¿Sería una exageración aventurar que el amor es el tema más recurrente tanto en literatura como en cine? Del Romeo y Julieta shakesperiano a las novelitas de Corín Tellado; de La ronda de Schnitzler a la inmunda Pretty Woman… Varían los tonos, las profundidades y los resultados artísticos, pero el amor reina como asunto estelar. No sé si mueve montañas como la fe, pero sin duda es un combustible de primera para poner en marcha el motor de tramas narrativas.
El cine lo ha abordado desde un amplio repertorio de ángulos: de la guerra de sexos de las gloriosas screwball comedies de los años treinta hasta los desgarros lacrimógenos de los melodramas de Douglas Sirk, pasando por la infinidad de algodonosas cintas románticas o las severas terapias filmadas de Bergman. Como el tema es tan recurrente, se amontonan las cursilerías, las tonterías y las manipulaciones sensibleras.
Entre tantas películas que exprimen el asunto sin hacer otra cosa que repetir fórmulas y banalidades, en lo que llevamos de siglo XXI -por acotar un poco- hay al menos dos obras que lo abordan con verdadera profundidad y planteamientos formalmente radicales: Deseando amar (In the Mood for Love, 2000) de Wong Kar Way, que se adentra en lo sensorial y emocional, y Olvídate de mí (Eternal Sunshine of the Soptless Mind, 2004) de Michel Gondry, con guion de Charlie Kaufman, que lo intelectualiza jugando con la ciencia ficción.
Un detalle interesante: la memoria es un elemento fundamental, por diferentes motivos, en ambas propuestas. Podríamos añadir una tercera, El hilo fantasma (The Phanthom Thread, 2017) de Paul Thomas Anderson, pero más que sobre el amor, versa sobre la obsesión enfermiza, la dominación y la sumisión.
Si descartamos esta última, el tercer puesto en el podio lo podría ocupar Vidas pasadas (Past Lives, 2023), el prodigioso debut de la cineasta coreano-canadiense residente en Nueva York Celine Song. Es una propuesta de apariencia mucho más modesta y menos compleja que las otras dos mencionadas. Sin embargo, con un planteamiento de entrada muy sencillo logra llegar al corazón del tema abordado y construir una obra sofisticada y profunda. Y en ella -una vez más- la memoria es central.
La película tiene uno de los arranques más potentes que he visto en mucho tiempo. Vemos en la barra de un bar a tres personas conversando: dos son coreanas, un hombre y una mujer -ella ocupa el centro- y la tercera figura es otro hombre, en este caso occidental. Observamos sus gestos, intuyendo acaso cierta tensión subterránea, pero no oímos su conversación. Lo que oímos son las voces de una pareja invisible para nosotros que, desde la otra punta del bar, contemplan al trío y elucubran sobre cuál debe de ser su relación, aventurando varias hipótesis. Esta escena la vivió la directora y la historia que cuenta es en parte autobiográfica. Tal vez esto explique la verdad que transpira.
Vidas pasadas se estructura en tres momentos separados por doce años cada uno, de modo que el arco temporal completo de la historia que se cuenta es de veinticuatro años. Seguiremos a los dos personajes coreanos -con mayor desarrollo de la peripecia de ella- en tres momentos de sus vidas: cuando tienen doce, veinticuatro y treinta y seis años. Con doce son dos escolares en Seúl unidos por un ingenuo romance infantil que finaliza de forma abrupta cuando la niña se marcha porque sus padres emigran a Canadá. La reencontramos doce años después, en Nueva York, abriéndose camino como dramaturga (otro dato autobiográfico de la directora, que empezó en el mundo del teatro). Por azar, descubre que su antiguo amor de infancia la ha estado rastreando por internet. Reconectan por Skype y se ponen al día de sus respectivas vidas, pero no llegan a verse en persona porque él sigue en Seúl.
Al final deciden dejar sus conversaciones y ella conoce a un novelista judío neoyorquino (otro dato autobiográfico) durante una estancia en una residencia rural para creadores. Doce años después ella está casada con ese escritor y recibe el aviso de que su amigo de la infancia va a viajar a Nueva York y le gustaría verla. Será a lo largo de este segundo reencuentro cuando se producirá la escena inicial del bar.
El título, Vidas pasadas, hace referencia a un concepto del budismo coreano que se expone en una escena: el in-yun, la providencia, el destino que une a dos almas por encima de todos los avatares de la existencia, porque en alguna de sus vidas pasadas estuvieron conectadas. Cuando la protagonista lo explica, de inmediato lo desacraliza diciendo que en Corea es un recurso que se utiliza para ligar, pero en la película sirve como marco para entender la relación sostenida en el tiempo de esos dos niños separados por la distancia y que sin embargo parecen empeñados en reencontrarse.
Sin cargar los tintes melodramáticos, sin llevar la situación a una tensión desaforada, bordeando acaso la cursilería, pero sin caer nunca en ella, Song aborda con sutileza y hondura el manido -y sin embargo eterno- asunto del amor. Y también otros adyacentes como la duda de si seguimos siendo aquel que fuimos en el pasado; la idealización que proyectamos sobre el otro, que acaso ya no sea tal como lo recordábamos o idealizábamos; el conflicto entre dos identidades culturales muy diferentes -en el caso de ella- que marcan una visión del mundo y de los vínculos afectivos casi opuesta.
La directora trabaja con mucha solvencia el subtexto y sabe contar la historia visualmente, a través del manejo de los espacios y de los gestos. La relación de la protagonista con su marido neoyorquino abunda en muestras de cariño expresadas mediante el contacto de los cuerpos, mientras que con el amigo coreano hay siempre una distancia física y cuando se abrazan se transmite cierta incomodidad, marcada por la cultura del país de origen.
Tiene un trabajo actoral impecable y siempre contenido, que la directora trabajó muy a fondo con los tres actores principales (un ejemplo: impidió que los dos actores masculinos se conocieran en persona hasta el momento en que debían rodar la escena en que se encuentran por primera vez y, en efecto, su actitud transmite veracidad y frescura en la pantalla). Celine Song sabe sacar el máximo partido a las miradas y los silencios. Aunque eso sí, cuando aparecen los diálogos, sobre todo en la parte final, son de una brillantez inhabitual en el cine; se nota en ellos la trayectoria previa de la cineasta como autora teatral.
Vidas pasadas es una pieza de cámara, con tres actores muy entregados -Greta Lee, Yoo Teo y John Magaro- y unos pocos escenarios, entre ellos Nueva York, por donde ella se lleva de paseo turístico a su amigo de infancia cuando viene a visitarla. La idea que merodea a lo largo de toda la película es el What if…, el tema del célebre poema de Robert Frost The Road Not Taken -el camino que no tomamos- y que asoma también en algunos versos de los Cuatro Cuartetos de T. S. Eliot. Las vidas no vividas, la “posibilidad perpetua” y “la senda que no tomamos/hacia la puerta que jamás abrimos” como apunta Eliot en el inicio de Burt Norton, el primero de los cuartetos.
La escena final es un prodigio de manejo de los tiempos y silencios dilatados, de las emociones contenidas. Celine Song logra el milagro de hacer una película romántica sin toneladas de azúcar y edulcorantes, de emocionar sin manipular capciosamente al espectador, de abordar el amor sin chapotear entre tópicos y trivialidades. No se la pierdan.