En 1984, una huelga de los mineros británicos puso en un brete al gobierno, cuya primera ministra, Margaret Thatcher, hizo honor una vez más a su apodo de La Dama de Hierro y trató de resolver las cosas a su manera; o sea, a lo bestia. Como la huelga se alargaba y no todos los mineros disponían de los ahorros necesarios para alimentar a sus familias, se crearon dos bandos en el gremio: los que optaron por volver al trabajo y los que se mantuvieron en sus trece. Maggie les aplicó un trato diferenciado: a los que volvían al redil, se les protegía con efectivos policiales; a los huelguistas recalcitrantes, se les molía a palos por la policía. Así se creó en los pueblos mineros de Inglaterra una división que se eternizaría en el tiempo entre los irredentos anti tories y los llamados esquiroles, un mal rollo similar al de católicos y protestantes en el Ulster que, en el fondo, no sirvió más que para que la mala sangre pasara de generación en generación. En realidad, la huelga no la ganó nadie. Ni siquiera la señora Thatcher. El imparable declive de la industria del carbón, como en otros países de Europa, acabó conduciendo al cierre de las minas y a una sensación general de fracaso que se combatía, de manera algo pueril, manteniendo viva la inquina entre huelguistas radicales y presuntos esquiroles: los primeros consideraban a los segundos unos traidores a su clase y los segundos pensaban que los primeros eran unos energúmenos que no veían más allá de sus narices.
La espléndida miniserie (seis episodios) de la BBC Sherwood, que podemos ver por cortesía de Filmin, nos sitúa en uno de esos pueblecitos mineros del condado de Nottinghamshire –aledaño al célebre bosque de Sherwood, por donde rondaban tiempo atrás Robin Hood y su alegre pandilla- cuarenta años después de la huelga del 84. Las minas cerraron y la gente tuvo que buscarse otras ocupaciones, pero nunca se ha acabado de pasar página del espinoso asunto de los irredentos y los esquiroles. Un antiguo miembro del primer bando, Gary Jackson (Alun Armstrong), sigue viviendo en la era Thatcher y continúa insultando a cuanto esquirol se cruza por la calle o, más frecuentemente, en el pub. No es un mal tipo, pero se le paró el reloj en 1984 y puede llegar a ser francamente irritante. Convencido de que, muerto el perro, se acabó la rabia, un émulo de Robin Hood lo elimina de un certero flechazo, poniendo en marcha una investigación policial dirigida por el comisario Ian Saint Clair (David Morrissey, un clásico de la televisión británica), a quien echará una mano, contra la voluntad de ambos, un inspector de la policía de Londres, Kevin Salisbury (Robert Glenister), quien, de joven, ya había estado en el pueblo repartiendo porrazos y no tiene especiales ganas de visitarlo de nuevo (en parte porque tuvo una participación involuntaria en la muerte del hermano de Saint Clair, otro policía novato).
Una triste reflexión
Sherwood es una inspirada mezcla de thriller y drama social que funciona a la perfección en ambos registros. Escrita por James Graham, esta miniserie es un ejemplo prototípico de la eficacia británica a la hora de plantear sus productos audiovisuales. El guion es de hierro y la dirección, ágil y eficaz. Todos los actores cumplen con su cometido a la perfección. Todos. De los protagonistas al último secundario, cosa que no siempre pasa en las series españolas (por no hablar de que en las de la BBC todo el mundo vocaliza correctamente y nadie da la impresión de recitar sus líneas con una patata en la boca, como ocurre con demasiada frecuencia en nuestras ficciones).
La trama policial avanza eficazmente en paralelo con lo que es una triste reflexión sobre la inutilidad de mantener vivo el rencor en una comunidad, sobre todo si es de reducidas dimensiones. Estamos ante un grupo humano que, cuarenta años atrás, vivió unas circunstancias terribles que se han enquistado en el tiempo, envenenando, de paso, la existencia de los jóvenes, entre los que aún subyace la vieja y rencorosa distinción entre esquiroles y héroes de la clase obrera (o entre trabajadores razonables y energúmenos anti Thatcher, según el punto de vista). La Dama de Hierro no sale especialmente bien parada de Sherwood, pero tampoco se le aplica un tratamiento panfletario a lo Ken Loach, para entendernos. Sabiamente, el guionista hace hincapié en la tristeza de la situación y en cómo el peso del pasado puede impedirnos tirar adelante de manera razonable, pero esquivando el sermón y dejando que las historias personales que se nos cuentan nos permitan sacar nuestras propias conclusiones.
Producto sólido donde los haya, Sherwood es un ejemplo perfecto de aquello a lo que debe dedicarse una televisión pública a la hora de plantear sus ficciones. Un ejemplo que TVE, sin ir más lejos, debería seguir al pie de la letra en vez de transmitir a menudo la sensación de que acepta fatalistamente ese refrán que reza, “Estos bueyes tenemos, con estos bueyes aramos”.