adultos que habían digerido lo sucedido y reflexionado sobre ello. Read, los había entrevistado veinteañeros, recién salidos del drama, y además tuvo que recurrir a un traductor, porque no hablaba español. El salto que se da en el texto de Vierci vendría a ser que se pasa de contar qué paso a contar qué nos pasó, de un modo mucho más íntimo por parte de los supervivientes.
Bayona compró los derechos del libro en 2012, al acabar el rodaje de Lo imposible, con la intención de convertirlo en su siguiente proyecto. Ha tardado diez años en poder levantarlo, entre otras cosas por el empeño de rodarlo en castellano con actores uruguayos y argentinos desconocidos. Esto dota a la película de una verdad que no tenía la de Marshall, hablada en inglés y con actores americanos, algunos de ellos famosos.
Una diferencia clave de La sociedad de la nieve con respecto a ¡Viven! es que se trata de una propuesta coral, sin protagonismos destacados. Es una película sobre la supervivencia del grupo y sobre la comunidad -y la comunión- que se estableció en la montaña entre los vivos y los muertos. Incide mucho en el vínculo sagrado que se crea entre unos y otros a través del autosacrificio. Los que intuían que iban a fallecer daban su consentimiento a los otros para que se los comieran y así pudieran seguir viviendo.
Sin embargo, el cineasta tenía claro que no quería hacer una película sobre la antropofagia, que es solo un elemento más -sin duda relevante- dentro de una tragedia con más matices. La cinta no rehúye el tema, pero sí evita que lo escabroso tape la dimensión humana de la historia que cuenta. Tanto el libro de Vetri como la adaptación de Bayona (que rodó muchas horas de entrevistas con los supervivientes como parte del proceso de preparación) están hechos desde la empatía y por tanto respetan en todo momento la dignidad de quienes en esa situación extrema recurrieron a la carne de los muertos para sobrevivir.
Es más, Bayona convierte el espinoso asunto en una suerte de ritual sacro. Es muy interesante cómo están rodadas esas escenas. Los tres que se ofrecieron a trocear la carne lo hacían apartados del resto del grupo, para evitar que los demás supieran a quién se estaban comiendo. En la película siempre los vemos a través de los ojos de los otros, desde lejos, de espaldas, como sacerdotes o chamanes oficiando un rito de transformación: cadáveres preservados por el hielo que se convierten en fuente de vida. ¿Hurtar la crudeza de lo ocurrido es edulcorarlo? El cineasta ha explicado que rodó escenas mucho más explícitas, como cuando supervivientes rascaban los huesos para disolver el calcio en agua y beberlo, pero decidió no incluirlas en el montaje final para evitar que toda la atención se desviara hacia eso.
Hay sin embargo una escena que, de forma fugaz pero demoledora, muestra el horror sin filtros. Cuando el hambre apretaba de nuevo, porque ya habían consumido todos los cadáveres, empezaron a devorar los restos que habían quedado pegados a los huesos. Hay un momento en el que cuando se van a tomar una foto junto al fuselaje, uno de ellos tapa con una maleta los restos de manos de los cadáveres que tienen a sus pies. Es un gesto de pudor, pero que implica que para entonces ya convivían con total naturalidad con los cadáveres devorados de sus amigos. Y es que como dice la voz del narrador: “Lo que al principio parecía inimaginable se convirtió en habitual. Dejamos de darle importancia.” No es fácil trasladar en dos horas y media de metraje este descenso a lo atávico que se produjo a lo largo de setenta y dos días, pero la película logra que el espectador lo atisbe.
Hay otra decisión que marca la perspectiva de la propuesta. Los chicos se habían educado en un colegio de curas, la mayoría eran católicos fervientes y al parecer cada noche rezaban el rosario en los restos del avión. Todo esto desaparece casi por completo en favor de una dimensión espiritual más abstracta -esa comunión entre vivos y muertos-, lo cual tal vez de a la película una dimensión más universal, pero no deja de chocar con la voluntad verista de trabajar con actores uruguayos y rodar, por ejemplo, en los escenarios reales de Montevideo, incluida la casa de uno de los fallecidos. Eliminar casi por completo el sustrato católico de la ecuación significa manipular una parte de la historia.
En cuanto al tono, jamás se busca ni emotividad visceral ni la lágrima fácil. Hay una muy consciente contención para evitar cualquier tipo de sobreactuación melodramática, incluso en el uso de la música (todo lo contrario de lo que ocurría en la película de Marshall). En el aspecto visual, es una película intimista enmarcada en un formato de superproducción. El recurso que utiliza Bayona de forma reiterada es el contraste entre los planos generales muy abiertos de la inhóspita inmensidad nevada y los primerísimos planos muy cerrados de los personajes. Planos generales en los que las las figuras humanas puntos negros aplastados sobre un lienzo blanco, frente a primeros planos siempre abigarrados con varios personajes en foco.
La dimensión íntima que busca el director -con alguna escena confesional en la que un personaje expresa sus sentimientos o reflexiones- nunca entorpece el ritmo, que logra mantener la tensión pese a que el espectador ya sabe cómo termina la historia. Bayona se ha formado narrativamente en el modelo del cine americano. Su héroe es Steven Spielberg y eso explica cómo puede pasar de rodar el encargo de Jurassic Word: el reino caído a hacer esta obra mucho más personal, tomándose ambos proyectos con la misma seriedad profesional.
La sociedad de la nieve se rodó en orden cronológico, con los actores sometidos a una dieta para que fueran adelgazando conforme avanzaba la filmación. La mayoría de escenas se grabaron en Sierra Nevada (Granada), ya que era imposible hacerlo en los escenarios reales por las condiciones climáticas. Todos los fondos que aparecen son los Andes superpuestos por vía digital. Según el responsable de los efectos digitales, en torno a mil planos están retocados en postproducción.
Desde el punto de vista técnico -efectos visuales, sonido, fotografía, montaje- la película es impecable. Y aquí merece la pena apuntar que, aunque financiada por Netflix, esta es una película española, rodada por un equipo español en España, con un acabado digno de una superproducción de Hollywood.
J. A. Bayona cuenta la historia sin caer ni en lo sensiblero ni en lo escabroso. Logra dotar de un sentido trascendente a lo que fue una supervivencia en condiciones extremas, que obligó a transgredir tabús. Sus personajes no son ni héroes ni monstruos, sino seres humanos enfrentados a sus límites que, pese a su juventud e inexperiencia, lograron mantenerse unidos. Ahí arriba, en la montaña, quedó para siempre esa extraña comunidad tribal de vivos y muertos.