Permítanme empezar con una anécdota. Durante varios años fui el editor de Fernando Savater y en nuestros frecuentes almuerzos ventilábamos rápidamente los asuntos editoriales motivo de la cita y dedicábamos el resto de la comida a nuestro compartido vicio confesable (otros lo llamarán placer culpable): el entusiasmo por los clásicos y las rarezas del cine de terror. En uno de esos encuentros me contó que, a mediados de los setenta, cuando se estrenó Tiburón de Spielberg en Madrid, se fue a una sala a verla y en la cola se topó con otro intelectual relevante de aquel entonces.
Ambos se miraron azorados, incómodos. ¿Tú por aquí? ¿En serio vas a ver esto? Para la intelectualidad y la crítica estirada de esos años Tiburón era lo peor de lo peor: cine escapista, puro espectáculo efectista y banal, y para colmo era americana, un producto de Hollywood…¡Todos los prejuicios de la gente culta y engagé española de la época reunidos en una película! Hoy solo alguien seriamente desnortado u obtuso se atreverá a cuestionar que es uno de los títulos fundamentales del último tercio del siglo XX, además de una cinta que revolucionó la industria cinematográfica.
Estos días, viendo los dos blockbusters de este verano –Indiana Jones y el dial del destino y Misión imposible: Sentencia mortal, parte 1– en matutinos pases de prensa (más concurridos de lo habitual) y rodeado por tanto de críticos, he recordado la anécdota de Savater. Porque lo que flotaba en el ambiente se podría resumir en una frase tipo: “Vale, me trago con estoicismo las películas de Béla Tarr, Albert Serra y todo el cine sesudo y experimental que haga falta, pero yo con lo que de verdad disfruto es con esto.”
El término blockbuster (que viene de una bomba con la capacidad de destruir edificios enteros) podría traducirse como taquillazo y se aplicó por primera vez precisamente a Tiburón. No es que antes no hubiera grandes éxitos de taquilla, pero la película de Spielberg presentaba particularidades en el modo en que se lanzó en verano (se estrenó el 20 de junio de 1975) y en el impacto que causó. La jugada se repetiría con La guerra de las galaxias de George Lucas (estrenada a finales de mayo de 1977).
Son los dos títulos que reinventaron el cine comercial americano en una época en que los grandes estudios andaban muy despistados porque no acababan de entender que el público pedía propuestas diferentes. Era lo que le ofrecían los jóvenes directores de lo que se dio en llamar el Nuevo Hollywood (Dennis Hooper y su Easy Rider, Scorsese, Coppola, De Palma, Bogdanovich…). Spielberg y Lucas representaban la vertiente más desacomplejadamente masivo y el primero de ellos tenía una portentosa capacidad para narrar en imágenes, de lo cual es buena muestra Tiburón.
Indiana Jones y el dial del destino y Misión imposible: Sentencia mortal, parte 1 forman parte de una estela que viene desde los mismos orígenes del cine. No olvidemos que cuando los hermanos Lumière lo inventaron hace ya más de un siglo, fue en sus primeros tiempos un espectáculo de barraca de feria que dejaba boquiabiertos a los primeros espectadores con sus asombrosas imágenes en movimiento. Ha llovido mucho desde entonces, el cine ha ido construyendo un lenguaje narrativo muy sofisticado y ha demostrado sobradamente su potencial como arte.
Pero ese primer impulso del puro impacto visual sigue presente en las dos películas aquí comentadas. ¿Son –como pontificarían los críticos más pomposos de los años setenta del pasado siglo– banales, ramplonas, superficiales, puro entretenimiento sin trascendencia alguna? Juzgarlas desde elevados criterios intelectuales es absurdo, porque no es en esta liga en la que juegan. Si las analizamos en función de si cumplen con lo que proponen, nos encontraremos con que la saga de Indiana Jones ha sido capaz de construir un personaje icónico del cine contemporáneo y sus cinco entregas proporcionan –con sus altibajos– un gozoso entretenimiento.
En cuanto a la más reciente entrega de Misión imposible, es un artefacto de ritmo, fluidez narrativa, espectacularidad y tensión difícilmente superables. Si son capaces de ver la última escena –la del tren colgado de un puente– sin acabar dejando las marcas de sus uñas en la butaca, háganmelo saber; su templanza sería digna de estudio científico. Para conseguir esta reacción en los espectadores hay que saber manejar con mucha pericia los mecanismos narrativos y eso ya tiene un mérito considerable (es como cuando se desprecian géneros como el terror o la comedia: generar desasosiego o carcajadas es mucho más difícil que provocar una lagrimita sensiblera).
