En 1959 Otto Preminger dirigió Anatomía de un asesinato, uno de los grandes títulos del cine judicial, que en Estados Unidos han convertido en todo un género con obras emblemáticas que van de Doce hombres sin piedad a Algunos hombres buenos. El motor de este tipo de películas es -con tintes más criminales o más melodramáticos según los casos- averiguar dónde está la verdad.
En 2023 la francesa Justine Triet (Paris, 1978) gana la Palma de Oro en Cannes con Anatomía de una caída, que juega también en esta liga. Aunque, sin ser un experto en la materia, diría que la directora se toma varias licencias en cuanto al rigor con el que recrea los procesos y formas que rigen en un juicio. Siguiendo el modelo made in USA, hay una muerte sospechosa (un marido que ha caído por la ventana de un chalet en los Alpes franceses) y una acusada (la esposa, que acaso lo empujó, aunque bien pudo tratarse de un accidente o un suicidio). Sin embargo, a Triet y su coguionista -y marido, el también cineasta Arthur Harari- lo que les interesa en realidad no es tanto dirimir la inocencia o culpabilidad de la protagonista, como escarbar en la compleja relación matrimonial que ha llevado a este final trágico.
Los dos miembros de la pareja -y el dato no es anecdótico- son novelistas, ella de éxito y él fracasado. Hay además un hijo de 11 años, casi ciego debido a un accidente en la infancia, que ha sido testigo parcial -confundido e influenciable- de lo ocurrido. La película se inicia no por casualidad con una pregunta: “¿Qué quieres saber?” Se la hace Sandra, la escritora protagonista, a una joven estudiante que se dispone a entrevistarla para su tesis. Sandra tiene muy pocas ganas de desvelar las entrañas de sus ficciones -con un alto componente autobiográfico- y pasa rauda al contraataque. Se pone a hacerle preguntas más o menos íntimas a la joven, que se muestra entre azorada y halagada. ¿Es una simple maniobra defensiva de la novelista o se trata de una tentativa de seducción en toda regla? Anatomía de una caída maneja desde el principio con habilidad las expectativas y los prejuicios de los espectadores.
En cualquier caso, la entrevista se ve interrumpida por una música atronadora -de nuevo, el tema que suena no está elegido al azar, es el misógino P.I.M.P. del rapero 50 Cent-, que ha puesto en el piso de arriba el marido de la escritora, con clara voluntad de boicotearla. La estudiante se marcha. Al poco rato sale a pasear con el perro el hijo de la pareja. Cuando vuelve se topa con el cuerpo sin vida de su padre en el suelo, con una herida sangrante en la cabeza. ¿Accidente, suicido o asesinato? Las pruebas no son concluyentes, parecen incluso contradictorias. La esposa acaba encausada, pero como le advierte su abogado -un viejo amigo con el que acaso ella mantuvo algo más que una simple amistad-: “Un juicio no va sobre la verdad”. No, va sobre la apariencia de verdad, sobre lo que resulta verosímil y lo que no, sobre la idea que el jurado se va a hacer de la acusada a partir de las intimidades que aflorarán y de lo que escribía y fantaseaba en sus ficciones.
Durante el juicio se airearán aspectos no muy edificantes de la relación de la pareja y, según van apareciendo las pruebas, el espectador irá componiendo fragmentos de un puzle que no necesariamente se completará ni conducirá a una única verdad. Entre esas pruebas hay una grabación de una discusión entre ambos que el marido grabó sin el consentimiento de ella. El recurso puede parecer forzado, pero se justifica de forma creíble como parte de un proyecto literario de él. Es una conversación crucial, a la que asistimos en un flashback, en la que el descarnado diálogo alcanza por momentos una potencia digna del Bergman de Secretos de un matrimonio y Saraband.
¿Ella es una mujer libre vista como culpable precisamente por eso? ¿Una mujer que humilló a su marido al confesarle sus infidelidades, incluidas algunas aventuras con otras mujeres? ¿Su actitud es reprobable porque esas infidelidades se produjeron cuando su hijo acababa de sufrir el accidente o acaso eran una vía de escape? ¿Es una manipuladora que hundió a su pareja haciendo que se sintiera culpable de ese accidente o una víctima forzada a vivir aislada en el pueblo natal de él? ¿Una mala madre que dejó al niño al cuidado del padre para centrarse en su carrera literaria? ¿Una embustera que le robó la idea de su exitosa novela a su marido? Y en cuanto a él: ¿es un mártir sojuzgado por ella o un fracasado que se victimiza porque es incapaz de asumir su propia incapacidad para escribir?
