“Dime lo que comes y te diré quién eres”, sentenció Brillat-Savarin en su pionero tratado gastronómico Fisiología del gusto. El personaje central de A fuego lento, premiada en el Festival de Cannes a la mejor puesta en escena y la película que Francia ha enviado a la preselección de los Óscar- toma algunos rasgos de este personaje, aunque la principal fuente de inspiración es otro sibarita clásico: el belga Camille Cerf, que fundó la llamada Académie du Goût, nombre que recibían los elaborados banquetes que organizaba para distinguidos comensales cada sábado en su casa.
El título original de la cinta es La passion de Dodin Bouffant, ya que se trata de una adaptación libérrima de La vie et la passion de Dodin Bouffant, gourmet, una novelita con pinceladas satíricas publicada por el suizo Marcel Rouff en 1920 y reeditada con algunos capítulos más en 1924. El libro cuenta la historia de este bon vivant que ofrece a sus amigos fastuosas comilonas preparadas por su cocinera Eugénie.
El original literario acaba, tirando de ironía, con el glotón protagonista reponiéndose en un balneario de Baden-Baden de un ataque de gota y un cólico, fruto de sus excesos. La adaptación al cine del vietnamita Trân Anh Hùng (Danan, Vitnam, 1962), autor en solitario del guion, cambia muchísimas cosas, empezando por el tono, de modo que desaparecen por completo las pinceladas humorísticas.
Dodin Bouffant es en la pantalla un hombre rico, que vive retirado en su château de la campiña, al que da vida Benoît Magimel, el cónsul que se paseaba como un sonámbulo por Pacifiction de Albert Serra. Apasionado de la gastronomía, tiene a su servicio en los fogones a la fiel Eugénie, interpretada por Juliette Binoche, de la que está enamorado. Sin embargo ella, se supone que por preservar su libertad, ser resiste a aceptar sus proposiciones matrimoniales. La cinta, ambientada a finales del siglo XIX, mezcla recetario de platos franceses, pasión amorosa otoñal y drama, no siempre de forma convincente.
En la parte positiva de la balanza destaca la sofisticación visual del cineasta, ya demostrada en sus tres primeros títulos, rodados en su Vietnam natal: El olor de la papaya verde, Cyclo y Pleno verano, en los que conseguía que el espectador percibiera a través de la fuerza de las imágenes el clima húmedo y los aromas del país. Después saltó brevemente a Estados Unidos y se estableció en Francia; dejar su universo más íntimo no le sentó demasiado bien a su carrera posterior, en la que destaca tan solo una discreta adaptación de Tokio Blues de Murakami.
Con A fuego lento recupera -aunque solo en parte- el talento que demostró en sus inicios. La primera escena, que se prolonga más de media hora, es un tour de force rodado con una precisa coreografía entre los actores y los movimientos de la cámara, que muestra de forma precisa y sensorial la preparación de un complejo menú en la cocina del castillo.
A cargo de la preciosista fotografía está Jonathan Ricquebourg (que también ha trabajado con Albert Serra, en su caso en La muerte de Luis XIV, donde se lucía con el claroscuro de la iluminación de interiores con velas). Al virtuosismo visual y rítmico del arranque, se incorpora otro elemento que brilla a lo largo de todo el metraje: el uso del sonido. Pocas veces como en esta película percibirá el espectador un trabajo con tantos matices sensuales, poéticos y dramáticos en este terreno.
Sin embargo, la propuesta de Trân Anh Hùng adolece de serios problemas de guion y en ciertos momentos resulta errática. Incorpora demasiadas subtramas que no conducen a nada. Por ejemplo, una de las pocas que se mantienen del original: la invitación por parte de un exótico príncipe a un suculento banquete preparado por su chef particular (lo interpreta Pierre Gagnaire, tres estrellas Michelín y asesor gastronómico de la película), a la que el protagonista pretende responderle con un modesto pot a feu, como paradigma de la sabiduría ancestral de la cocina popular.