A quienes desprecian este tipo de cine de entretenimiento mirándolo por encima del hombro tal vez habría que apuntarles para la reflexión cómo veía el público de su época el teatro de Shakespeare o de Molière, y cómo se leían el del siglo XIX los folletines de Dickens o Thackeray. Con el tiempo hemos sacralizado a estos autores y nos acercamos a ellos con actitud reverencial. Nos olvidamos de que los espectadores de las obras de Shakespeare acudían a ver un espectáculo utraviolento y sangriento, al que no asistían precisamente en devoto silencio. A la recurrente boutade de que hoy Shakespeare sería guionista de series de televisión, podríamos añadir otra: hoy sería director de películas gore. Tampoco quiero hacer trampas: obviamente, si seguimos leyendo a Shakespeare es porque por encima de la virulencia de sus tramas, hay en sus palabras una trascendencia que nos sigue apelando.
Si saltamos al siglo XX, podríamos apuntar otro debate: el del lugar que debe ocupar la cultura de masas en el canon. Si el siglo ha sido, entre otras cosas, el del triunfo de las democracias, es lógico que la cultura haya mutado y de ser un producto para las élites –reyes, nobles, después burgueses– haya llegado a las masas. Despreciar este tipo de producciones (hablo de la literatura de género, los cómics, la música pop, el cine de entretenimiento…) es no entender una parte fundamental de la cultura contemporánea, lo cual no quiere decir que deba prescindirse de cualquier jerarquía.
Las dos películas aquí comentadas forman parte de esta cultura de masas. Ambas manejan sin complejos personajes arquetípicos que no aspiran a complejidad alguna y que están al servicio de la eficacia narrativa de una trama cuya misión última es entretener, no plantear asuntos trascendentales. Pero entretener –como hacer reír– no es tan fácil como parece, requiere oficio e inteligencia en el manejo de los ingredientes. Ambas cintas comparten otro aspecto interesante: son pastiches de obras previas y juegan con clichés ya asimilados por los espectadores.
En el caso de Indiana Jones, el personaje nació sobre el papel en 1973, cuando el joven George Lucas pensó que había un prometedor futuro en reciclar viejos materiales populares de género como películas de serie B, seriales televisivos, cómics y novelas baratas. Así nacieron las ideas para las andanzas de un arqueólogo aventurero y para lo que acabaría siendo La guerra de las galaxias. El cineasta aparcó por el momento a Indiana Jones y optó por desarrollar la saga galáctica. Años después, coincidió en unas vacaciones en Hawái con Steven Spielberg, que andaba con ganas de hacerse cargo de una entrega de James Bond.
Lucas, que ya no estaba interesado en dirigir, desempolvó para su colega la vieja idea de del héroe del látigo y el sombrero Fedora. Spielberg se pondría detrás de las cámaras y Lucas ejercería de productor. El personaje se materializó en 1981 en En busca del arca perdida, arrasó en taquilla y se convirtió en un fenómeno cultural. Spielberg dirigió las otras dos entregas de la trilogía inicial de los años ochenta, Indiana Jones y el templo maldito e Indiana Jones y la última cruzada, y la cuarta, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, que tardó veinte años en llegar y se estrenó en 2008. En esta última ha cedido la realización al eficaz James Mangold.
Las tramas de la saga juegan desacomplejadamente con nazis malísimos (salvo en una en que son sustituidos por soviéticos también malísimos), escenarios coloniales y la búsqueda de objetos esotéricos con supuestos poderes sobrenaturales (en esta última entrega, el llamado Mecanismo de Anticitera, una suerte de computadora analógica cuya invención se atribuye a Arquímedes, a la que en la película se atribuye la posibilidad de viajar en el tiempo). Con estos elementos construyen películas de aventuras de aire clásico, es decir, establecen un diálogo con la tradición heredada.
