En El hombre que mató a Liberty Valance de John Ford un personaje pronuncia una frase muchas veces citada: “This is the West, sir, when the legend becomes fact, print the legend” ("Esto es el Oeste, cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda"). Ford fue el gran constructor del mito del Oeste a través del western, el género americano por antonomasia, que explica la historia -y la leyenda- de la forja del país.
La película mencionada -una obra crepuscular y tardía del año 1962- es muy relevante porque en ella aquel que contribuyó como nadie a plasmar en la pantalla la versión mítica del pasado, señalaba su condición de ficción. No nos engañemos, todos los países arman su historia romántica y épica en base a medias verdades y mentiras flagrantes (no hay que mirar muy lejos: la falsaria historia de Cataluña de los nacionalistas es un ejemplo de bochornosa manipulación).
Fue a partir de los años sesenta y setenta del pasado siglo cuando el cine norteamericano empezó a producir algunos westerns revisionistas que trataban de mostrar algunas verdades detrás de las leyendas: por ejemplo, Pequeño gran hombre y Soldado azul, ambas de 1970, pero también Buffalo Bill y los indios de 1976. Antes, ya el maestro Ford había mostrado algunas grietas en la historia oficial en Centauros del desierto, de 1954.
Aunque Los asesinos de la luna de Martin Scorsese no es en puridad un western, porque se desarrolla en los años veinte, después de la Primera Guerra Mundial, tiene muchos elementos del género: hay indios, vaqueros, pistoleros…, y codicia desbocada. Esta película está en la estela de otras tres producciones épicas que, con aires de western y un tratamiento deslumbrante del paisaje, retrataban el capitalismo salvaje que está en el corazón fundacional de América: Días del cielo (1978) de Malick, La puerta del cielo (1980) de Cimino y Pozos de ambición (2007) de Paul Thomas Anderson.
Los asesinos de la luna está basada en un libro de no ficción de David Grann titulado Killers of the Flower Moon: The Osage Murders and the Birth of the FBI. Y, en efecto, agentes del incipiente FBI fueron enviados a investigar una serie de muertes entre los miembros de la nación Osage. Se trataba de fallecimientos por supuestas causas naturales o accidentales o por suicidio, pero su imparable progresión empezó a levantar sospechas.
La tribu india de los Osage había sido desposeída de sus tierras y el gobierno los había reubicado en una reserva en Oklahoma. Se les asignaron unas tierras de escasa calidad, pero en cuyo subsuelo resultó que había petróleo. El descubrimiento fue la bendición para los miembros de la tribu, que se hicieron ricos de la noche a la mañana, aunque el racismo de la época los obligaba a tener un tutor blanco para administrar su dinero, porque se los consideraba incapacitados para tal cosa.El petróleo no tardó en convertirse también en su maldición, porque despertó la codicia de hombres blancos sin escrúpulos que acudieron para sacar tajada como moscas atraídas por un tarro de miel.
Si en los contraculturales años setenta el cine americano empezó a revisar los trapos sucios de su pasado, ahora, a lomos de los movimientos reivindicativos de las minorías raciales, vuelven unos aires revisionistas que sacan a la luz episodios olvidados. Por ejemplo, dudo que casi nadie hubiera oído hablar de la matanza de Tulsa en 1921, cuando una turba de hombres blancos arrasaron un próspero barrio negro y asesinaron a sus residentes, hasta que este acontecimiento apareció como parte de la trama de la estupenda serie Watchmen de HBO (sí, una serie de superhéroes).
Este hecho histórico se menciona en un noticiario en Los asesinos de la luna, porque sucedió en la misma época y muy cerca de la reserva india, ya que Tulsa está en Oklahoma. También dudo que mucha gente supiera de los crímenes de la nación Osage hasta la aparición de esta cinta de Scorsese, que forma parte del empeño del cineasta por retratar la historia americana, fundamentalmente a través de sus películas sobre la mafia. Además, la mirada que aquí proyecta sobre los albores del capitalismo sin alma la conecta con El lobo de Wall Street.
