La industria audiovisual española parece haber encontrado una mina de oro en el resumen, glosa y encomio de alguna de las figuras y figurones de los últimos años setenta y primeros ochenta. Para entendernos, sí, la Transición –aquella época ora mítica, ora estomagante— se ha convertido en lo que era la Guerra Civil para los cineastas posfranquistas: un lugar común, un tópico, un centro de interés, un posible coñazo. No sabemos a qué se debe tal fiebre revisionista. ¿Tal vez a la facilidad para encontrar atrezzo a precio razonable? ¿A la falta de confianza en la ficción pura de los productores? ¿Al interés por capturar a una audiencia envejecida que gusta de revivir su juventud? No sabemos, pero el caso es que en los últimos tiempos hemos visto como se nos acumulan docuseries y ficciones al respecto.
Así, tenemos acceso a los desmanes de la familia Pujol; a los líos financieros y sexuales de Juan Carlos I y la paciencia de Doña Sofía, a la vida exagerada de Miguel Bosé –que al emitirse en abierto consiguió devolver el liderazgo perdido de Tele 5 después de no sé cuántos años–; al tour de force emocional de Bárbara Rey y Ángel Cristo; a la relación sadomasoquista entre De la Morena y García; a los milagros y carreras de las dos Rocíos –Jurado y Dúrcal– y tantos otros. La sección de cine y tele se nos ha vuelto un remedo de las portadas de las revistas del corazón posfranquistas. Una antología retrospectiva de sentimentalidad con coartada artística –en el amplísimo sentido de la palabra—que lo inunda todo con su mezcla exacta de amarillismo y relevancia.
La nostalgia cotiza al alza en el mercado de la atención mediática, pero esos productos culturales suelen ser correctos pero flojos. Incapaces de aportar nada que no estuviera dicho ya mil veces. Como si ante el innegable envejecimiento de la audiencia –las nuevas generaciones prefieren otros elementos de consumo visual— no tuvieran más remedio que crear productos ad hoc, memorias caducas que parecen decir que, a su parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor. Como las radiofórmulas de éxito que se dedican a vanagloriar la calidad de la música que eran novedad en Tocata y Rockopop en contraposición a modelos más contemporáneos. Sí, la realidad se nos está volviendo un capítulo de Cine de Barrio no especialmente afortunado.
Ahora se suma que el director David Trueba, autor él mismo de las series dedicadas a los Pujol y Sofía de Grecia contenidas en HBO MAX, dueño de una filmografía variada e interesante que sin embargo, parece haber envejecido peor de lo esperado, estrena película dedicada a Eugenio, a la sazón, uno de los cómicos más populares de la Transición. ¿Otra? Pensamos que el discurso brillante del propio Trueba, su innegable simpatía personal y su dinamismo al ser entrevistado, le ha beneficiado sobremanera en la difusión tanto de su obra literaria como de su producción cinematográfica.
Es uno de los pocos artistas españoles que han conseguido vivir muchos años en ese territorio resbaladizo y fértil –como una delta mesopotámico—que va de lo intelectual a lo comercial y viceversa, pero, por decirlo de una vez: su personalidad nos gusta más que sus obras, que suelen tener más impacto mediático que artístico. Y sucede que todo nos huele a ya sabido y a chamusquina. Tampoco ayuda a nuestro entusiasmo cinéfilo la posibilidad de que la nueva película se centre en la consabida figura del cómico con alma triste, ni que ya existieran otras piezas audiovisuales –de no ficción, eso sí: la muy interesante Eugenio. Blanco o negro— dedicadas al repaso biográfico del auge y caída del artista barcelonés. Ni tan siquiera que sus chistes sigan vivitos y coleando tanto en el inconsciente colectivo como en las listas de Spotify.
Y, sin embargo, más allá del inicio tópico con el enamoramiento a primera vista –mejor: a primera escucha– de Eugeni Jofra i Bafalluy –un joyero más bien tristón– y la joven cantante andaluza Conchita Alcaide Rodríguez surge la química entre la pareja de actores y en esa alquimia se basa todo lo demás. El trabajo de David Verdaguer y Carolina Yuste raya el milagro. El catalán encarna de tal manera al cómico que cuando observamos después de la película fotografías del verdadero nos parece una réplica de Verdaguer.
Le ganaría en un concurso de dobles al mismo Eugenio, como cuenta la leyenda que le pasó a Carles Chaplin con otro Charlot. La apuesta por la caracterización –voz, nariz, mirada y hasta prótesis de culo, según parece– es arriesgada y les sale de maravilla. Pero no es solo eso, es que el Eugenio de la pantalla parece una persona entera y complicada. Cobardísimo y valiente. Padre amantísimo y desastre. Uno di noi.
Otro acierto es el arco temporal de la trama. Empieza cuando toca. Se acaba en el mismo momento que debe hacerlo. Un segundo antes de que la tristeza de transforme en un tsunami de autodestrucción. El exceso de drama y negrura que reside en la biografía de Eugenio hubiera dado al traste con la verosimilitud de un film de ficción que comprendiera la totalidad de su vida. Ya saben, el viejo adagio: la realidad no necesita ser verosímil. El uso del idioma catalán junto al castellano también es fresquísimo, atento a las cadencias de la realidad, sin engolamientos ni barrabasadas. Y consigue que nos chirríen los cameos de protagonistas de la época. Sonreímos al encontrarnos con Pedro Ruiz o Míriam Díaz Aroca, Chico Ibáñez Serrador o Mónica Randall.
Podríamos decir que con Saben aquell… Trueba consigue, tal vez, su film más redondo y mesurado, se centra en lo que sabe hacer y lo hace de fábula. Y después está lo de los chistes. Porque al final va a resultar que con nuestros cómicos favoritos nos sucede lo mismo que con la buena poesía: más que la lectura, lo que de verdad nos importa es la relectura. Viendo la película, nos percatamos de que no nos basta con degustarlos una sola vez, si queremos ir más allá de la euforia momentánea de la carcajada. Los memorizamos –sin querer, como se aprende una canción en la adolescencia-- para presentir el temblor de la risa anticipando el remate inevitable. Nos complace demorarnos en el goce de sus ritmos y pausas, en las inflexiones de la voz. Solo en la repetición, es cuando se acaban abriendo al goce de los sentidos y nos permiten disfrutar de su forma más allá de la trama. Es entonces cuando entendemos como su anécdota y su forma se funden en eso que llamamos experiencia estética.
Diríamos que David Trueba ha realizado la versión fílmica de aquellas cintas de cassettes de gasolineras. A cambio de unos cuantos duros, podías poner en el loro de tu coche –de aquellos extraíbles que llevaban los padres en la mano, junto a la mariconera— lo bueno y mejor del artisteo desbocado posfranco, tan hambriento de todo. Así, convivían la rumba canalla de Bambino con los chistes de gangosos de Arévalo, los vacilones de Los Chunguitos con el perro verde –que iba de negro– de Eugenio.
Al acabar la película, Eugenio ya no está solo. En la pantalla le aplaude un público entregado. La mise en abisme no se acaba aquí, pues la vemos también en una sala a rebosar –¿el cine vuelve a remontar o será un espejismo?– y el público también aplaude a la pantalla: a Eugenio, a la actuación de Verdaguer, a Trueba por convocar la memoria de unos tiempos complicados que recuerdan con cariño, y, piensan, que tal vez no salieron tan mal del todo. De alguna manera, por un momento, se aplauden a sí mismos.