Siete años han transcurrido entre la segunda temporada de la espléndida serie británica Happy valley y la tercera y última, que se acerca a su final (falta por emitir el sexto y definitivo capítulo) en Movistar y que los devotos de la propuesta creada y escrita por Sally Wainwright llevamos esperando mucho tiempo. ¿Demasiado, tal vez? Bueno, la verdad es que después de siete años sin noticias de la sargento Catherine Cawood (una magnífica Sarah Lancashire, mujer de mediana edad y cierto sobrepeso, ideal para el personaje de esa policía que las ha pasado muy canutas, pero sigue mostrando un sentido del humor tan eficaz como retorcido) y de su némesis particular, un psicópata llamado Tommy Lee Royce (James Norton, el cura de Grantchester y uno de los nombres que sonaron para sustituir a Daniel Craig en la saga cinematográfica de James Bond), al espectador (o, por lo menos, a mí) le cuesta un poco volver a ponerse en situación (a lo que ayuda notablemente el tema que suena en los créditos, Trouble town, de esa versión juvenil y británica de Johnny Cash que es Jake Bugg). El leve desconcierto, afortunadamente, dura poco y a mediados del segundo episodio, uno ya sabe perfectamente dónde está y de qué iba todo.
Tommy Lee Royce le hundió la vida a Catherine Cawood cuando dejó embarazada a su hija, quien se acabaría suicidando tras dar a luz porque no lograba superar su inmunda relación con ese psicópata de rostro angelical que era, claramente, uno de esos seres humanos que salen rematadamente mal. No contenta con eso, la sargento Cawood debe aguantar a una hermana desastrosa y alcohólica, Clare (Siobhan Finneran), a la que intenta llevar por el buen camino, objetivo que se cumple (más o menos). El odio mutuo entre Catherine y Tommy Lee era el centro de las dos primeras temporadas y lo sigue siendo en la tercera, sin que los siete años transcurridos desde su último encuentro hayan contribuido en lo más mínimo a suavizar las cosas, algo imposible cuando tienes delante a un tarado como Tommy Lee.
Producto de la televisión pública británica
Han pasado siete años desde las últimas andanzas (humanas y policiales) de Catherine Cawood. Tommy Lee Royce está en la cárcel. Su hijo ya no es el niño que vimos en las dos primeras temporadas de la serie, sino un adolescente (Rhys Cormack) empeñado en mantener una relación con su padre porque nadie ha sido capaz de explicarle lo peligroso y repugnante que es el tipejo que contribuyó a su fabricación. Utilizando a la tía Clare (y al inútil de su novio, otro ex alcohólico tirando a pusilánime), el nieto de Catherine se las apaña para visitar a su progenitor en la cárcel, y éste empieza a planear la manera de escapar, llevándose a su hijo a Marbella, donde sus contactos en el inframundo criminal le han prometido que estará estupendamente. Y hasta ahí puedo llegar sin incurrir en el spoiler.
Happy Valley transcurre en la provincia británica, en un pueblo de Yorkshire imaginario o innominado (ahora no lo recuerdo) cuyas ciudades más cercanas son Leeds y Sheffield. La vida transcurre de manera bastante apacible y la labor de la policía suele limitarse a controlar las peleas entre borrachos y la violencia doméstica y a esquivar las pedradas que le pueden caer si se acerca por barrios conflictivos. Si alguien ha conseguido poner patas arriba esa situación casi idílica, ha sido Tommy Lee Royce, delincuente habitual, asesino ocasional, violador recalcitrante y sujeto al que es evidente que le falta un tornillo. Aunque en la serie aparezca con frecuencia gente asesinada, la cosa no alcanza las cotas de criminalidad que distinguían al villorrio donde vivía la Jessica Fletcher de Se ha escrito un crimen. Aquí los asesinatos solo son un complemento narrativo para el concepto que rige toda la serie: el enfrentamiento a muerte entre la sargento Cawood y el indeseable de Tommy Lee.
Aunque aparente ser una serie policial, es el factor humano el que se lleva el gato al agua en esta brillante ficción ambientada en la Inglaterra profunda. A falta de ver el último episodio, que acabará probablemente con la violenta desaparición de Tommy Lee Royce, sé que echaré de menos a la rolliza Catherine Cawood, a la inútil de su hermana y hasta a ese farmacéutico de la tercera temporada que se saca un sobresueldo vendiendo pastillas a la mafia local por debajo del mostrador. Sigo sin saber por qué se han dejado pasar siete años entre la segunda y la tercera entrega de Happy Valley y por qué se cierra tan rápidamente una serie que podría haber dado para bastantes temporadas más, aunque observemos que la sargento Cawood está a un paso de la jubilación en la tercera. En resumen: otro de esos excelentes productos de la BBC que justifican plenamente el impuesto que pagan los británicos por disfrutar de su espléndida televisión pública, que ya la querríamos los españoles.