No solo los miembros de jurado van emitir un veredicto sobre Sandra, también los espectadores la juzgaremos en función de lo que iremos descubriendo sobre ella a través de los acusadores y defensores, del sesgo de los testimonios, porque ni las palabras y los recuerdos son por completo fiables. ¿Quién conoce mejor la intimidad de la pareja, el psicoanalista que trataba al marido y escuchaba sus lamentos o la acusada que convivía con él? El testigo más fiable y más directo de lo sucedido y sus antecedentes es el hijo de la pareja, que toma protagonismo en la parte final. Pero tampoco él está del todo seguro sobre qué oyó o no oyó. O estándolo valora las consecuencias que tendrá su declaración y la adecua a lo que le gustaría creer. ¿Dónde está la verdad?
La cineasta incrementa la sensación de ambigüedad cuando determinados acontecimientos de la sala del juicio no los vemos directamente, sino narrados por la prensa que lo cubre, con sus prejuicios morales, sus ideas preconcebidas y su malintencionada confusión entre las ficciones que ella escribe -en las que fantaseó con un asesinato- y la realidad.
Hay un dato interesante sobre el método de trabajo que utilizó Triet. La protagonista, Sandra Hüller, le preguntó a la directora si su personaje –que se llama también Sandra- es en realidad culpable o inocente, ya que el final es ambiguo. Ella se negó a aclarárselo y esto tiene una incidencia directa en la interpretación de Hüller, siempre enigmática. ¿Es una asesina con gran habilidad para simular su inocencia? ¿O es una mujer inocente obligada a justificar decisiones íntimas que salen a la luz para defenderse de una gravísima acusación?
Esta ambigüedad que planea sobre la verdad se desarrolla además con el inteligente uso de los idiomas, acompasando realidad y ficción. La actriz es alemana y la directora utiliza este dato como un recurso en la ficción: el personaje es una escritora alemana que se comunicaba con su marido en inglés, porque se conocieron en Londres, y que está viviendo en los Alpes franceses, en el pueblo natal de él. En el juicio debe expresarse en francés, pero pide pasarse al inglés cuando tiene que hablar de emociones íntimas. ¿Es la lengua un elemento de comunicación o un terreno resbaladizo en el que las palabras no siempre expresan lo que sentimos? ¿Cuando Sandra pide utilizar otra lengua en la que se expresa con más fluidez, lo hace para no ser malinterpretada o para poder manipular con palabras que sabe medir mejor?
Triet ya había abordado los temas que emergen en la película en obras anteriores: los conflictos de pareja en La batalla de Solferino; el engaño y la verdad en la discreta comedia judicial Los casos de Victoria y la realidad y la ficción en El reflejo de Sybil, su primera colaboración con Sandra Hüller (todas están disponibles en Filmin). Su coguionista y marido, Arthur Harari, tiene varios títulos como director, entre los que destaca el último: Onoda: 10.000 noches en la jungla, sobre uno de esos soldados japoneses que, acabada la guerra, siguió luchando por el emperador (disponible en Movistar +).
Anatomía de una caída es larga (dos horas y media), pero logra mantener el interés y el ritmo gracias al sobresaliente trabajo de Sandra Hüller (que se dio a conocer internacionalmente con la exitosa comedia Toni Erdmann), y a los giros de guion que van presentado una realidad compleja y cambiante. El desarrollo de la trama no responde a todas las preguntas que nos plantea, pero dejarnos con algunas dudas es parte del juego. El resultado es una película notable, ¿pero tanto como para merecer la prestigiosa Palma de Oro?
Entre las obras que competían con ella hay como mínimo tres muy superiores: La zona de interés de Jonathan Glazer (en la que también actúa Hüller), Perfect Days de Wim Wenders y Secretos de un escándalo de Todd Haynes. Hablaremos de ellas porque se van a estrenar en España. La de Haynes tiene muchos puntos en común con la de Triet. También aborda lo escurridiza que puede llegar a ser la verdad y presenta a personajes que no siempre son lo que parecen. Secretos de un escándalo es la película más inteligente de este año, más osada y arriesgada que la de Triet. La francesa juega sobre seguro con un discurso feminista que tiene ganados de antemano los aplausos, Haynes se desliza por terrenos mucho más resbaladizos con una intrepidez admirable.