Pero esta trama se disuelve en la nada, como sucede con la de la niña dotada de un inaudito paladar a la que Dodin pretende educar y cuya presencia tampoco se sabe muy bien qué aporta. En el centro hay una historia de amor tardío y trágico, no siempre bien desarrollada y con algunos marcadores de lo que va a suceder demasiado evidentes.
Aunque hay que destacar que conduce a un interesante tramo final en el que merodean la ausencia, el dolor y el paso del tiempo que nada cura, todo ello de nuevo muy bien resuelto visualmente por el cineasta. Ahora bien, por mucho que la película tenga cierto tono de fábula, no parece muy creíble que todo el entorno del gastrónomo -nada menos que las fuerzas vivas del pueblo- acepte con alborozo y sin ninguna reticencia o duda un matrimonio interclasista en plena Francia rural decimonónica.
En esta relación amorosa tiene, por supuesto, un papel crucial como modo de comunicación y vínculo afectivo la cocina, lo cual sirve para desplegar un homenaje a la larga tradición culinaria francesa, con todo su repertorio de sofisticaciones y platos de gran complejidad técnica. Pero la pretensión de convertir la gastronomía en una suerte de esteticismo sublime y trascendente funciona a duras penas.
En comparación, el uso del poder de los fogones en El festín de Babette, la adaptación del relato de Isak Dinesen dirigida por Gabriel Axel, sí sabía transmitir muy bien cómo la cocinera francesa descubría a los insulsos y austeros protestantes daneses los sensuales placeres del paladar, una joie de vivre con una dimensión prácticamente erótica. Por su parte, en Comer, beber, amar de Ang Lee, la comida era un lazo de unión familiar entre las dos generaciones, y en El cocinero de los últimos deseos de Yôjirô Takita, los sabores de los platos funcionaban como un puente para la memoria y la evocación de momentos de felicidad perdidos.
En un registro muy diferente, en la serie Julia -y en la película previa Julia y Julia de la gran Nora Ephron- el personaje de Julia Child -la introductora del recetario francés en los hogares americanos con su programa de televisión de los años cincuenta- sirve para explicar los cambios sociales y culturales de una época. En las antípodas, La gran comilona de Marco Ferreri exploraba la conexión de lo gastronómico y lo escatológico, mediante la bacanal suicida de sus cuatro protagonistas, encerrados durante un largo fin de semana en una casa para comer hasta literalmente reventar.
También jugaba en esa liga subversiva El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante de Peter Greenaway, mientras que la reciente serie The Bear muestra de forma plausible el nada idílico trajín que se vive en las entrañas de un restaurante. Además, hay que destacar que contiene algún que otro hito reseñable, como el episodio rodado en un único plano secuencia, que logra transmitir toda la tensión del ambiente.
Por último vale la pena mencionar El menú de Mark Mylod, que presenta a un chef psicópata (excelso Ralph Fiennes, que se lo pasa en grande interpretando al airado y perturbado genio de los fogones) que se venga de sus pretenciosos y estúpidos clientes. Se trata de una comedia gore, que arranca de forma espectacular, pero va perdiendo fuelle a medida que avanza. Aunque, eso sí, se le agradecen los dardos envenenados que lanza contra la tontería reinante en el actual mundillo de la alta cocina, convertido en un disparate desde que alguien tuvo la peregrina ocurrencia de decirle a Ferrán Adriá que lo que hacía era nada menos que vanguardia.
A partir de ahí, el desbarre mental y las insufribles ínfulas de chefs convertidos en vacuos gurús filosofantes no ha hecho más que crecer. Eso sí, tanta majadería no sería posible sin clientes dispuestos a dejarse engatusar y pagar gustosos elevadas facturas a cambios de experiencias, de pretenciosas recetas que cuentan historias y platos que dibujan paisajes y trampantojos. Todo elaborado con la ayudita de toneladas de química y envuelto en pomposos discursos. Habrá que volver al pot au feu y a la prosa limpia y elegante con la que Cunqueiro, Camba, Pla y su discípulo aventajado Néstor Luján escribieron suculentos libros culinarios.