En cuanto a Misión imposible, también maneja el pastiche, ya que su origen está en una serie televisiva de mediados de los años sesenta, que fue en su día una de las muchas réplicas generadas por el éxito de James Bond, que impregnó de aires pop el cine de espías y produjo infinidad de imitaciones. La entrega que ahora se estrena es la séptima de una saga cinematográfica que arrancó en 1996. La evolución de las películas es curiosa, porque las tres primeras contaron con directores de prestigio –Brian De Palma, John Woo y J. J. Abrams– y sin embargo es a partir de la cuarta, Protocolo fantasma, dirigida por el menos conocido Brad Bird, cuando la franquicia da un salto adelante muy notorio. A partir de ahí inicia una carrera ascendente hacia el más difícil todavía de las tres últimas -Nación secreta, Fallout y esta Sentencia mortal-, dirigidas todas por Christopher McQuarrie y controladas al milímetro por Tom Cruise como productor. Son de lejos las más espectaculares y redondas.
Podría ponerme a argumentar que hay en Misión imposible: Sentencia mortal, parte 1 un tema de fondo de calado. La trama de gira alrededor de un misterioso ente cibernético con voluntad propia, una suerte de virus informático capaz de penetrar en todos los sistemas y manipularlos, alterando la percepción de la verdad. Lo cual pone en escena el muy actual pavor a acabar sojuzgados por la inteligencia artificial. Podría hacerlo, pero sería hacer trampas al solitario, porque en el fondo esta trama da un poco igual, no es más que una excusa argumental para poner en escena trepidantes escenas de acción. Y si somos justos y juzgamos la propuesta de Tom Cruise en función de lo que ofrece, hay que reconocerle que estas secuencias son de lo más espectacular que se ha visto en pantalla en mucho tiempo.
Indiana Jones y el dial del destino y Misión imposible: Sentencia mortal, parte 1 comparten además otro aspecto sociológicamente interesante. Son sagas que han acompañado a una generación desde la adolescencia a la madurez. En el caso de la entrega de Indiana Jones estamos ante una despedida, ya que su protagonista, Harrison Ford, la rodó a punto de cumplir ochenta años que ya tiene. En el caso de Tom Cruise, a sus sesenta y un años sigue en una forma física envidiable y se vanagloria de rodar él mismo, sin dobles, arriesgadas escenas de acción. Su figura –devaneos cienciológicos aparte– es interesante, porque es algo así como la última gran estrella en el sentido clásico. En su carrera tuvo una etapa en que se empeñó en demostrar sus dotes actorales y trabajó con directores de prestigio, pero hace años que está centrado en grandes películas de acción con vocación taquillera.
Hay dos aspectos que lo hacen atractivo y lo convierten en una suerte de último representante de una forma de entender el cine. Pone mucho empeño en defender las salas frente al sofá de casa y también lo analógico. No es que no utilice cromas y CGI, pero no abusa de ellos. Frente a un James Cameron se autoproclama gurú del cine entendido como un videojuego con la ramplona segunda parte de Avatar; frente a franquicias de acción como la exitosa Fast and Furious, que prescinde de cualquier atisbo de verosimilitud y lo fía todo al uso abusivo de croma y CGI; frente a las cintas de superhéroes se han extraviado desde hace tiempo en el agotador laberinto del multiverso, Cruise representa otra vía, que algunos tildarán de obsoleta. A mí que me sigue pareciendo mucho más estimulante y honesta que estos intentos de camelarse al público aturullándolo con tecnologías supuestamente revolucionarias (¿alguien se acuerda a estas alturas del incordio del 3D que trataron de imponernos como el no va más hace unos años?)
Indiana Jones y el dial del destino y Misión imposible: Sentencia mortal, parte 1, en especial la segunda, manejan con de forma eficacísima elementos como el ritmo narrativo, los ligeros toques de comedia, la química entre los actores, la tensión y los golpes de efecto para conseguir mantener al espectador clavado en la butaca. ¿Aportan mensajes trascendentales, osadas propuestas narrativas, personajes con conflictos profundos, provocadoras transgresiones de los códigos heredados? No. Aportan espectáculo y entretenimiento. Y consiguen lo que se proponen: un efecto similar al de aquel tren de los hermanos Lumière que, según las crónicas de la época, provocaba que algunos espectadores aterrados se apartasen porque creían que iba a salir de la pantalla. Consiguen que el espectador recupere la magia de cuando veía pasmado y entusiasmado -como el niño de Los Fabelman de Spielberg- sus primeras películas. No es poco.