El escritor afroamericano Gil Scott-Heron (1949-2011), pionero musical de lo que se conoce como Spoken Word y, según algunos, el primer rapero de la historia, grabó en 1970 el poema-canción The revolution will not be televised (La revolución no será televisada), eficaz e ingeniosa diatriba antisistema por la que se le recuerda especialmente. Puede que, para matizar sus palabras, el coreano Nam June Paik (Seúl, 1932 – Miami, 2006), creador multidisciplinar, recurrió a los televisores, que tal vez no pudieran retransmitir la revolución en directo, pero sí le fueron de gran utilidad para poner en marcha su revolución personal en el mundo del arte. Nunca olvidaré su retrospectiva en la Fundación Telefónica de Madrid, hace más de veinte años, cuando entré en el edificio por curiosidad hacia un artista del que apenas sabía nada y me encontré con una experiencia fascinante y realmente inmersiva (nada que ver con el teatrillo supuestamente inmersivo que tanto se estila en la actualidad, con tanta tecnología como escasos resultados a un nivel moral y sensorial). Sus enormes esculturas hechas a base de televisores apilados (algunas parecían los Transformers de Michael Bay, pero con alma o, como diría Ignatius J. Reilly, con teología y geometría) constituían un ataque conceptual de una fuerza y una eficacia asombrosas. A su manera, eran bellas. Pero la belleza venía acompañada de un mensaje entre disolvente y esperanzador sobre el futuro del mundo que las dotaba de una doble recepción: podías quedarte con las construcciones insólitas y su peculiar seducción visual o ir un poco más allá y compartir con el artista su visión de las cosas; o sea, lo que Artur Mas, con perdón, definiría como un win win
Movistar acaba de colgar un excelente documental sobre nuestro hombre, Nam June Paik: Moon is the oldest TV (Nam June Paik: La luna es el televisor más antiguo), aquí traducido como Nam June Paik, el padre del videoarte), dirigido por Amanda Kim, coreana estadounidense que se estrena como realizadora tras unos pocos años ejerciendo labores de producción. La película muestra un completo recorrido por la obra del señor Paik y me hubiese gustado verlo antes de la citada exposición de la Fundación Telefónica.
Alienación de masas
El retrato del homenajeado resulta tan didáctico como entrañable, pues es el de un hombre nacido en un país pobre y alejado de los circuitos occidentales del arte que va buscando su camino un poco a trompicones hasta que lo encuentra, no sin antes pasar todo tipo de penalidades (incluida el hambre). Lo vemos estudiando música en la universidad de Tokio (iba para compositor y concertista). Lo seguimos a Alemania, donde se instaló en 1956 y donde conoció al extraño músico alternativo que lo inspiraría y con el que fraguaría una amistad que duró toda la vida, el norteamericano John Cage (1912 – 1992), considerado por unos un vanguardista innovador y por otros, un fabricante de ruidillos disonantes propenso a la payasada conceptual. Lo vemos integrándose en el grupo multidisciplinar Fluxus –fundado por George Maciunas (1931 – 1978)- junto a personajes tan variopintos como Joseph Beuys, Wolf Vostell o la mismísima Yoko Ono. Asistimos a sus extrañas performances, tras mudarse a Nueva York, en las que se mezclaban la música y el arte contemporáneo. Y compartimos su epifanía con la televisión y el vídeo, que le llevaría a darle la vuelta a un invento concebido en principio para la alienación de las masas (objetivo plenamente alcanzado desde hace décadas). Cuando Nam June Paik empieza con sus cosas, nadie se toma en serio el videoarte, cuya tecnología deja mucho que desear. Sus comienzos en ese mundo fueron de tono rupestre, hasta llegar a la apoteosis antológica que yo pude ver en Madrid hace muchos años.
Por lo que respecta al retrato personal, Amanda Kim nos ofrece el de un compatriota bajito, de pocas palabras y sonrisa algo bobalicona que parece sorprenderse como un niño ante todo lo que se le ocurre, un hombre que habla varios idiomas (todos igual de mal), que se casa con una fan aspirante a artista y aquejada de sobrepeso como si no le quedara más remedio y al que entrevistar suele ser una (divertida) pérdida de tiempo porque ni él mismo parece saber muy bien por qué hace lo que hace. Su principal característica, se intuye, es la inocencia, la habilidad para posar una mirada limpia sobre cosas que a los demás les pasan inadvertidas y darles la vuelta en beneficio de la evolución del arte contemporáneo. Puede que la revolución nunca sea televisada, como auguraba Gil Scott-Heron, pero los televisores le sirvieron a Nam June Paik, peculiar humanista, para repensar el mundo y mostrar sus contradicciones en su arte, revolucionario sin duda alguna, desde la sencilla escultura de un Buda viendo la tele hasta las fastuosas pirámides de televisores emitiendo imágenes seleccionadas con intuición y sabiduría que me abrumaron de manera más que positiva cuando me encontré rodeado de ellas sin poder apartar la vista de aquellas extrañas esculturas que me llegaron al alma.