El amor solo es una metáfora del deseo. Lo desvela Alexander Pushkin, en Eugene Onegin, y lo eleva a los altares la Karenina inalcanzable de Tolstoi. En la estela narrativa de Pushkin, todo empieza en una fiesta provinciana de sedosos fracs y pasteles, sobre los que revolotean escuadrones de moscas.
Allí se cruzan la mirada de la joven Tatiana Larin y el enigmático noble, Eugene Onegin. Tatiana le escribe al aristócrata una carta en la que le habla de la ebriedad de la vida; sobre el escenario, la joven -interpretada ahora en el Liceu por Svetlana Aksenova- es un terremoto de emociones aprisionadas. Él la rechaza porque es una chica de campo, pero después, cuando ya es demasiado tarde, descubre en ella el poder transformador del amor.
La chica aficionada a las novelas rosas acaba convirtiéndose en una joven princesa cosmopolita y elegante. Su marido, el príncipe Gremin, le explica a Onegin que, al término de una vida de incertezas, ha encontrado por fin el amor en una mujer excepcional, que resulta ser Tatiana. Es el fin de la historia; y se espera que el aria del príncipe Gremin, cierre el nudo de la obra, en una de las grandes piezas que los conocedores consideran el mejor tono para la tesitura del bajo.
En Pushkin, que se considera un revolucionario, todo está sin embargo bajo control. Los pobres del ochocientos pueden lamentar el hambre, pero no la pobreza y los lacayos pueden lamentar el mal trato, pero no su condición de servidores. Del mismo modo ocurre en el amor declarado de Tatiana por Onegin; rebasa lo concebible, pero no puede hacerse realidad si no es dentro del matrimonio, como le ocurre a la protagonista cuando conoce a Gremin, un príncipe superior a Onegin en el escalafón social.
En Eugene Onegin hay un flechazo incomprendido, un amor imposible y un duelo a muerte al amanecer, entre otras cosas; es un compendio de reliquias de su tiempo. La ficción es una realidad que llevamos a cuestas y resulta muy verosímil. Acaso para confirmarlo, en noviembre de 1837, Pushkin muere a manos del teniente francés Georges-Charles de Heeckeren d’Anthès, en un duelo a pistola, provocado por una afrenta amorosa del oficial contra a la esposa del escritor ruso, la bellísima Natalia Nicolayevna Goncharova.
En algún momento de su vida, Pushkin, el Byron ruso, sabe que nada es mejor que pensar y escribir románticamente, salvo el eslabón superior: morir románticamente. Puede considerarse que Pushkin, seis años antes de su propia desaparición, anuncia su destino en Onegin (el papel protagonista de Audun Iversen, en esta versión), fundamento del poema épico.
Las tablas del Liceu de Barcelona muestran una pieza en tres actos reproducida casi al dictado del texto original, con música de Piotr Ilich Tchaikovski, que la estrena en el Conservatorio de Moscú en 1879, dirigida por Nikolái Rubinstein y obtiene su consagración, tres años después, en el Teatro Bolshoi. La trayectoria del gran compositor es más larga y amable que la del atormentado escritor.
Sus ideas llevan a Pushkin a formar parte del movimiento antizarista La luz verde, el germen de la revuelta de 1825, pero un año antes es confinado a sus propiedades de Crimea, una gracia como hacendado descendiente del jefe militar, llamado Petróvich, el patronímico concedido por el zar Pedro I el Grande. Y es allí, en su confortable cautiverio, donde al autor termina su Onegin y escribe la tragedia Boris Godunov.
Con su instinto de activista sin secretos, Pushkin le ha retorcido el cuello al cisne de engañoso plumaje, pero no tiene la constancia necesaria para oponerse a un poder teocrático. Mantiene altivez y elegancia; es un gran señor y un jinete consumado, pero se siente incapaz ante la violencia irresponsable del aparato zarista. Se comporta como un oficial duelista y ello le cuesta la vida; cultiva los códigos de honor y el gusto por mujeres elegantes, pero no tan accesibles.
Sus titubeos amorosos no están a la altura de su estatus sentimental y económico. Su radio de acción intelectual es amplísimo: está considerado por la crítica académica, como la luz de la generación inigualable de Tolstoi, Dostoievski, Chejov o Gogol; también está dotado de oído y conocimientos para inspirar a compositores, como Tchaikovski y Músorgski. Los compases de Tchaikovsky vuelven al Gran Teatro el próximo 27 de septiembre y sonarán ante un público salpicado por el recuerdo de Romeo y Julieta, o de los ballets conocidos por la audiencia El cascanueces, El lago de los cisnes y La bella durmiente.
El estreno, que abre en el Liceu esta temporada 2023-24, es obra del director escénico Christof Loy, en una coproducción del Den Norske Opera de Oslo y del Teatro Real de Madrid. Por todo lo que lo envuelve, podríamos resumir que este Onegin -la obra regresa al Liceu, tras 25 años de ausencia- es un manual de romanticismo, servido en bandeja de metal contemporáneo: el minimalismo escénico.
Tchaikovsky siempre ayuda; sin ir más lejos, los primeros acordes de la introducción remiten, en cierto modo, a Mozart, “que era un referente absoluto para el gran compositor ruso”, en palabras del director musical Josep Pons. Al foso se le une esta vez la fuerza de una coreografía intencionadamente limpia de Andreas Heise, que quiere trasladar a la audiencia el sentimiento desnudo del alma, el toque de romanticismo eterno, basado en el clima intemporal perseguido por Lov, uno de los grandes.
En el fondo, la narración presenta las cosas como son, sin la distorsión que supondría averiguar la causa del sistema social injusto que las produce. Pese a su compromiso, en el fondo político, Pushkin se deja en el tintero los determinismos sociales del siglo XIX. Ahí está su maestría; la herencia dejada a la generación más brillante de la literatura rusa.
Su muerte prematura no le permite corregir las obsesiones de Dostoievski ni negarle a Tolstoi sus monólogos sobre la reforma agraria para concentrar el brillo de su pluma en la belleza de los rizos que acarician el cuello de Ana Karenina. Sorprenderá a muchos, pero al alejarse del tradicionalismo, este Eugene Onegin actúa como filtro del sentimiento puro que desprende el escenario.
El conjunto persigue un mismo fin; nadie olvidará a los personajes periféricos que animan y alegran la textura del telón de fondo y nadie pasará por alto el grupo de actores bailarines -Tchaikovsky siempre es- peinando el conflicto amoroso entre dos almas que se tocan. Todo está pensado para que veamos con claridad al dúo Onegin-Tatiana, el aristócrata obsesionado por las apariencias y la joven dama, en pleno arrebato vital.