Me la habían puesto verde por escrito y de viva voz. Y no las tradicionales falsas viudas de esas que disfrutan subiéndose encima de un muerto para parecer más altas, sino amigos que, como yo, conocieron y apreciaron al difunto y críticos de los que suelo fiarme. Que si era una birria perpetrada por dos indocumentados. Que si se ignoraba la importancia literaria del escritor catalán. Que si se abusaba del morbo sentimental y sexual. Que si se ponía verde al supuestamente homenajeado a través de testimonios malintencionados…Pese a todo, me tragué del tirón la miniserie de Filmin Terenci, la fabulación infinita, de Marta Lallana y Álvaro Augusto, y –lo siento, amigos, conocidos y saludados- me gustó ese repaso en cuatro capítulos de ese señor al que siempre recuerdo como una encantadora mezcla de Drama Queen y humorista hilarante incapaz de tomarse nada en serio, empezando por sí mismo (como le respondió a su amiga Elisenda Nadal cuando ésta le preguntó cómo estaba en el hospital en que la acabaría diñando: “En mi mejor momento como mujer y como actriz”, sin dejar de toser a causa de su tabaquismo criminal).
Es cierto que La fabulación infinita prioriza la vida sentimental de Terenci Moix (Barcelona, 1942 – 2003) sobre la literaria, pero eso me parece más una elección (con la que se puede estar de acuerdo o no) que un intento de aportar morbo comercial al producto. Sí, se pasa un poco por encima de sus libros y de su evolución como creador, desde sus inicios de renovador de la literatura catalana con El dia que va morir Marilyn a sus años de esplendor comercial tras ganar el premio Planeta con No digas que fue un sueño, pero es que la vida de Terenci fue una mezcla de literatura, espectáculo y entrañable exhibicionismo sentimental. No veo mala fe en las declaraciones de Enric Majó, el hombre de su vida, sólo el sincero testimonio de alguien que quiso al difunto y que, al mismo tiempo, quedó marcado por él para bien y para mal. Ni en las de su amiga la fotógrafa Colita, aunque diga que Terenci no era de pasar mucho por la ducha. Ni en las de Carlos Mir, que lo sacó del pozo en el que cayó el escritor tras la turbulenta ruptura con Majó y lo reintrodujo en la vida social, obligándole tiernamente a abandonar el papel de ermitaño amargado que se había otorgado.
Echo en falta, eso sí, algunas presencias fundamentales en la vida de Terenci. ¿Dónde está Maruja Torres, su amiga del alma, salvada como él de una vida aburrida por el cine? ¿Dónde está Elisenda Nadal, alma durante décadas de la revista Fotogramas, que fue quien me lo presentó y me invitó a compartir mesa y mantel con ellos en varias ocasiones? ¿Dónde está Inés González, secretaria del escritor, con el que vivía en el piso de la calle Muntaner y con la que componía un estimulante y divertido matrimonio blanco?: nunca olvidaré sus vanos intentos de quitarle del tabaco (un día que estaba yo en su casa, Terenci me envió a buscar no sé qué en un armarito y, cuando lo abrí, se me cayeron encima lo que me parecieron unos 600 paquetes de Ducados).
¿Ausencias inexcusables? Probablemente, pero desconozco sus motivos. Simplemente, echo de menos su visión del difunto, basada en años de conocimiento y afecto. En cualquier caso, no veo el morbo sexual gratuito por ningún lado (sobre todo porque Terenci era el primero en proclamar urbi et orbi sus quebrantos sentimentales y hasta sus conatos de suicidio, que Nuria Espert se toma a cariñoso pitorreo en el documental). Lo que veo, simplemente, es un retrato muy verosímil del Terenci que tuve la suerte de conocer y apreciar (creo que el aprecio era mutuo, pues tuvo el detalle de presentar una de mis novelas y deshacerse en elogios, aunque luego yo no llegara, como solía, a la segunda edición del libro).
El Terenci literario
Literariamente, mi Terenci es más el de El día que murió Marilyn (y de sus espléndidas e inacabadas memorias, El peso de la paja) que el del éxito planetario de No digas que fue un sueño. Como sostienen los responsables del documental, Terenci quería ser, además de literato, famoso, una celebrity, de ahí que se prodigara en saraos y programas de televisión, pero no tengo la impresión de que ese detalle se use en su contra. En cuanto a su supuesto lado oscuro, yo ya sabía que podía ser terrible con quien se le ponía de canto, pero informar de ello al espectador no me parece un intento de desacreditarle: a fin de cuentas, unos más y otros menos, todos tenemos un lado oscuro.
Me temía que Terenci, la fabulación infinita fuese un panfleto destructivo y morboso sobre un amigo muerto, pero, en mi opinión, no lo es: el Terenci que aparece durante las tres horas de metraje se parece mucho al que conocí, el hombre que convirtió su propio funeral en un show muy entretenido cuando dio instrucciones de que sonara en algún momento la canción laboral de Blancanieves y los siete enanitos. Pese a las advertencias, no he detectado mala fe en la miniserie de Lallana y Augusto. He echado de menos a Maruja, Elisenda e Inés y podría haberme ahorrado las intervenciones del último amante de nuestro héroe, el inefable Pablito, pero, en conjunto, La fabulación infinita me parece una interesante aproximación sentimental a un personaje fundamental de mi ciudad al que muchos seguimos echando de menos a día de hoy. Queda por rodar el documental sobre el Terenci exclusivamente literario, que sería muy bien recibido, pero eso ya es otra historia.