Sobre el papel, la nueva serie de Sky Showtime Rabbit hole (La madriguera) no prometía gran cosa, pues parecía una nueva vuelta de tuerca al género conspiranoico, en principio divertido, pero que ha acabado resultando un tanto cansino. Me asomé a ella por dos motivos: los creadores, Glen Ficarra y John Requa, responsables de aquella estupenda película de 2009 que fue I love you, Phillip Morris, y el protagonista, Kiefer Sutherland, cuya serie 24 me entretuvo muchísimo en su momento (y al bueno de Kiefer, hijo del gran Donald Sutherland y actor al que no había prestado mucha atención hasta entonces, le salvó la vida y la carrera, pues cada vez estaba más cerca de convertirse en un héroe de videoclub). Convencido de que 24 se acabó antes de tiempo, intenté ver la siguiente aventura del amigo Kiefer, la serie Sucesor designado, pero no era gran cosa, como demuestra el hecho de que no llegara ni a la tercera temporada. Y como sigo echando de menos al agente contra terrorista Jack Bauer, me lancé sobre Rabbit hole con la esperanza de revivir las alegrías de antaño, cosa que, de momento, tras ver los tres primeros episodios que están disponibles a la hora de escribir estas líneas, he conseguido a medias.
Jack Bauer se llama ahora John Weir y no combate el terrorismo internacional, sino que se dedica al espionaje corporativo. ¿Y eso en qué consiste? En este caso, si tienes una empresa a la que otra intenta hacer sombra, recurres a Weir y su equipo (que son una versión capitalista y tirando a miserable de los de Misión Imposible) y ellos se entregan en cuerpo y alma a la no muy edificante tarea de destruir y arruinar a quien pretende hacerte la puñeta a la hora de ganar dinero con lo que sea que hagas. Para ello, John Weir recurre a todo tipo de trampas, engañifas, fake news, imágenes preparadas o alteradas y, en definitiva, cualquier cosa que sirve para quitarte de en medio al molesto competidor.
Y así empieza Rabbit hole, con un encargo de un antiguo socio de Weir que éste resuelve con la rapidez y la eficacia habituales antes de olvidarse del asunto. El problema es que el asunto no se olvida de él y parece mucho más complicado y peligroso de lo que aparentaba, como demuestra la serie de desgracias e infortunios que se ciernen sobre el espabilado John Weir: le vuelan las oficinas, su antiguo socio se suicida ante sus narices, se le acusa de crímenes que no ha cometido y, en definitiva, se le empieza a aplicar su propia medicina, lo cual le obliga a una huida permanente tras la que, intuimos, conseguirá restaurar su buen nombre (aunque la verdad es que se ganaba la vida de forma harto discutible desde un punto de vista moral).
Agente de la CIA
Durante los dos primeros episodios, no se entiende prácticamente nada de lo que está ocurriendo, y eso les confiere un especial interés (las sorpresas desagradables son constantes y tirando a espectaculares), pues a partir del tercero empezamos a intuir por dónde van los tiros y se solidifica la parte conspiranoica del invento. Gracias, sobre todo, a la aparición del padre del protagonista (que no es Donald Sutherland, sino el británico Charles Dance, quien, por cierto, cada día se parece más a nuestro rey emérito, de la misma manera que David Thewliss se está convirtiendo en el vivo retrato de Fernando Fernán Gómez, ¡extraño fenómeno del sector audiovisual inglés!). El señor Weir senior, al que hasta entonces solo hemos visto en flashbacks de la infancia de su hijo, cuando éste no sabía muy bien a qué se dedicaba e ignoraba que era un agente de la CIA con comprensibles tendencias paranoicas, marca la tendencia de lo que, intuyo, vamos a ver a partir de ahora: una conspiración al más alto nivel que, probablemente, llegue hasta ciertos despachos de la Casa Blanca.
Extrañas consecuencias las de este tercer episodio (de un total previsto de ocho): por un lado, se agradece el poder empezar a entender algo de la trama; por otra, mucho me temo que, terminada la trepidante confusión inicial, la cosa entre en el trillado camino de esas grandes conspiraciones que ponen en peligro a los Estados Unidos y, por extensión, a lo que antes se llamaba el mundo libre. A efectos prácticos, la incomprensible montaña rusa de los dos primeros episodios te mantiene en una estimulante tensión que se diluye un tanto en el tercero, cuando ya empiezas a olerte cómo van a funcionar las cosas a partir de entonces. En cualquier caso, aún es muy pronto para saber si Rabbit hole se va a echar a perder en la vulgaridad o si aún nos reserva los suficientes giros de guion como para mantenernos enganchados a la pantalla. Yo pienso tragarme la temporada entera porque sin Jack Bauer, tengo que apañarme con John Weir (o, como dice el refrán, a falta de pan, buenas son tortas), pero entenderé a cualquiera que la abandone con la aparición del sosias del Emérito porque ya está un poco harto de ficciones conspiranoicas. Consejo de amigo: fans de 24, perseverad; y los demás, que hagan lo que quieran.