El trasfondo histórico conforma la parte épica de la película, pero en medio de todo este despliegue de codicia y racismo se mueven unos seres humanos, encabezados por los tres protagonistas: un joven de difusa ambición y escasas luces (Leonardo DiCaprio) que vuelve de la Primera Guerra Mundial y es acogido por su tío, un poderoso ganadero vecino de los Osage, pero bajo cuyas tierras no hay petróleo (Robert De Niro). El sobrino acaba casándose con una nativa (Lily Gladstone) y no les voy a destripar lo que sucede, pero la cosa adquiere magnitudes de tragedia shakesperiana.
Hay una diferencia importante entre el libro que investigó estos sucesos y la película. El primero da similar protagonismo al despiadado hombre de negocios que orquestó los crímenes y al agente del FBI, un ex ranger de Texas, que dirigió la investigación. Por lo que el propio Scorsese ha contado, la primera versión del guion que elaboraron él y su colaborador Eric Roth tomaba al agente como protagonista y orquestaba la trama a partir de su investigación.
Parecía la idea más sensata y la más cómoda para el desarrollo narrativo de una historia criminal (era, por ejemplo, el planteamiento Arde Mississippi de Alan Parker, que seguía la indagación de dos agentes del FBI para desenmascarar a los culpables del asesinato de unos activistas de los derechos humanos asesinados por el Ku Klux Klan).
Sin embargo, Scorsese y Roth desestimaron esta primera versión del guion y optaron por una apuesta muchísimo más osada: el agente del FBI (Jesse Plemons) no aparece hasta el último tercio de la película y la trama se centra y sigue los pasos de dos personajes con los que resulta imposible empatizar: el potentado ganadero y su manipulable sobrino. Con esta decisión se renuncia a mantener el misterio sobre quién está detrás de los crímenes, porque desde el principio está claro quienes son los culpables.
La apuesta es arriesgada, pero permite al cineasta desarrollar lo que más le interesa: mostrar el fango moral en el que chapotean sus personajes. Por un lado, el rico ganadero que aplica de forma inclemente y sin ningún escrúpulo la lógica capitalista más feroz: considera que los Osage están condenados a desaparecer en el país que se está construyendo y alguien debe saber sacar provecho de sus riquezas. Y por el otro, el sobrino, un personaje todavía más lleno de aristas, por la relación que mantiene con la mujer india con la que se casa. Lo suyo es puro gaslighting, pero se atisba entre sus pocas luces que, pese a todo lo que le hace, en realidad la quiere. Aguas pantanosas de las que pocos directores saldrían airosos.
Scorsese lo logra, apoyado por un elenco sobresaliente. En esta película se enfrentan cara a cara los dos actores más importantes de su carrera: el Robert De Niro de sus inicios y el Di Caprio que le tomó el relevo y que aquí arma una de sus interpretaciones más complejas. Pero junto a ellos y casi por encima de ellos brilla Lily Gladstone que confiere dignidad y emoción a un personaje que también navega entre turbulencias, porque ama al hombre del que sospecha que la está matando.
Al buen resultado final contribuyen también la fotografía de Rodrigo Prieto (el modo en que ilumina la escena del interrogatorio basta para consagrarlo como un director de fotografía superlativo) y la banda sonora creada -con temas originales y selección de canciones ya existentes- por el gran Robbie Robertson, en la que fue su última colaboración con Scorsese antes de morir.
No se esperen al Martin Scorsese espídico de Casino o El lobo de Wall Street, ni al catárticamente violento de Taxi Driver o Uno de los nuestros. Los asesinos de la luna es una película cocinada a fuego lento, que dura tres horas y media y combina con sabiduría dos cosas en apariencia antitéticas: es a la vez una monumental cinta épica sobre las raíces podridas del capitalismo americano y un melodrama intimista sobre seres humanos que muestran sus flaquezas y su capacidad de convertirse en monstruos.